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Jose María Salaverría

"El vagabundo inapetente"

Capítulo 1

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El vagabundo inapetente

(Del diario de un argentino sentimental)

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I

Hoy he visto a un amigo mío, un amigo antiguo y silencioso, que no me ha dirigido nunca la palabra. Pero el lenguaje hablado no es indispensable para la amistad; hay seres que no se hablan y resultan, sin embargo, muy amigos. Más elocuentes y más íntimas que las palabras son esas inefables formas de comunicación que a veces sólo consisten en una mirada, y otras veces ni siquiera tienen la materialidad de una mirada.

Uno de estos amigos tácitos es el que yo vi ayer. Se trata de un vagabundo. Le conozco desde hace mucho tiempo, y es tanto el interés que me inspira su persona, que sigo con atención su vida, sin que él, por su parte, tenga conciencia de mi interés. No me conoce, no sabe que existo; pero yo le sigo paso a paso a lo largo de su miserable carrera. Y él, ¿quién sabe si se siente seguido por mi oculta simpatía? ¿No podrá suceder que la simpatía, producto del alma, posea cuerpo, volumen y densidad, como cualquier otro producto menos sutil? ¿No ocurre a veces que nos sentimos rodeados de un algo aéreo, inexpresable, que la plebe suele nombrar con motes supersticiosos, los antiguos lo interpretaban como función misteriosa de los genios y a nosotros nos produce perplejidad, dudas y conjeturas no confesadas?

De tarde en tarde cruza a mi lado el vagabundo, y entonces puedo observar su situación, su traza y el avance que da el pobre hombre en su camino de ruina. Marcha velozmente al desastre; cada vez lo encuentro más destrozado y enfermo. Pero su enfermedad no es corporal ni de esas que se curan con emplastos y menjurjes; es una enfermedad del alma, un mal de la voluntad. Está enfermo de la raíz, eso que yo llamo la raíz del organismo moral; su voluntad padece mal incurable, y como comprendo que nadie podría sanar a mi amigo, lo abandono tristemente a su ruina.

Mi amigo el atorrante (*) está lleno de profundidad, y es seguro que su vida, si pudiese contarla él mismo con alguna sindéresis, resultaría un drama intenso, superior al que imaginan arbitrariamente los escritores. Algunos pormenores de su existencia los conozco con entera exactitud. Sé, por ejemplo, que ese vagabundo padece de inapetencia. Siempre que tropiezo con él, invariablemente veo asomar por el bolsillo de su chaqueta un mendrugo de pan; otras veces lleva los bolsillos atiborrados de mendrugos.

A primera vista parecerá que el pobre hombre es un glotón más bien que un inapetente; pero yo sé que no es un glotón, que no tiene nunca hambre, que se muere de inapetencia. Me ha bastado verle comer. Le he sorprendido en varias ocasiones comiendo un trozo de pan, y precisamente el modo de morder su mendrugo me ha dicho cuanto necesitaba saber. Muerde el pan con un aire distraído: royendo, mejor que comiendo. El glotón suele comer a grandes bocados, con delectación suprema, con un brillo especial en los ojos; la gula es inconfundible; mientras que el inapetente roza el pan con los labios, como un pajarito, como un niño harto.

Mi hombre come así, distraídamente, sin ilusión alguna, como quien obedece a una ley necesaria y fastidiosa.

Tal vez no se entera de que está comiendo. Ha ido por las puertas o por los asilos y le han llenado de pan las manos: de pronto recuerda que es necesario comer, y el pobre hombre se pone a mordisquear su mendrugo. Va caminando mientras come. Se nota enseguida que su imaginación anda lejos del pan, y que de todo se acuerda menos de comer. Sus dientes, flojos y escasos, rozan el mendrugo: sus mandíbulas estrechas, mandíbulas de aristócrata, se mueven con pereza, y su estómago no se entera siquiera de la feculenta masa que le arrojan. Todo en él es distracción, lentitud y pereza. Los órganos materiales se hallan atrofiados, casi muertos; su parte física padece de una pereza de moribundo. En cambio, la parte espiritual, ¡con qué vibrante lozanía se mueve!

Es mi amigo un ser que anda en los linderos de la demencia. De tanto no comer y fatigarse mucho, la porción espiritual de su persona se ha agrandado a expensas de la materia. Ya no es un hombre: es una imaginación que camina por las calles. Lleva siempre el aire de aquél que aguanta un diálogo perpetuo consigo mismo. Es de los que hablan solos. Y para conversar mejor con su yo interno, encorva las espaldas, inclina la mirada al suelo. De repente, sin ningún motivo ostensible, suele alzar la mirada hacia las cosas transeúntes, se detiene y recorre con los ojos el mundo exterior, con un gesto indefinible.

Para expresar de algún modo este gesto, tendríamos que evocar al buzo, cuando asciende desde el fondo del mar, se quita la escafandra y vierte una mirada vaga y circular sobre las cosas. Es la mirada del soñador, esa mirada buceante que se complace con las maravillas del mundo imaginativo.

