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Amado Nervo

"El diablo desinteresado"

Capítulo 7

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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El diablo desinteresado
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¿Y el diablo?

¿Qué había sido del diablo? ¿Qué había pasado con el diablo?

Quizá, amigo mío, has juzgado a Cipriano un ingrato y lo has absuelto en tu fuero interno, pensando que, en suma, al diablo no se le debe ninguna gratitud.

Yerras, amigo mío; la gratitud se la debemos a todo el que nos ha hecho bien.

Un hombre justo, ni al diablo le niega lo que le es debido.

¿Te imaginas a Sócrates, por ejemplo, desagradecido con su «demonio»?

Ya, ya sé lo que vas a contestarme: que el demonio de Sócrates, el Daimon, mejor dicho, no era un diablo.

«Era -dice Platón- cierta voz divina que se dejaba oír en él, que le detenía en algunas de sus empresas y que jamás le impulsaba a ninguna».

Jenofonte cuenta en su libro de la muerte de Sócrates, que este filósofo dijo después de su condenación: «Ciertamente ya había yo preparado dos veces una defensa de mi inocencia; pero mi demonio me lo impide y me contradice».

Esta actitud inhibitoria sugerida por el Espíritu, llevó, pues, a Sócrates a la muerte. Sin embargo, él la agradeció, encontrando que la muerte era un bien: el remedio único contra «la enfermedad» de la vida... («¡No olvidéis de sacrificar un gallo a Esculapio!»)

-¡Ah! -objetaréis aún-; pero si un daimon puede hacer bien, un diablo no creemos que lo haga nunca.

Opino como vosotros: teóricamente, un diablo no debe ocuparse más que de hacernos mal; pero si, por un imposible, nos hiciese un bien, ¿no le deberíamos gratitud?

Había un santo varón que no sólo lo hacía al diablo la justicia de pensar que sin él no habría sido posible la culpa y, por lo tanto, no habría habido Redención (felix culpa, canta la Iglesia), sino que oraba todas las noches por que Dios perdonase a Satán (lo cual, en suma, acabará por suceder, según Orígenes... ¡supuesto que el diablo se arrepienta!).

Un día vínole cierto escrúpulo, y contó a su confesor lo que hacía.

El confesor, fraile severo, de manga estrecha, amonestole con acritud, diciéndole que era un pecado orar por el diablo.

Volvió el santo hombre a su celda lleno de tribulación; pero se consoló pronto y se sintió confortado al advertir una sonrisa -una celeste sonrisa de indulgencia- en la faz de su crucifijo. («Bienaventurados los simples de corazón...»).

Cipriano, pues, no era ingrato, no; pensaba en su diablo con frecuencia.

Aquel buen señor, que bajo las especies de Mefisto le estaba ayudando de una manera tan hábil, tan discreta, tan eficaz, merecía su más cariñoso reconocimiento.

Hubiera querido verle, hablarle; pero cierto día, en que fue a visitar a Madame Dupont con el exclusivo fin de preguntarle «las señas del diablo», ella se echó a reír con la sonora risa que ya hemos oído.

Sin embargo -dijo Cipriano, picado en su amor propio-, ¿no fue por insinuación suya por lo que usted me invitó aquella tarde?

-Ciertamente; pero usted comprende que, a pesar del frío que hace, yo no voy a tener corazón de enviarle a usted al infierno para que busque a su protector...

-Vamos, no se ría usted de mí. ¿Dónde vive ese señor?

-Ese señor, amigo mío, es un verdadero diablo, y mientras no quiera revelarle directamente o por mi conducto el sitio donde usted pueda verle, ¡yo nada diré!

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