Capítulo 5
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Biografía de Efrén Rebolledo en Wikipedia | |
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto |
El enemigo |
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V Atraíalo Clara con fuerza irresistible. Quizá por su retraimiento, acaso por su inocencia que la defendía como un escudo, tal vez también por la dificultad, pasó por el pensamiento de Gabriel la idea de aquel amor, primero por puro exotismo, trocóse en seguida en peligroso juego, y al fin convirtióse en verdadero amor, con todos sus tormentos y todas sus delicias. Y ¿a qué se debió la metamorfosis? ¿por qué aquel sentimiento que no fue al nacer más que una fugitiva idea se complicó a poco en peligroso juego y al fin se manifestó con todos los tormentos y todas las delicias del verdadero amor? El comienzo fue un abuso de superioridad: complacíase Gabriel en atormentar a la pudorosa Clara no apartando de ella un momento la vista y sintiendo una oleada de satisfacción cuando la perseguida doncella alzaba los ojos para bajarlos luego, coloreada por el rubor, en tanto que ajaba con los dedos su falda de muselina. Veíala fijamente causándole verdadero martirio, obligándola a levantarse cuando detenía la mirada en su gracioso pie, alto de tarso y calzado en lustroso zapatito de charol Sabiendo cuan callada era, le dirigía frecuentemente la palabra, y la respuesta, siempre tardía e insegura, halagaba su amor propio. Con la sangre fría que da la confianza en sí mismo, deleitábase en pulir intencionados piropos que le decía siempre oportunamente, y que como todas las rosas, tenían para ella la espina de la mortificación. Pero a poco el malabarista perdió su aplomo; sus frases antes firmes titubearon, y quizá por este motivo y porque iba siendo sincero, Clara no le tenía rencor. Y hasta aquel instante tuvo la ventaja el verdugo. Interesado en aquella lucha, exasperose viendo retroceder el triunfo; irritose de que el juego no pasara de allí, y de que Clara, reconcentrada en si misma, no hubiese cambiado, sino siguiese siendo como antes, ni más alegre ni más adusta, con la misma misteriosa sonrisa que iluminaba la diafanidad de su rostro. Acostumbrado a ser dominador en aquella casa, asombróse de no haber vencido, y entonces fue cuando quedó preso en las propias redes que jugando había tendido. Mas, ¿era sólo la resistencia de Clara la que lo atraía? ¿la amaba únicamente por los escollos con que había tropezado? No, la amaba porque era bella. Hasta entonces la miraba con atención: era pálida, de ojos verdes y atónitos, de cabello rubio, abundante y rizado, que caía de su cabeza como un haz de rayos de sol; de labios sinuosos y delgados, y tan blanca, que su sangre se veía azul a través de su epidermis. El color de su cuello traía a la memoria la médula de las cañas, perfumaba su aliento, y al entreabrirse su boca para hablar, sonaba melodiosa, como si una mano invisible acariciara el teclado de sus dientes, produciendo armonías suaves como la oración y dulces como la miel. Sus manos aguzadas y transparentes eran un maná de consuelo, y en su blancor resplandecían las caricias como un manojo de resplandores... Y siendo tan inocente y tan casta, ¿había de confesarle su pasión a Clara, que era la misma pureza?, ¿habría de decirle esas mismas palabras, vanas y triviales, que antes había dicho a otras mujeres? No, la amaría devotamente, con veneración; y si conquistaba a aquella virgen sin mancha, si lograba la absoluta adhesión de su ser, si con su fuerza la habría de dominar, sería después de mil pruebas, insensiblemente, y no con el mismo juego de madrigales y embustes con que se engaña a todas. Era tan buena, tan pura y tan imponente en su sencillez, que cuando lo veía lo obligaba a bajar los ojos con temor; parecía la Madona que descendía de su peana, y cuando se acercaba a ella, como Fra Angélico, iba con los labios temblorosos murmurando una oración. |
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