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Alfred de Musset

"El lunar"

Capítulo 4

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El lunar

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Capítulo 4
 

-¡Ésta me ayudará, ésta vendrá en mi auxilio! ¡Ah, cuánta razón tenía el ábate al decirme que una mirada decidiría mi vida! Sí; esos ojos tan dulces, esa burlona y deliciosa boquita, ese piececito ahogado en un perendengue... ¡Ésa será mi buena hada!

Así pensaba, casi en voz alta, el caballero, al volver a su albergue. ¿De dónde provenía tan súbita esperanza? ¿Era sólo su juventud la que hablaba, o habían hablado los ojos de la marquesa?

Mas la dificultad seguía siendo la misma. Aunque ya no pensara en ser presentado al rey, ¿quién le presentaría a la marquesa?

Pasó gran parte de la noche escribiendo a la señorita d'Annebault una carta parecida a la que había leído madame Pompadour.

Sería harto inútil reproducir aquella carta: exceptuando los tontos, solamente los enamorados creen decir cosas nuevas, aunque no hacen más que repetir las mismas. Por la mañana, el caballero había salido a vagar, soñando, por las calles. No se le ocurrió recurrir nuevamente al abate protector, sin que sea fácil adivinar qué causa se lo impedía. Era una mezcla de temor y de audacia, de falso rubor y de novelería. Y, en efecto, ¿qué le habría respondido el abate si le hubiese contado su historia de la víspera? «Os hallasteis muy a punto para recoger su abanico; pero ¿habéis sabido aprocharos de ello? ¿Qué dijistéis a la marquesa? «Nada.» «Debisteis hablarla.» «Me turbé y perdí la cabeza.» «Mal hecho; hay que saber coger las ocasiones al vuelo; pero, en fin, todavía tiene arreglo. ¿Queréis que presente al señor de Tal, que es amigo mío? ¿A la señora Cual, que es mejor todavía? Procuraremos haceros llegar hasta esa marquesa que tanto miedo os causa, y si esta vez», etc., etc.

Pero el caballero no se ocupaba de cosa semejante. Le parecía que contar su aventura hubiera sido, por decirlo así, desflorarla y echarla a perder. Decíase que a casualidad había hecho con él algo inaudito, algo increíble, y que aquello debía ser un secreto entre la fortuna y él; confiar semejante secreto a un cualquiera era, a su juicio, quitarle todo su valor y mostrarse indigno de él. «Solo fui ayer al palacio de Versalles -pensaba-, y solo iré también al Trianón», que por entonces era la residencia de la favorita.

Semejante modo de pensar puede y hasta debe parecer extravagante a los espíritus calculadores, que nada olvidan y que confían lo menos posible a la casualidad; pero los de más frialdad, si han sido jóvenes -no todo el mundo lo es, ni aun en su juventud-, han podido conocer este sentimiento extraño, débil y atrevido, peligroso y seductor, que nos arrastra a la fatalidad: nos sentimos ciegos y lo deseamos; no sabemos dónde vamos y seguimos adelante. La sugestión está en esa misma despreocupación y en esa misma ignorancia; ése es el placer del artista que sueña, del enamorado que se pasa las noches bajo las ventanas de su amada; éste es el instinto del soldado y es, sobre todo, el del jugador.

El caballero, casi sin saberlo, había tomado el camino del Trianón. Sin ser muy lechuguino, como entonces se decía, no le faltaban elegancia ni ese modo de conducirse que hace que un lacayo, al cruzarse con vosotros, no os pregunte dónde vais. No le fue, pues, difícil, merced a algunas explicaciones recibidas en la hostería, llegar hasta la verja del palacio, si así puede llamarse a esa bombonera de mármol que antaño viera tantos hastíos y placeres. Desgraciadamente, la verja estaba cerrada, y un corpulento suizo, vestido con una sencilla hopalanda, se paseaba, con las manos a la espalda, por la avenida interior, como quien a nadie espera.

