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Efrén Rebolledo

"El enemigo"

Capítulo 4

Biografía de Efrén Rebolledo en Wikipedia

 
 
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto
 
El enemigo
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IV

Componíase la familia Medrano de doña Lucía y sus nietas: tres vírgenes dulces y candorosas. De luto desde la muerte de su marido, dábale el color negro a la anciana cierto aire do distinción y de majestad. Era tranquila, dada a las prácticas devotas, y como todos los viejos, descuidada de lo presente y encerrada en lo pasado, donde su memoria removía dormidos recuerdos.

Las tres nietas llamábanse Clara, Julia y Genoveva, por orden de edades, y todas eran apuestas y atrayentes por su sencillez.

La mayor, más en contacto con su abuela, a quien acompañaba en sus ejercicios piadosos, y naturalmente grave y reposada, vivía encerrada en un mundo aparte que le habían hecho el recogimiento y la religión.

Julia, de temperamento romántico y enfermizo, a todas horas llevaba en los labios el hilo azul de una canción, y en las noches, sentada al piano, tocaba, acompañando con su acordada voz el sonido de las teclas.

En cuanto a Genoveva, era aún una niña: todavía con el vestido alto; frágil y encantadora como una porcelana; de cabello castaño que caía en turbulentas hélices sobre sus hombros, y risas que resonaban como una gloria en el silencio de su casa.

Aquella familia era la que visitaba Gabriel.

De natural aislado y retraído, era aquel hogar tranquilo algo como un refugio en el desierto de su vida, estéril y monótona.

Encantábalo el aspecto de la casona vieja y destartalada donde las Medrano vivían; la candidez de sus costumbres; el hechizo fácil y agradable de las tres niñas vestidas modestamente y con tocado sencillísimo partido en mitad de la cabeza; regocijábalo la humilde sala amueblada con un ajuar de cojines con fundas de dril, adornada con lienzos al óleo embutidos en enormes cuadros de madera preciosa; y la alfombra raída y de colores amartiguados, los colosales roperos de caoba de las recámaras, y los tápalos antiguos y multicoros puestos sobre el pupitre y la mesa de en medio; los cómodos canapés y los costureros de laca, y en el corredor ios tiestos cuajados de flores; todo aquel interior grave, pero sereno, todo aquel ambiente lo atraía y convidaba a su espíritu lleno de invencible cansancio.

Allá se dirigía con toda puntualidad los jueves y los domingos, y cada vez era recibido con la misma sonrisa cariñosa por aquellas gentes, sanas de espíritu y de corazón.

Al principio tuvo muchos desencantos, y vio en el tren ordinario de aquella casa una monotonía más estéril y desolada que la de la calle; decepcionóse con tanta vulgaridad y desanimóse palpando una desconsoladora ignorancia; pero en cambio encontró aprecio; vio brotar a la primer palabra una corriente de simpatía, y a poco escarbar vetas preciosas de cariño y un terreno fértil, aunque inculto, que sólo esperaba la fecunda simiente y la mano directora.

Doña Lucía lo adoraba: colmábalo de pequeñas atenciones agotando todos los recursos para que no se le hiciera pesado el tiempo que pasaba con ellas, y en cuanto a las nietas, dominadas desde el primer momento, sentían por él indiscutible afección.

Cuando lo pedía se levantaba Julia e hiriendo el gastado marfil del piano, suspiraba querellosas canciones; y Genoveva lo idolatraba por los bombones que nunca dejaba de llevar.

Clara, siempre recogida en si misma, sólo hablaba para responder; permanecía apartada de todos en un ángulo, con los oíos bajos, iluminado su rostro por una sonrisa inefable, absorta en no sé qué sueño interior.

Jamás le dirigía la palabra a Gabriel, pero cuando éste hablaba despertaba del sueño que la absorbía, y escuchaba atenta, con la barba apoyada sobre las manos.

Era reservada en sus emociones y avara de sus alegrías: si estaba contenta no eran ruidosos sus júbilos, continuaba callada y apenas si su mirada y su sonrisa eran señal de su exultación.

En las profundidades de su ser sentía una vaga simpatía por Gabriel, que la hechizaba con sus palabras; lo escuchaba, pendiente de sus labios, y sólo si había que traer algún libro, o hacer cualquier otro insignificante servicio, alzaba su rostro de las manos que dejaba caer, y se levantaba prestamente, manifestándole asi su devoción.

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