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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 71

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 71

De Celia Gamboa a Ramiro Varela

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¡Qué generoso eres, Ramiro! Te empeñas en convencerme de que eres dichoso, de que te sientes feliz, cuando sé, porque el corazón me lo dice, que sufres horriblemente por mi ausencia y por saberme de otro.

Pero esto no puede continuar así. Odio a mi marido.

Desde que conocí la verdad, desde que supe hasta qué grado fuiste bueno conmigo, hasta qué punto llegó tu amor, desde que tuve conocimiento de tu sacrificio, su presencia me fue insoportable. A duras penas podía evitar que mi rencor estallara, y continuamente tenía que ahogar en mis labios los reproches que me subían desde el fondo del alma.

Era un enorme deseo de gritarle: "¡Asesino! Has destruido mi dicha, has robado toda mi felicidad interponiéndote en el camino de Ramiro, de mi adorado Ramiro, de mi único e infinito amor. . ."

Casi no contestaba a sus preguntas, y él, sin saber los motivos de mi desgano, de mi mal humor, volvíase obsequioso, redoblaba sus atenciones, torturándome con tentativas de caricias, que yo rechazaba como si fueran picaduras de víboras.

Él lo aguantaba todo, lo toleraba todo, suplicándome, implorándome una explicación que yo no podía darle.

En un principio pareció resignarse al rigor con que yo me aislaba de él, de sus caricias, de sus derechos de esposo. Hasta que ayer. . .

¡Oh, Ramiro, qué doloroso es lo que tengo que contarte y qué esfuerzo tengo que realizar al hacerlo! Pero es menester, para que me comprendas, para que te des cuenta de mi situación y me permitas ir a tu lado.

Ayer, el intruso se rebeló y me exigió lo que hasta entonces sólo me había suplicado.

¿Me entiendes, Ramiro? ¿Te das cuenta de mi situación, del horrible trance en que tu negativa me colocó?

Me negué, como siempre, y entonces él, perdiendo la paciencia, intentó un acto de fuerza.

Fue una escena brutal, que me llenó de asco y repulsión. Grité, me debatí, arañé, me defendí como una leona, pero todo en vano. Cuando sentí que iba a sucumbir ante la fuerza, cuando me hallé junto al borde del abismo y vi su cara junto a la mía transfigurada por un ansia bestial, cuando sentí su aliento quemarme el rostro, entonces apelé a un recurso supremo, y le vomité todas las injurias que me vinieron a la mente.

— Cobarde, canalla; sólo así me tendrás, porque soy de otro, de otro a quien quiero, a quien amo. . . A ti te odio; tú me das asco, por ruin, por pequeño, porque eres incapaz de hacerte querer. . .

Presa de un estupor indefinible, sus brazos se aflojaron y me dejó en libertad. Pero fue sólo un instante. La reacción vino en seguida, y me interpeló:

— ¿Qué es lo que dices? Repítemelo. . . Repítelo.

Parecía un loco.

Me cogió de las muñecas, y, retorciéndomelas, me exigía:

— Repítelo, repítelo.

Yo no le contesté.

Entonces él me llenó de insultos, de denuestos, y al ver que yo lo aceptaba todo en silencio, levantó la mano y me pegó. . . Sí, Ramiro; me pegó, en pleno rostro, con todas sus fuerzas.

— Toma, ramera, maldita.

El golpe fue tan fuerte, que me desvanecí.

Cuando volví en mí, lo hallé a mi lado, arrepentido, pidiéndome perdón.

— Perdóname, Celia; fue un momento de locura, de irreflexión. Tú me habías exasperado. . . ¿Por qué me has dicho eso? ¿Por qué has inventado eso?

No le contesté. Me levanté y me encerré en mi cuarto.

Durante un rato le oí girar junto a la puerta. Luego me dijo que una vez que me tranquilizase íbamos a conversar.

Entonces yo me vestí y sigilosamente me escapé, llevando como único equipaje el paquete de tus cartas.

Ahora estoy en casa de mamá, quien se ha puesto furiosa al verme y me amenaza con conducirme a casa de él.

