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Alfred de Musset

"El lunar"

Capítulo 6

Biografía de Alfred de Musset en Wikipedia

 
 

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El lunar

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Capítulo 6
 

Solo, y hundido en un viejo sillón, allá en el fondo de su cuartito de la hostería del Sol, esperó el caballero, primero un día y luego dos, sin recibir la menor noticia.

-¡Extraña mujer! ¡Amable y autoritaria, buena y mala y tan terca como frívola! Me ha olvidado. ¡Oh desdicha! Tiene razón; ella lo puede todo y yo no soy nada.

Y, levantándose del sillón, siguió diciendo, mientras se paseaba por su cuarto:

-No soy nada; no soy más que un pobre diablo. ¡Cuánta razón tenía mi padre! Está bien claro que la marquesa se ha burlado de mí; mientras yo la miraba, lo que le gustaba a ella era su propia belleza. ¡Bien lo ha gozado viendo en aquel espejo y en mis ojos el reflejo de sus encantos, que verdaderamente son incomparables! ¡Verdad es que sus ojos son pequeños, pero cuán graciosos! Y Latour, antes que Diderot, cogió, para hacer su retrato, el polvillo del ala de una mariposa. No es alta, pero ¡qué bonito cuerpo tiene! ¡Ay, señorita d'Annebault! ¡Ay, querida amiga! ¿Es posible que yo también os esté olvidando?

Dos o tres golpecitos secos dados en la puerta sacáronle de su tristeza.

-¿Quién es?

El huesudo ujier, todo vestido de negro y calzado con un par de magníficas medias de seda rellenas en las pantorrillas, entró y, haciendo un gran saludo, dijo:

-Caballero: esta noche hay baile de máscaras en la Corte, y la señora marquesa me envía para deciros que estáis invitado a él.

-Está bien, señor; muchas gracias.

Apenas salió el ujier corrió el caballero a tocar la campanilla, y la misma sirvienta que tres días antes le había arreglado lo mejor que supo, le ayudó a ponerse el mismo traje bordado, esmerándose aún más en su trabajo.

Terminado el cual, se dirigió el joven a palacio, invitado esta vez y en apariencia más tranquilo; pero más inquieto y menos atrevido que cuando dio su primer paso en aquel mundo para él desconocido.

Casi tan aturdido como la primera vez por todos los esplendores de Versalles, que aquella noche no estaba desierto, vagaba el caballero por la galería principal, mirando atodas partes e intentando averiguar para qué había ido allí; pero nadie parecía pensar en él. Al cabo de una hora de aburrimiento, pensaba marcharse, cuando dos máscaras exactamente iguales, que estaban sentadas en un diván, le detuvieron al pasar. Una deellas le apuntó con el dedo como si tuviera una pistola; la otra se levantó y, dirigiéndose a él, le dijo, cogiéndose descuidadamente de su brazo:

-Parece, caballero, que estáis en buena relación con nuestra marquesa.

-Perdón, señora; pero ¿de quién habláis?

-Demasiado lo sabéis.

-No os entiendo.

-¡Oh, ya lo creo!

-En absoluto.

-Pero si lo sabe toda la Corte.

-Yo no pertenezco a ella.

-Os hacéis el tonto. Os repito que se sabe.

-Es posible, señora; pero yo lo ignoro.

-Supongo que no ignoraréis que anteayer se cayó un paje de su caballo junto a la verjadel Trianón. ¿No estabais, por azar, presente?

-Sí, señora.

-¿Y no le ayudasteis a levantarse?

-Sí, señora.

-¿Y no entrasteis en el palacio?

-Indudablemente.

-¿Y no os dieron un papel?

-Ciertamente.

-¿Y no se lo llevaste al rey?

-Ciertamente.

-El rey no estaba en el Trianón: estaba de caza; la marquesa estaba sola..., ¿no es verdad?

-Sí, señora.

-Acababa de levantarse y apenas si estaba vestida. Sólo tenía, según se dice, un gran peinador.

-Las gentes, a quien no se les puede impedir que hablen, dicen todo lo que se les ocurre.

-Muy bien; pero parece ser que entre la marquesa y vos se cruzó una mirada que no le disgustó a ella.

-¿Qué queréis decir con eso, señora?

-Que no le habéis disgustado.

-No entiendo nada de eso, señora; pero me desesperaría que una benevolencia tanamable y tan extraña, que yo no esperaba y que me ha llegado al fondo del corazón, pudiera motivar falsas interpretaciones.

-Pronto os acaloráis, caballero; cualquiera diría que ibais a desafiar a toda la Corte; pero no acabaréis nunca de matar a tanta gente.

-Pero, señora, si ese paje se cayó y si yo llevé su mensaje... Permitidme preguntarospor qué se me interroga.

La máscara le apretó el brazo y le dijo:

-Escuchadme, caballero.

-Cuanto gustéis, señora.