«¡El rey está aquí -se dijo el caballero-, o no está la marquesa!» Evidentemente, cuando las puertas están cerradas y los criados se pasean, los amos no están visibles, o han salido.

¿Qué hacer? De igual modo que un momento antes se sentía confiado y valeroso, experimentaba de pronto una gran contrariedad y turbación. Aquella sola idea «¡El rey está aquí!» le asustaba más que las tres palabras de la víspera: «¡El rey va a pasar!», pues éstas no fueron sino lo imprevisto, mientras que ahora conocía aquella fría mirada y aquella impasible majestad.

«¡Ah, Dios mío! ¿Qué cara pondría yo si intentase penetrar, aturdido, en este jardín y llegase a encontrarme frente a frente de este monarca soberbio, que a orillas de un riachuelo saborease su café?»

Rápidamente se apareció a la vista del pobre enamorado la desagradable silueta de la Bastilla; en lugar de la imagen encantadora que había conservado de la marquesa sonriéndole al pasar, vio grandes torreones, obscuros calabozos, negro pan y agua de suplicio: conocía la historia de Latude. Poco a poco volvía a la razón, y su esperanza huía poco a poco.

«Y, sin embargo -decíase aún-, yo no hago el menor mal, y menos al rey. Reclamo contra una injusticia; jamás he criticado a nadie. ¡He sido tan bien recibido ayer en Versalles y los lacayos fueron tan amables conmigo...! ¿Qué puedo temer? ¿Cometer una torpeza? Ya procuraré repararla.»

Se aproximó a la verja y la empujó con la mano; estaba entreabierta. La abrió del todo y entró resueltamente. El suizo se volvió de mal talante:

-¿Qué deseáis? ¿Adónde vais?

-A ver a madame de Pompadour.

-¿Os ha concedido audiencia?

-Sí.

-¿Dónde está la carta?

Allí no valía, como la víspera, el marquesado ni el duque d'Aumont. El caballero bajó tristemente los ojos y advirtió que sus medias blancas y sus hebillas de falsa pedrería del Rin estaban cubiertas de polvo. Había cometido la falta de venir a pie en una ciudad donde no andaba nadie. El portero bajó también los ojos y le midió, no de cabeza a pies, sino de pies a cabeza. El traje le pareció bien; pero llevaba el sombrero ladeado y desempolvada la peluca.

-Si no tenéis carta, ¿qué es lo que queréis?

-Quisiera hablar a madame de Pompadour.

-¿De veras? ¿Y creéis que eso se consigue así?

-No lo sé. ¿Está el rey aquí?

-Acaso. ¡Idos y dejadme en paz!

El caballero no quería enfadarse; pero, a pesar suyo, aquella insolencia le hizo palidecer.

-Muchas veces he mandado a los lacayos quitarse de mi presencia -respondió-; pero jamás me lo ha dicho un lacayo a mí.

-¡Un lacayo! ¡Yo lacayo! -exclamó furioso el suizo.

-Lacayo, portero, criado o mandadero, lo mismo me da y poco me importa.

El suizo dio un paso hacia el caballero con los puños crispados y encendido el rostro. El caballero, recobrándose ante la apariencia de una amenaza, desenvainó ligeramente su espada.

-Ten cuidado -dijo-. Soy gentilhombre y no me costaría más que treinta y seis libras mandar al otro mundo a un villano como tú.

-Si vos sois gentilhombre, señor, yo pertenezco al rey. No hago más que cumplir con mi deber; y no creáis que...

En aquel momento, el sonar de una fanfarria, que parecía venir del bosque de Satory, se dejó oír a lo lejos y se perdió en el eco. El caballero dejó caer la espada en su vaina, y, sin volver a pensar en la disputa empezada, dijo:

-¡Ah, caramba! ¡Si es el rey, que sale de caza! ¿Por qué no me lo dijisteis antes?

-Ni a mí me incumbe ni a vos os importa.