¿Lo oyes, Ramiro? Estoy sola, desamparada, sin un refugio, amenazada con la tortura de volver a sufrir la humillación de otra escena de violencia, porque nunca, jamás, me resolveré a ser suya.

Soy yo, ahora, la que necesita protección, la que te implora ayuda, y tú, Ramiro, no podrás menos que tenderme la mano, que ampararme. No puedes abandonarme, ahora que eres mi única esperanza de salvación, el único camino que me queda expedito.

Tú no puedes imponerme el sacrificio de vencer mis pudores, mi asco, y entregarme al intruso como una mujer pública.

Ramiro, mi Ramiro: dime una sola palabra, se bueno una vez más, compadécete de mí, hazlo por caridad, por compasión, si es que tu cariño, ese cariño en que tanto hemos soñado, no basta para decidirte.

No deben detenerte tus escrúpulos caballerescos. Ya ves que ahora nada puedo perder. Mi situación es tan desesperada que cualquier solución la mejorará . . . cualquiera ... y tú puedes darme toda la felicidad, toda la dicha, a que mujer alguna aspiró jamás.

A tu lado, Ramiro, seré tan feliz, tanto, que tú mismo, al ver mi enorme alegría, mi infinita satisfacción, mi indefinible dicha, te sentirás contento de ser tú el que la has producido, por haber salvado a tu Divina, esa Divina por quien tanto sufriste y que tanto te quiere, de la más espantosa desesperación, del más doloroso y torturante de los martirios.

Te lo pide tu Celia, tu pequeña Celia, que sólo por ti vive, a quien la enseñaste a querer como te quiere, a quien le prometiste hacer dichosa y a quien hoy pretendes abandonar en medio de la más espantosa de las angustias.

Pero no, no lo harás; me llevarás contigo, porque eres demasiado bueno para desampararme, para dejarme morir de dolor a tu puerta, sintiendo mi voz que te llama . . .

No lo harás, porque me quieres demasiado, porque te sobra dignidad para prohibirte que me arrojes en los brazos de otro, para obligarme a dar a otro lo que sólo es tuyo, lo que te pertenece, lo que no puede ser de nadie más que de ti.

Y si hace falta otro argumento para decidirte, evocarás el recuerdo de la escena que hoy te relato. Me verás maltratada, golpeada por ese bruto, por esa bestia en celo que quiere poseerme a la fuerza, y entonces, aunque no lo quieras, aunque tu voluntad se oponga, tu amor, el amor que por mí sientes, Ramiro, se rebelará junto con toda tu hombría para impedirlo.

Y yo correré a tu lado.

Y te besaré, te estrujaré entre mis brazos, pegaré mi boca a la tuya, me confundiré contigo, te amaré, te llenaré de ternuras, de caricias, seré tuya, toda tuya. . .

Y la muerte, condolida de nuestro amor, apiadada de nosotros, no se animará a separarnos.

Dios se lo ha de impedir.

Y si es necesario que nuestra dicha busque otro escenario, si este mundo resulta pequeño para albergarlo, moriremos juntos, confundidos en un último e infinito abrazo, llevando en los labios el sabor del último beso, en la carne la dulzura de la última caricia y en el alma la enorme dicha de saber que ya nunca, nunca, hemos de separarnos.

Juntos, Ramiro, siempre juntos. . . ¿A qué otra cosa podremos aspirar?

Me siento incapaz de afrontar la vida sin ti. Eso sería condenarme al suplicio de una muerte lenta, dolorosa, de un martirio inhumano . . .

No: nuestro amor ha llegado a un grado tal, que sanciona definitivamente nuestra unión.

Si es posible, si Dios lo quiere, juntos continuaremos viviendo. Y si nuestra jornada ha concluido, si sonó ya la hora impostergable de la terminación, juntos también dormiremos nuestro sueño de eternidad. . .

Ramiro, mi adorado, mi dueño, mi vida, mi amor, mi ilusión, mi esperanza, mi Dios, mi todo: tu Divina espera tu llamamiento.

Celia.
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