-Veréis de qué se trata. El rey no está ya enamorado de la marquesa, ni nadie cree que lo haya estado nunca. Ella acaba de cometer una imprudencia: se ha puesto por monteraal Parlamento con el asunto de los dos sueldos de impuesto, y ahora se atreve a atacar a una potencia aun mayor: a la Compañía de Jesús. Sucumbirá en la lucha; pero tiene armas, y, antes de perecer, se defenderá.

-Muy bien, señora; pero ¿qué tengo yo que ver con todo eso?

-Os lo voy a decir. El señor de Choiseul está medio reñido con el señor de Bernis, y ni uno ni otro saben a punto fijo lo que van a intentar. Bernis se va a marchar, y Choiseul ocupará su lugar; una palabra vuestra puede decidirlo todo.

-Decidme en qué forma, señora. Os lo ruego.

-Dejando contar vuestra visita del día pasado.

-¿Y qué relación puede haber entre mi visita, los jesuitas y el Parlamento?

-Escribid dos palabras, y la marquesa está perdida. Y estad seguro de que el mayorinterés, el más vivo reconocimiento...

-Os ruego de nuevo que me perdonéis, señora, pero es una cobardía lo que me estáis pidiendo.

-¿Hay valentía en la política?

- Yo no sé nada de todo esto. A madame de Pompadour se le cayó el abanico delante de mí, y, recogiéndoselo, se lo devolví. Me dio las gracias, y con la amabilidad que la distingue me permitió que yo a mi vez se las diese.

-Vamos al grano, que el tiempo se pasa. Yo soy la condesa de Estrades; vos amáis ami sobrina, mademoiselle d'Annebault..., y no tratéis de negarlo, porque sería inútil; solicitáis una plaza de oficial..., mañana mismo la obtendréis; y si Atenaida os gusta, no tardaréis en ser mi sobrino.

-¡Oh, señora! ¡Cuán bondadosa sois!

-Pero hay que hablar.

-No, señora.

-Había oído decir que amabais a mi sobrina.

-Todo lo más que se puede amar, señora; pero si alguna vez puedo declarar ante ella mi amor, es preciso que también pueda declarar mi honor.

-¡Qué terco sois, caballero! ¿Y es ésa vuestra última palabra?

-La última y la primera.

-¿Os negáis a entrar en la Guardia? ¿Rechazáis la mano de mi sobrina?

-A ese precio, sí, señora.

Madame de Estrades lanzó al caballero una mirada penetrante y llena de curiosidad, yal no advertir luego en su rostro el menor signo de duda, alejose lentamente, perdiéndose entre la multitud.

El caballero, que no podía entender nada de tan extraña aventura, fue a sentarse en un rincón de la galería.

-¿Qué pensará hacer esa mujer? -se decía-. Debe estar un poco loca. ¡Quiere trastornar el Estado por medio de una estúpida calumnia, y me propone que me deshonre para poder alcanzar la mano de su sobrina! ¡Pero Atenaida me rechazaría, o, si se prestaba asemejante intriga, sería yo quien la rechazaría a ella! ¡Cómo buscarle un perjuicio a esa buena marquesa, difamarla, calumniarla...! ¡Nunca, no; eso nunca!...

Distraído, como de costumbre, iba probablemente el caballero a levantarse y a hablaren voz alta, cuando un dedito de color de rosa le tocó ligeramente en el hombro. Levantó los ojos y vio delante de él a las dos máscaras, vestidas con idéntico traje, que le habíanabordado.

-¿Conque no queréis ayudarnos? -dijo una de las máscaras, disimulando la voz.

Pero aunque los dos trajes fuesen absolutamente iguales, y aunque pareciese todo perfectamente estudiado para que se confundiesen la una con la otra, el caballero no se engañó, pues ni la mirada ni el acento eran los mismos de antes.

-¿Contestaréis, caballero?

-No, señora.

-¿Escribiréis?

-Tampoco.

-La verdad es que sois terco. Buenas noches, señor teniente.

-¿Qué decís, señora?

-Ahí va vuestro nombramiento y vuestro contrato matrimonial.

Y diciendo esto le arrojó el abanico.

Era éste el mismo que ya había recogido dos veces el caballero. Los amorcillos de Boucher jugueteaban en el pergamino, al lado del dorado nácar. No cabía duda alguna: era el abanico de madame de Pompadour.

-¡Oh, cielos! ¿Es posible, marquesa?

-Y tan posible -respondió alzando sobre su barbilla el encajito negro.

-No sé cómo agradecer, señora...

-Ni hace falta. Sois un galante caballero, y nos volveremos a ver, puesto que estáis entre nosotros. El rey os ha colocado bajo el estandarte blanco. Acordaos de que no hay mejor elocuencia para un solicitante que la de saber callar a tiempo... Y dispensadnos -añadió, riendo y marchándose- si antes de concederos la mano de nuestra sobrina hemos tomado informes.

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