Capítulo 8
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Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning | |
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El diablo desinteresado |
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En éstas, llegaron los días del Salón. El retrato estaba concluido. «Era maravilloso», según decían los más entusiastas; «estaba bien», según decían los menos; «pas mal du tout», en concepto de los maestros franceses. Procedimiento propio, dominio absoluto de la técnica, un sello característico, muy marcado; elegancia, mucha elegancia; en suma, algo nuevo bajo del sol... dentro de lo relativo de toda novedad. Laura no cabía en sí de contentamiento; Madame Constantin había llevado a todas sus amistades al modesto estudio de Cipriano (quien hubo de pedir prestadas a sus compañeros algunas sillas); M. Víctor Anatolio Constantin, del Instituto, invitó por su parte, a varios de sus colegas. Para que todo fuera completo, hasta el diablo, aquel escondido diablo benefactor, dio oportunas señales de vida. Una tarjeta, llegada por el correo, decía: «El diablo supone que el señor don Cipriano de Urquijo enviará al Salón, naturalmente, el retrato de la señorita Laura. El Jurado de admisión dará, sin duda, a esta obra de arte un lugar preferentísimo». ... Y así fue. En el vernissage, cuantos artistas hispanoamericanos viven en Montparnasse, lo mismo los portentosos cubistas discípulos de Picazo, que los herméticos órficos u orfistas; así los anglo-persas, como los whistlerianos; tanto los futuristas, como los dinamistas y los estatistas; los prerrafaelistas-rosettianos, del propio modo que los prerrafaelistas a secas; los zuloaguistas, los angladistas, los romeristas y los zubiarurreños; los inefables hieráticos y los más inefables transformistas (llamados así porque a diario cambian de procedimiento, de estilo, de carácter -según la influencia- y van buscando toda la vida su ondulante yo, sin acertar a encontrarlo jamás); todos estos y otros, que no menciono por respeto a la paciencia del lector, pudieron ver con envidia, con aprobación o con indiferencia, el retrato pintado por Cipriano, en uno de los más visibles testeros de una de las más visibles salas. Como extranjero, Cipriano de Urquijo no tenía derecho a medalla ninguna... Pero la gloria, en cambio, hizo sonar para él todas sus trompas y sus címbalos de oro. Los periódicos le dedicaron frases cálidas. El ministro plenipotenciario de su República telegrafió al presidente, quien, después de conferenciar con el ministro de Instrucción pública y Bellas Artes, hizo dirigir al funcionario diplomático el siguiente telegrama (que M. Víctor Anatolio Constantin leyó conmovido, con ayuda, naturalmente, de Cipriano, que se lo tradujo): «Ministro de X.- París. Sírvase notificar Urquijo Gobierno República ufano su triunfo que honra país, otórgale desde próximo año fiscal pensión mensual mil francos y viáticos para viaje Roma». El plenipotenciario, en vista de esta efectiva consagración oficial, estimó que debía invitar a Cipriano a almorzar en la Legación, y juzgó que era pertinente asimismo extender la invitación a la encantadora muchacha que había sido el deus ex machina de la obra, del triunfo... y de la substanciosa pensión (la cual, lector, para tu tranquilidad, por si te interesas por Cipriano, te diré, «adelantándome a los sucesos», que le fue pagada por un año, de una vez, con pasmo del pintor, que jamás había visto tanto dinero junto). Como no era posible invitar sola a Mlle. Laura, se extendió por de contado la invitación a sus padres. Seis personas se sentaron a la mesa: el ministro y su esposa, M. Constantin y la suya, Cipriano y Laura, ¡a quienes colocaron juntos! Tampoco en esta vez supo el pintor de qué se componía la lista. Le pareció, vagamente, que comía tournedos y que mondaba una mandarina... * * * Lector, son las tres de la tarde. Un delicioso rayo de sol primaveral baño de oro el balcón de piedra que se abre en una sala de la Legación, y al cual, después del café y mientras los viejos (que me perdonen este calificativo la esposa del ministro y Madame Constantin...) saborean la fine champagne, se han asomado Cipriano y Laura. Seré indiscreto, lector: la Legación está en la Avenida Camöens, y el balcón mira al Sena. Casi enfrente se extiende el campo de Marte, yergue allí su fantástico esqueleto de acero la torre Eiffel. A la izquierda, en el fondo, van recortándose en el ambiente las ennegrecidas arquitecturas de Notre Dame, del Panteón, de Val de Grâce, del Palacio de Justicia, de cuyos muros surge airosa, apuntando a una nube, la flecha de la Santa capilla... Todo el sortilegio de París, lector. Los árboles del Trocadero hace ya un mes que estrenaron vestido, su portentoso vestido de un verde diáfano. París, una vez más está en primavera; lector, y el Sena lo sabe, el Sena, que copia los árboles y parece besar los muelles con voluptuosidad de mujer. Laura viste un traje claro. Todo en ella es claridad; su pelo dorado se enciende como una aureola de virgen. Las violetas dobles de sus ojos brillan más misteriosamente que nunca, como si en sus trémulos pétalos hubiese más rocío. Su piel sonrosada parece translúcida, como si una suave lámpara luciese en su interior. Su cuello, lector, es más gallardo que la proa de una trirreme antigua. Las ánforas clásicas, al mirarlo, romperían de envidia sus asas armoniosas... Cipriano ha cogido suavemente la diestra de Laura. Ha mirado los ojos de violeta con infinito amor. Con voz insegura ha dicho: -¡Laura..., soy muy feliz! Laura ha contestado: -¡Et moi aussi! Sus manos se han estrechado blandamente, con una caricia casta y divina. Sus almas, por ministerio de sus ojos, han hecho un pacto para la vida, para todas las vidas posibles, ¡para la eternidad! |
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