-Escuchad, amigo mío. El rey no está aquí, yo no traigo carta ninguna, no se me ha concedido audiencia ninguna. Pero tomad, para que bebáis un trago, y dejadme pasar.

Y sacó del bolsillo algunas monedas de oro. El suizo volvió a mirarle con un soberano desprecio.

-¿Qué significa esto? -dijo desdeñosamente-. ¿Así es como intentáis introduciros en una morada regia? Cuidad, no sea que en vez de obligaros a salir os encierre en ella.

-¡Tú, grandísimo granuja! -dijo el caballero vuelto en cólera y empuñando otra vez su espada.

-Sí, yo -repitió el hombre, gigantesco.

Pero durante esta conversación, en que el historiador siente haber comprometido a su héroe, densas nubes habían obscurecido el cielo y una tormenta se preparaba. Brilló un relámpago fugaz, seguido de un trueno violento, y la lluvia empezó a caer pesadamente. El caballero, que aun tenía las monedas en la mano, vio sobre uno de los polvorientos zapatos una gota de agua del tamaño de medio escudo.

-¡Demonio -exclamó-, pongámonos al abrigo! No es cosa de mojarse.

Y se dirigió hacia el antro del cerbero, o, si se quiere, a la casa del portero; y una vez allí, sentándose sin la menor ceremonia en el sillón de aquél, dijo:

-¡Gran Dios, cuánto me fastidiáis y qué desgraciado soy! Me tomáis por un conspirador y no adivináis que tengo en mi bolsillo un memorial para Su Majestad. Yo seré un provinciano; pero vos sois un estúpido.

El suizo, por toda respuesta, fue a coger su alabarda de un rincón, y permaneció en pie arma al brazo.

-¿Cuándo vais a marcharos? -gritó con voz estentórea.

La disputa, suspendida y reanudada a cada momento, parecía ahora formalizarse, y las manazas del suizo empezaban ya a estremecerse extrañamente, agarrando la alabarda. No sé qué hubiera sucedido, cuando, volviendo de pronto la cabeza, dijo el caballero: -¡Ah! ¿Quién viene aquí?

Un pajecillo, que montaba un caballo soberbio -no inglés: en aquellos tiempos no estaban de moda las patas delgadas-, avanzaba a rienda suelta y a todo galope. El camino estaba encharcado por la lluvia; la verja a medio abrir. El paje dudó un momento; el suizo se adelantó y abrió la verja. El jinete picó espuelas; el caballo, parado de pronto, quiso reanudar su carrera, resbaló en la tierra mojada y cayó.

Es difícil y hasta peligroso hacer levantarse a un caballo que se ha caído. De nada sirve la fusta. El pataleo de la bestia, que se defiende como puede, es sumamente desagradable, sobre todo cuando el jinete tiene también una pierna apresada por la silla.

No obstante, el caballero corrió en su ayuda, sin pensar en estos inconvenientes; y lo hizo con tal destreza, que el caballo se levantó en seguida y el jinete en libertad. Pero éste estaba lleno de barro, y apenas si podía andar cojeando. Transportado como se pudo a la casa del portero, y sentado a su vez en el gran sillón, dijo al caballero:

-Caballero, seguramente sois gentilhombre. Me habéis prestado un gran servicio; pero aun podéis prestarme otro mayor. He aquí un mensaje del rey para la señora marquesa que es urgentísimo, como habéis visto, puesto que por llegar de prisa mi caballo y yo hemos estado a punto de rompernos la crisma. Comprenderéis que en el estado en que me encuentro, con una pierna coja, no puedo hacer llegar a su destino este papel. Para ello sería necesario que me llevasen a mí. ¿Queréis ir en mi lugar?

Al mismo tiempo sacaba de su bolsillo un gran sobre con arabescos de oro y con el sello real.

-Con mucho gusto, señor -respondió el caballero, cogiendo el sobre. Y ligero y ágil como una pluma, echó a correr cual sin tocar el suelo.

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