Así, pues, mi amigo el atorrante vierte a veces una de esas miradas circulares, llenas de susto y estupefacción. Acaso el correr de un tranvía o el empujón de un transeúnte le ha despertado de su coloquio interior; entonces el hombre se detiene, su alma sube a la superficie, se asoma a ver el mundo de los fenómenos reales y se llena de susto y asombro.

¿Qué cosas le pueden asustar y admirar? Las cosas de su derredor son apetecibles y soberbias, y todos los demás hombres las encuentran codiciables. ¿Cómo es que a él le producen susto y sorpresa? Los edificios son altos, fuertes, y dentro de ellos hay estufas, cocinas y muelles sillones; los tranvías son providentes, pues sirven para llevar a las personas sin fatiga y para abreviar el camino de los negooios; el cielo es grande y variado; las personas tienen rostros gruesos y animados; el mismo frescor invernal sirve para apresurar la digestión y hacer que el acto de la comida sea más agradable, ¿qué puede sorprenderle y asustarle, entonces, a mi amigo el vagabundo?... ¿Será que la raíz de su filosofía discrepa de la filosofía usual? Probablemente tendrá una moral para su uso propio, y esa moral es la que ocasiona el choque entre su alma y los fenómenos ambientes.

Las demás personas viven como los peces dentro del agua; creen, como indudablemente cree el pez, que nada hay tan lógico y aceptable como los fenómenos ambientes. Consideran que una casa de siete pisos es el mayor acierto que ha tenido la sabiduría humana; para conseguir la posesión de las cocinas, despensas, camas blandas y demás regalos que se esconden dentro de las casas, las gentes van trotando en busca del éxito, peleando unas con otras, engañándose y matándose, si es preciso. De esta fiebre común surge un resultado magnífico: la civilización. La civilización consiste en la suma de todos los factores puestos en tensión y lanzados hacia un fin de triunfo por un camino de lucha. Los factores se lanzan a correr y combaten gloriosamente. Están gruesos, colorados; ríen, comen, negocian, atesoran, crían a sus hijos, leen periódicos, discuten la política. Y el todo civilizado, el conjunto ideal de la civilización, marcha gloriosamente hacia la cumbre.

Pero en la guerra hay unos seres miseros a quienes se da el nombre de aspeados: se cansan de andar, se rezagan, y el ejército pasa, y ellos se quedan a merced del enemigo. También en esta lucha de la civilización hay unos seres aspeados que no pueden seguir, que se sientan a un lado del camino, hasta que la miseria los hace prisioneros. Mi amigo el vagabundo es un aspeado.

Ya no tiene salvación, es tarde para calvarlo. Ha tirado las armas y está enfermo de la imaginación, y, por ende, de la voluntad. Ha comprendido que las bellas cosas que inventa el hombre para vivir bien no valen lo que cuestan. Es posible, además, que la consideración de tantas crueldades como son precisas para lograr la conquista de esas bellas cosas haya conmovido su alma, buena y tímida. No se sentía bastante duro para dañar a nadie; tenía una incapacidad absoluta para la crueldad, y sin crueldad no puede haber lucha ni triunfo, porque las cosas, en la vida, se logran arrebatándolas, ¡esa es la necesaria verdad! Tampoco se sentía bastante enérgico para caminar; se ha quedado a la vera del camino, dejando que la ola humana marche trágica y triunfante.

Se ha apartado con modestia; pide un mendrugo de pan y lo mordisquea maquinalmente. Se le ha ido el hambre. Pero es seguro que mi pobre amigo nunca tuvo hambre. Si hubiera sentido hambre alguna vez habría peleado con las otras gentes. No tenia hambre, era incapaz de hambre. Y, sin duda, lo que capacita al hombre para el triunfo es el hambre, alguna calidad de hambre, sea hambre de gloria, de dominio, de ostentación, de sensualidad o de pan. Tener hambre o no tenerla: ese es el problema del hombre y de los pueblos. Desgraciado el hombre o el pueblo que carece de hambre, porque está vencido.

Mi amigo el vagabundo se halla inapetente, sin gana para mascar su mendrugo; nunca ha sentido apetito de nada; su inapetencia es innata y constitucional. Cada día lo encuentro más derrotado y débil, y su coloquio interno debe de ser cada día más violento, porque los gestos, la mirada, las palabras mismas que se le escapan adquieren mayor viveza y apasionamiento. Su discusión interna debe de haber llegado al punto transcendental. Y cuando se detiene y vierte aquella vaga, circular mirada de sus ojos sobre las cosas ambientes, hay en su rostro yo no sé qué paroxismo de estupefacción. Hasta que un día cualquiera, como un perro sin amo, se sentará en la margen de la vida y entregará dulcemente su alma inadaptada...

¡Oh Espíritu Supremo! ¿En qué rincón florido de tu cielo acoges las almas buenas de los derrotados, de los inadaptados, de los expulsados?

(*) En los países del Río de la Plata se llama así al vagabundo, al gandul, al golfo.

 

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Misterio y Terror