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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 56

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 56

De Ramiro Varela a Celia Gamboa

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Divina :

Perdóname si te tuteo y sí mi pluma, llevada por la fuerza de la costumbre, te llama Divina, cuando debiera decir señorita; perdóname, pues es esta mi última carta, y no puede ofenderte.

Acabo de recibir la tuya. No mayor impresión me hubiera causado la vista de la mayor de las catástrofes: y es que ninguna lo hubiera sido tan horrible para mí.

¿Cómo tu mano, Divina, esa mano buena, santificada por mis besos, pudo haber escrito esa carta? ¿Cómo es posible que no se negara a ello, que no rompiera la pluma que empuñaba, que no desgarrara el papel sobre el que escribía mi sentencia de muerte?

No has tenido piedad, Divina, esa piedad que te fuera necesaria para impedirte que me asesinaras. Ahora me explico tu silencio anterior, ahora me explico que no te hayan conmovido mis cartas, ahora me explico hasta lo inexplicable, porque dejando de creer en ti, ya no puedo creer en nada. ¡Hasta el absurdo me resulta lógico!

¡Quieres a otro! Era necesaria esa confesión para que yo lo creyera. Era necesario verlo escrito por tu mano, leerlo con mis ojos y releerlo cien veces para convencerme.

¡Quieres a otro!

Y ese cariño, Divina, ese cariño que me quema el corazón como una brasa, te hace ser injusta conmigo. Comprendo que me pidas que me borre de tu camino. Comprendo que defiendas a tu novio, pues con eso defiendes tu felicidad. Comprendo que me odies porque comprendo que me sientes un intruso en tu vida. Pero lo que no puedo comprender, lo que no podré comprender nunca es que me atribuyas las intenciones que no has titubeado en estampar en tu carta.

Yo puedo equivocarme, puedo cometer errores, puedo, llevado por mi desesperación, haber hecho lo que no debí hacer . Pero así, alevosa, canallescamente, trazar un plan para perjudicarte, ensañándome contigo, contigo. Divina, por quien daría habita la última gota de mi sangre, hasta el último aliento de mi vida, contigo, que lo has sido y lo eres todo para mí, contigo, que eres lo único que me continúa atando a este mundo, contigo, mi Dios, mi religión, mi esperanza, mi bien, mi amor, mi único e infinito amor. . . ¡Oh, Divina! ¿Por qué me has escrito eso?

Hubiera bastado que expresaras tan sólo un deseo, para que yo, como un esclavo te obedeciera, para que evitara todo incidente para que una vez producido me deshonrara pidiendo excusas a tu novio, aunque después tuviera que suicidarme; hubiera bastado una palabra, un gesto. . . una palabra, un gesto que no tuviste, que no quisiste tener. Has preferido enviarme esa carta, esa carta más cruel, más dolorosa, más mortal que una puñalada, que un veneno, que el más atroz y refinado de los suplicios.

El amor que ahora sientes por otro te torna cruel. Divina, y tu crueldad llega a extremos inauditos, inconcebibles: llega hasta a negar la existencia de mi amor. ¡Y has podido escribir eso sin que te temblara el pulso, sin que tu corazón te gritara que es mentira, que es la mayor blasfemia, el mayor sacrilegio que jamás cruzó por labio alguno, que jamás maquinó cerebro humano!

¡Me torturo el cerebro, me reconcentro en mí mismo, aunque yo no quiera aceptarla, aunque yo prefiera morir antes que convencerme de su realidad: Quieres a otro. . .

Ahora, Divina, todo ha concluido. Ya no quiero, ni siquiera explicarte mi actitud.

¿Para qué? De todos modos, mis palabras no tendrían eco. Cuando se ha podido escribir la carta que me has escrito, ya todo es posible, y todo esfuerzo resultaría inútil.

Abandono la lucha. Divina.

Y junto con la lucha, abandono la vida.

Es una cosa inútil, una cosa despreciable, que si no doliera tanto, si no hiciera sufrir tanto, no valdría la pena ni de quitársela.

Hoy voy a batirme con tu novio. Es decir, hoy voy a hacerme matar por tu novio. Así voy a brindarte el placer de proporcionarle a él una ocasión de arrojar a tus pies mi cadáver. El cadáver de un mal hombre, de un canalla, de un martirizador de mujeres indefensas.

No temas, pues, por él. No solamente no voy a atacarlo, sino que tampoco voy a defenderme. Y ahora te juro, que va a ser con voluptuosidad, con placer (con el único placer que aun puedo gustar, la única voluptuosidad que me permite la vida), como voy a abandonarla.

Sé feliz. Divina, y olvídame.

Lo conseguirás, porque amas, y el amor es egoísta.

Pero si alguna vez, en una cruda noche de invierno, cuando apelotonada junto a tu amado, veas consumirse el fuego en la chimenea, cruza mi recuerdo por tu memoria, como una racha helada que se cuela por una puerta que se abre y vuelve a cerrarse en seguida, no dejes que permanezca en tu alma. Recházalo sin piedad, con la misma dureza que me condenas ahora, porque en tu corazón, todo de otro, no habrá un lugar propicio para mi recuerdo.

Me añorarías con amargura, con odio, quizá, y esto es lo más probable, con indiferencia.

Y yo prefiero que me olvides, yo, Divina, que voy a morir pronunciando tu nombre.

Ramiro.
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