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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 29

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 29

De Ramiro Varela a Alberto Ponce

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Querido Alberto:

Vas a burlarte de mí, como siempre. Pero, esta vez será con razón. Por eso te voy a contar mis desventuras. Porque como son hijas de mi escasa habilidad, voy a castigarme dándote motivo para que te burles de mí. Conoces mis dobles amores. Atado por el deseo de Antonieta, esclavo de su carne, mi espíritu, mi juventud se entregaba a la ternura de Celia, novia ideal, puro espíritu, pura alma, y en verdad que no eran dos amores, sino uno solo, completo, que yo repartía entre dos mujeres.

A las dos las quería, pues ambas se complementaban para formar el ideal de la mujer completa. Y vivía feliz, repartido entre el cariño de una y los arrebatos de la otra. Alternativamente podía gustar la caricia que enloquece y la inocencia que intimida.

Pero nada dura en esta vida. Antonieta sospechó siempre de mí, de la existencia de mi otro amor, e hizo todo por combatirlo. Yo he procurado en vano convencerla de que no había nada. Una vez me enojé y me fui. Esa tarde hizo una tentativa de suicidio, que me llevó nuevamente a sus brazos. Luego pareció acostumbrarse a la idea de compartirme y . . . es molesto, difícil de decir, pero poco a poco fue ganándose mi confianza, hasta hacerse mi confidente.

— Yo te quiero un poco maternalmente — me decía. — ¡Hay tanta diferencia de edad entre nosotros! Cuéntame todo. Prefiero saberlo a imaginar otra cosa. Verás cómo seremos buenos amigos.

iAh! ¡Qué mal hice en confiarme I Poco a poco, dándome consejos, excitando mi amor, fue envenenándolo hasta desnaturalizarlo, hasta convertirlo en una pasión avasalladora, que exige saciar la sed de deseo que hasta entonces no había sentido.

Mi novia fue convirtiéndose en mujer, fui viendo en ella encantos que hasta entonces no me preocuparon. Comencé a imaginar escenas que antes me hubieran horrorizado, y cuando, enloquecido, me arrojaba en los brazos de Antonieta, era a Celia, a la dulce Celia de mis sueños, a quien poseía.

Y es claro, el ídolo cayó de su pedestal. Ahora la deseo, la deseo locamente, con un deseo que ha matado mi amor primero.

La pobre chica se defiende aún, pero también está envenenada por mis caricias, por las caricias que por mi intermedio llevan hasta ella la maldición de la otra . . . Ahora me ha escrito una carta que me ha conmovido. ¡Pobrecita! Me habla de mi madre, para oponer una valla a mis entusiasmos. Yo he cedido, prometiéndole no volverle a pedir nunca lo que siempre debe negarme. Pero sé que es inútil, que no podré cumplir mi palabra.

Ahora es ella para mí como la otra, carne que esconde secretos que ansío, siendo, además, mil veces más apetecible, pues me está vedada.

Y si algún día la hago mía, si algún día la equiparo a la otra, entones sí que la habré perdido para siempre, pues no podrá luchar con la otra, sabia poseedora de mil artificios, conocedora de mil secretos que enloquecen.

¿Qué puede hacer ella, pobre chica, buena e ignorante al lado de la otra, perita del amor y de la lujuria?

¿Y yo?  Yo ya no sé lo que me pasa, ya no veo diferencias, pues mi deseo está encendido y no lograré apagarlo nunca.

Celia está destinada a no disputarme a Antonieta. Si no cede, sé que voy a alejarme. . . y si cede. . . también me alejará la desilusión, pues la otra, la novia de mi pureza, habrá muerto ya en el derrumbamiento de todos mis idealismos.

Ramiro.

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