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Amado Nervo

"El diablo desinteresado"

Capítulo 6

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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El diablo desinteresado
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Lector, fíjate bien: hace ya quince días que la señorita Laura Constantin, hija del señor Víctor Anatolio Constantin, del Instituto, acompañada de su muy estimable madre, y algunas veces de Madame Dupont, va a las once de la mañana al taller del pintor.

En estos quince días, Cipriano, que era un artista de primera fuerza, no manifestado aún; que, sin haberse aún percatado de ello, poseía un exquisito temperamento, se ha descubierto, en primer lugar, a sí mismo, como acaba por descubrirse, merced a un relámpago interior, todo talento en germen, antes de mostrarse en su plenitud a los demás.

El amor le ha revelado la fuerza que poseía, le ha hecho ver aquello de que era capaz, ha alumbrado su potencialidad escondida con luz súbita de reflector (diremos la palabra para meternos dentro de la actualidad en asunto de luces...) ha cambiado su desánimo en entusiasmo.

Monsieur de Jourdain hablaba en prosa sin saberlo. «Monsieur» de Urquijo era, sin saberlo, un gran pintor «en cierne»... (como dice el ilustre Rodríguez Marín y afirma el maestro Cavia que debe decirse cuando se trata de una cosa o persona).

Cuando lo supo, una gran fe empezó a florecer en su espíritu.

La fe aumentaba la fuerza, y la fuerza acrecentaba la fe.

Los compañeros que iban a ver el retrato quedábanse admirados.

La verdad es que casi ninguno de ellos había creído en el talento de Cipriano (hay que advertir que tampoco en el talento da los otros camaradas, limitándose cada uno a creer en el talento propio y a despreciar a los demás, como es de rigor, en el sigilo de su corazón).

Voló de boca en boca por Montparnasse la fama del joven artista hispanoamericano, y no hubo pintor del barrio que no acudiese a la rue Campagne Première.

En cuanto a Madame Constantin y a su hija, estaban encantadas. Monsieur Víctor Anatole Constantin, del Instituto, no tuvo más remedio que ir un día al taller. Encontró el retrato d'une ressemblance frappante; se entusiasmó; rectificó su juicio acerca de los extranjeros en general y de los artistas hispanoamericanos en particular, y acabó por invitar a comer a Cipriano.

Durante los quince días aquellos el joven había trabajado en éxtasis, como Fra Angélico.

Su subconsciente -que, como sabernos, es el que trabaja en realidad, no sólo en los artistas y los poetas, sino aun en los hombres de ciencia; testigos: Condorcet, Franklin, Condillac, Arago, Maignan, Bardach, etc., etc.-, su subconsciente estaba pintando el retrato. Él no hacía más que mover, como en estado de sonambulismo, los pinceles; mezclar los colores, arreglando todo lo relativo a «la cocina», y mirar, eso sí, mirar sin descanso a la mujer amada.

La comida a que le invitó el padre de Laura fue el colmo y remate de aquel superno éxtasis de dos semanas.

¡La cara que puso la portera cuando le vio entrar, erguido, altivo y subir majestuosamente, dándose «postín», la escalera, hasta el «segundo izquierda»!...

Ya no más, en las tardes nebulosas, se helaría los pies en las húmedas aceras del bulevar, mirando si tras de los visillos de una ventana se encendía una luz o se adivinaba una silueta.

Ya no más, como el gran lírico alemán, se preguntaría si era el viento el que agitaba las cortinas, o la mano de su adorada.

¡Con qué dulce familiaridad lo recibieron!

¡Con qué amistoso impulso le tendió ella -¡ELLA!- la mano, el lirio impoluto de su mano!

Monsieur Constantin no llegaba aún. Madame Constantin fue a dar algunas órdenes y les dejó solos un momento..., creo que cinco minutos.

¡Qué poco!, dirás, oh descontentadizo lector... Pero es que tú no sabes lo que son cinco minutos.

Cinco minutos pueden engendrar sinnúmero de posibilidades; en cinco minutos hay tiempo para el mayor crimen o para el mayor heroísmo... Si quieres, lector, saber lo que son cinco minuto», oye esta historia: Un reo comparece ante el Tribunal del pueblo. El defensor prueba hasta la evidencia, echando mano de testimonios y documentos, que el reo (acusado de robo con fractura y asesinato) no había podido cometer aquellos delitos, por la sencilla razón de que cinco minutos antes y cinco minutos después de perpetrado se le había visto fuera de la escena del crimen. Esto era casi probar la coartada.

«En cinco minutos, señores -concluía el defensor-, es imposible saltar las tapias de un jardín, romper un vidrio, abrir la vidriera, entrar, matar al dueño de la casa, llevarse los valores forzando un mueble y escapar escalando de nuevo la tapia»...

El Jurado se impresionó; el reo hubiera sido absuelto. Pero el agente del Ministerio público solicitó del juez que antes que los jurados deliberasen, los asistentes permanecieran en silencio durante cinco minutos, a fin de que todo el mundo se diese cuenta de lo que estos cinco minutos significaban.

El juez accedió, y mientras oscilaba el gran péndulo de la sala un silencio imponente permitía oír las respiraciones...

¡Aquellos cinco minutos no acababan nunca!

Los asistentes, al compás del reloj imaginaban, sin duda, diversas fases del delito y encontraban que había habido sobradísimo tiempo para cometerlo.

Cuando hubieron pasado los interminables trescientos segundos, el fiscal dijo sencillamente: «Ahora, señores jurados, ya sabéis lo que son cinco minutos»...

¡Y el reo fue sentenciado a prisión perpetua!

Y si, lector, dijeres ser comento...

* * *

Pero Cipriano de Urquijo no se parecía en nada (felizmente para él) al criminal del cuento. ¿Sabes tú, lector, lo que hizo en cinco minutos?

Pues mirar a la señorita Laura, sonreírle... y decirle una alabanza a propósito de su traje (gris topo con pequeños dibujos lila que armonizaba con la blancura alpina y el matiz misterioso y profundo de las dos violetas dobles de sus ojos...)

En éstas, llegó Mr. Constantin (saludos, amabilidades, sonrisas). Pasaron al comedor, un comedorcito íntimo, simpático, ultra cordial.

Sentaron al pintor al lado de Laura...

¡Al lado de Laura!

Lector, no te se ocurra preguntar a Cipriano por el menú o lista de los platos.

Cipriano jamás ha sabido lo que comió aquella noche...

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