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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 72

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 72

De Enrique Varela a la Señora Celia Gamboa de Asparón

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Señora:

Ramiro está agonizando. En esas circunstancias, he creído de mi deber interceptar su última carta y leerla yo antes de dejarla llegar a sus manos, pues una impresión fuerte le sería fatal. Por eso, señora, no he dejado que su carta llegue a su poder. Hay en ella amargura y dolor suficientes para matarlo. Y usted no puede querer eso.

No tome usted a mal mi injerencia. Ramiro es mi hijo, y usted, a quien él tanto quiere, ocupa también en mi corazón el lugar de una hija. Vea, pues, en mí a un padre, pues su abnegación, su sacrificio y el gran amor que profesa a Ramiro le dan amplios derechos sobre mi afecto.

Y ahora, hija mía, pasemos a su carta.

Para Ramiro, su visita sería la más grande, la más inalcanzable de las dichas. Continuamente, en momentos en que la fiebre lo hace delirar, la nombra y la llama. A veces cree sentirla a su lado, y veo pintarse en su rostro una expresión de dicha tal, que es la demostración más evidente de la intensidad de su cariño.

Puede decirse que aun vive, sostenido por la alegría que le han producido sus últimas cartas. Cuando él ya la creía una extraña en su vida, usted ha tenido la generosidad de volver a él, endulzándole sus últimos momentos. Pero a pesar de todo, a pesar de ese gran cariño, a pesar de la gran dicha que causaríale su visita, creo interpretar sus sentimientos y sus deseos rogándole que no venga.

Mi pobre hijo está perdido. Trate de salvarse usted, hija mía, refrenando su dolor, acallando su pena y tratando de reconstruir su vida al lado de su marido. Nada se remediaría si usted viniera, y en cambio usted tendría que sufrir mucho después.

Mi egoísmo de padre no llega hasta el punto de permitir su generoso sacrificio. Es necesario resignarse y aceptar la suerte que nos ha deparado el destino. Se lo digo yo, hija mía, que soy padre, que no tengo a nadie más que a Ramiro en la vida, a ese pobre muchacho en el que está reconcentrado todo mi afecto, toda mi existencia. Se lo digo yo, que daría hasta la última gota de mi sangre para evitarle una pena o producirle la más ligera satisfacción, yo que consideraría una merced del cielo, la más ansiada, la más grande, la más dulce, el poder morir para que él viva, el poder reconstruir su dicha a fuerza de sufrir yo mismo los tormentos más horrorosos, los dolores más lacerantes.

¡Oh! ¡Si me fuera dado tomarlo entre mis brazos, como cuando era pequeño, apretarlo contra mi pecho y transmitirle toda la vida que me queda y que a él se le está concluyendo!

Si Dios fuera justo permitiría que fuese yo el que muriera para que él siguiera viviendo, que yo padeciera, para que él gozase. . . porque así los dos seríamos más felices: él, gozando de la vida y de su cariño, hija mía, y yo con el goce voluptuoso de sufrir por causa suya.

¡Pobre hijo mío! ¡Qué mala es con nosotros la vida!

Señora: He interrumpido esta carta porque me ahogaba el llanto, y he llorado, he llorado mucho antes de poder reanudarla. Pues bien: A pesar del inmenso cariño que le profeso a Ramiro, a pesar de mi enorme desesperación, a pesar de mis infinitos deseos de proporcionarle la alegría de su visita, le ruego que no venga, que no se sacrifique usted.

Y lo hago porque sé que cuando en el primer momento lúcido se lo diga a Ramiro, él va a aprobar mi conducta y va a agradecérmelo.

Y ahora, hija mía, reciba usted todo el afecto paternal de

Enrique Varela.

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