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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 30

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 30

De Ramiro Varela a Alberto Ponce

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Alberto:

Sólo ahora me doy cuenta del enorme lugar que ocupa Celia en mi vida.

Hace unos días te decía que estaba destinada a desaparecer de mi horizonte sentimental. Hoy advierto lo equivocado que estaba.

La quiero, Alberto, la quiero como hasta ahora no he querido a nadie; como no sospechaba que era capaz de querer. Pensando en ella, todo lo demás carece de importancia; nada de nada me importa ya.

Lo que yo creía que era una desnaturalización de mi cariño no es más que una nueva fase, más completa, más absoluta, más definitiva.

Ahora Celia es para mí, no una mujer, como te decía, sino la mujer, esa mujer a quien quiero y deseo con toda mi alma y con toda mi carne.

He estado equivocado al pensar que el deseo iba a anular al amor. ¡No! El verdadero amor no puede independizarse de la carne, como la llama no puede independizarse del leño que la produce, como no puede existir el agua sin el manantial, las flores sin las plantas, el día sin el sol.

Hace unos días que no la veo y estoy como enloquecido. Siento que me falta algo, que estoy vacío desde que no puedo saciar mis ojos en su contemplación, mis labios con sus besos, mis oídos con sus palabras, mi cerebro con la idea de que pronto voy a verla, mi corazón con la esperanza de que se cumplan mu deseo.

Celia es para mí la mujer, esa mujer cuyas cualidades estaban representadas para mí en dos mujeres: en una, Celia, el espíritu; en otra, Antonieta, la carne. Por eso las quería a las dos, porque, en realidad, las dos no formaban más que una sola en mis ansias. Pero ahora, Celia ha absorbido a la otra, y en ella se ha refugiado todo mi querer y todo mi deseo.

Siento una necesidad imperativa, absoluta, de hacerla mía. Y a pesar mis propósitos de respetarla, de esperar el día que ya considero ineludible de nuestro matrimonio, cuando estoy a su lado y la veo tan bella, tan incitante, tan llena de encantos, se despierta la bestia que llevo dentro, dando como resultado escenas de las que después me arrepiento, pero en las que vuelvo a incurrir en la primera ocasión.

Ayer se produjo una.

Habíamos ido al Tigre, en excursión, junto con otras chicas, muchachos y familias.

Almorzamos en una de las islas del delta, y cuando las mamás se disponían a descansar, el elemento joven organizó, en botes de paso, una excursión por los canales.

Yo, pretextando cansancio, me quedé, y Celia conmigo. Fuimos a sentarnos bajo unos sauces a orillas del río. A esa hora, y una vez que nuestros acompañantes se hubieron retirado, el sitio estaba solitario.

Sólo de vez en vez pasaba un botero con su barca cargada de leños o do fruta, remando trabajosamente hacia el poblado.

Formé, con hojas secas, una especie de lecho, de nido, y en él se recostó Celia, sentándome yo a sus pies.

Estaba bella como nunca, en su trajecito claro, ceñido al cuerpo, cuyas líneas esculturales se diseñaban bajo el “sweter" y la faldita de franela.

Nuestra conversación, como de costumbre, recayó sobre nuestro porvenir. Empezamos a imaginar la dulzura de la vida que nos esperaba, y, poco a poco, entusiasmándonos con la visión de lo futuro, fuimos acercándonos el uno al otro.

Tomé una de sus manos y silenciosamente comencé a besarla.

Ella había cerrado los ojos, y en un imprudente abandono de sí misma, dejaba que mis labios acariciasen sus manos, besándolas en las muñecas, en la palma, en el dorso, en los dedos, en las uñas.

— ¿Me quieres mucho?

— ¡Oh! sí, te quiero.

Y casi al oído, con voz susurrante, comencé a hablarle de mi amor, de nuestro dulce tirano.

Mis palabras salían a borbotones, apenas interrumpidas por nuestros besos, sin preocuparme del sentido de las frases, musitando en todos los tonos el eterno "te quiero. . . te quiero mucho".

Hay momentos en que no se nos ocurre otra cosa, y en que, por otra parte, sería imposible querer buscar en frases literarias más elocuencia que la que encierra ese formidable "yo te quiero. . . te quiero mucho".

Parece que esas sencillas palabras adquieren nuevos y extraños significados, satisfaciendo ampliamente todas nuestras ansias te ternura.

Celia se abandonaba a la dulce embriaguez de mis besos y de mis "te quiero", dejando que mis labios subieran por sus brazos, besándolos levemente, con besitos que no eran más que un rozamiento, una tenue caricia, un casi eterno contacto.

Y yo sentía en mis labios el estremecimiento de su epidermis, el temblor de su carne, el divino temblor en que se rebelaba su deseo.

Entonces la besé en la boca, en los ojos, en la frente, en el cuello, en las orejitas sonrosadas y breves, en la nuca, para volver en seguida a la boca, graduando mis besos, como las notas de una sinfonía, desde el levísimo posar de los labios, como el de una brisa que pasa, hasta la presión que lastima y enloquece.

— Te quiero, divina, te quiero mucho. . .

Ella no me contestaba. Parecía ebria de ternura, desfalleciente, en una suprema claudicación de su resistencia.

Con los ojos cerrados, la boca entreabierta, la respiración acelerada, era como una invitación al pecado ...

Mis labios bajaron por su cuello en busca de la gloria de sus senos, que parecían pugnar por salirse de entre las ropas.

— No, no por Dios, mi Ramiro . . .

Pero su resistencia no era más que un resto de instintivo pudor.

— Divina . . . divina . . .

El canto de un barquero hizo que reaccionáramos, cuando ya nada nos hubiera detenido al borde de la dicha.

Lo dejamos pasar, y una vez que se perdió río abajo, yo quise volver a besarla. Pero era ya tarde. El momento propicio había pasado.

Debí resignarme y esperar otra ocasión. Pero mi deseo, mi loco deseo me vedó toda reflexión.

Rogué, supliqué y, cuando vi que todo era en vano, quise exigir.

— ¡Ramiro!

— ¡Te burlas de mí!

La había aferrado por las muñecas. . . y se inició una lucha sorda en la que ninguno de los dos cejaba.

Yo soy el más fuerte, y, ella que lo advirtió, aprovechó una coyuntura que permitió un descuido mío, y desasiéndose de mí se puso de pie y corrió hacia las casas.

Durante todo el resto del paseo evitó el encontrarse conmigo.

No pude hablarle a solas.

Y ahora le he escrito, pero ya sin esperanza de conseguir nada.

Pero no me importa. Lo único que he sacado en limpio de mi aventura y de estos días de ausencia que le han seguido, es que Celia es para mí, no ya un capricho ni un motivo de emoción, sino una necesidad, una absoluta e impostergable necesidad.

Y siendo así, no veo obstáculo que no me atreva a saltar, ni resistencia que no pueda vencer.

Ramiro.

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