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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 57

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 57

De Celia Gamboa a Beatriz Carranza

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Estoy pasando por un momento de verdadera angustia, y hasta de desconcierto. Tú estás ya interiorizada de todos los detalles de mi situación. Sabes que desde hace mucho tiempo — desde aquella fingida partida para Europa — no volví a recibir cartas de Ramiro. Fue inútil que esperase sus explicaciones. Nada. Nada más que el ridículo de aquel telegrama mío a bordo del barco, y devuelto por la agencia por no encontrarse al destinatario, el que no figuraba en la lista de pasajeros. Pocas veces sufrió mi amor propio como entonces. Luego el silencie, ese silencio inexplicable que me ha arrojado en brazos de Alberto. He concluido por convencerme de que no fui más que un capricho para Ramiro, algo que no tuvo más importancia que la posibilidad de tomarme. Una vez que le fallaron sus propósitos, se despreocupó de mí. Y mi despecho, mi pena, mi dolor han sido tan grandes, que he substituido el cariño que antes le tenía por odio, por un odio que . . . que siempre me hace pensar en el. Me he querido convencer de que quizá no sea tan culpable como yo creo, pero la realidad es demasiado brutal y se encarga de desmentir a mis deseos. Ramiro no me quiere, ni me ha querido nunca. Tan sólo me ha deseado, y lo que es peor aún, no pierde las esperanzas de hacerme suya. Para eso no vacilará ante cualquier medio, pues todos le parecen buenos para llegar a su fin.

Por eso, hace días ha provocado en una forma miserable a Alberto, a quien obligó a enviarle padrinos. Entonces yo, indignada, escribí a Ramiro una carta que no dudo ha de haberle dolido, pues lo trataba en forma despiadada. No me la ha contestado. Y ahora, en este momento, han de estar batiéndose.

Alberto es un muchacho fuerte, pero inhábil para el manejo de las armas, en que Ramiro es maestro. No quiero, pues, pensar en los resultados de este lance. Ramiro va a herir a Alberto, creyendo con ello acrecentar ante mí sus prestigios. Y yo voy a odiarlo por cobarde y por injusto. Por cobarde, porque es una cobardía haber obligado a ese pobre Alberto a ir a un lance, y por injusto, porque va a desahogar en un inocente la rabia de su fracaso.

Alberto ha querido reconfortarme diciéndome que el lance es a pistola, y que él ha pasado toda la noche tirando, con bastante puntería.

— Verás: voy a matarlo, por compadre.

Entonces a mí se me ha presentado la visión del cuerpo de Ramiro exangüe, desangrándose, muriendo poco a poco . . . y he sentido una gran angustia, una gran pena.

Y es que, a pesar de todo, Beatriz, a pesar de su conducta, de su falta de cariño y de mi voluntad, lo sigo queriendo . . . pero no, estoy diciendo tonterías. No, no lo quiero. Pero tampoco puedo odiarlo. Qué estúpida soy, ¿verdad?

¿Qué quieres Beatriz? Las mujeres, por no sé qué aberración inexplicable, somos así: raras veces reaccionamos ante la dureza con que se nos trata. Lloramos, sufrimos, pero no podemos dejar de amar.

Perdóname estas digresiones, Beatriz, pero es que necesito hacer algo, pensar en algo para entretener a mis pobres nervios torturados. Piensa que ahora, en este momento, Ramiro y Alberto se están batiendo.

¡Oh, Dios mío, Dios mío, haz que pase pronto este instante!

Calcula, Beatriz, qué angustia la mía, sea el que sea el resultado del lance. Si llega a herir a Alberto, si llega a matarlo, yo seré la culpable, yo, que lo he mezclado en mi vida, sin afecto, sin cariño, que lo he usado como a una cosa, por despecho, por tristeza, por cansancio.

Voy a rogar a Dios que lo proteja, que no permita ese asesinato, porque ahora sí que estoy segura que Ramiro va a matarlo.

En este momento suena el timbre del teléfono. Está en la habitación contigua y sé que es para mí. Más aún. Sé que es para comunicárseme el resultado del lance. Tengo un presentimiento que adquiere caracteres de certeza.

Y no me animo a ir a cerciorarme. El teléfono. El teléfono sigue llamando, y yo me encuentro como pegada, como atada a mi silla y continúo escribiéndote y desearía que nadie atendiera al teléfono. Sé lo que van a decirme: Alberto está moribundo. Y yo no quiero escucharlo, no quiero oirlo, no quiero ni tan sólo pensarlo. Oigo pasos que se dirigen al teléfono. Es la criada.

Me llama.

— Es para usted, "niña" Celia.

¡Dios mío. Dios mío, qué va a pasar!

Beatriz, lo que he escuchado es horrible, horrible. ¡El herido es Ramiro, es Ramiro, mi Ramiro, mi pobrecito Ramiro! Yo voy a enloquecer, Beatriz...

Celia.
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