Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

E.T.A. Hoffmann

"El maestro Martín y sus mancebos"

Capítulo 7

Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia

 
 

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

El maestro Martín y sus mancebos

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VII

Cuando hacía algunas semanas que los dos mancebos trabajaban en el taller de maestro Martín, este echó de ver que Reinoldo no tenía rival en lo concerniente a medidas y proporciones y en buen golpe de vista, respecto a la curvatura de las duelas y al diámetro de los aros; pero que no era lo mismo tratándose de manejar la hachuela, el martillo o cualquier otro de los utensilios, pues al poco rato de empuñarlos se sentía fatigado, y adelantaba muy poco, Federico al revés, no conocía cansancio en esta clase de trabajo. En lo que realmente se parecían era en su inmejorable conducta, distinguiéndose Reinoldo además por su inagotable buen humor. Entrambos no daban descanso a la garganta, principalmente cuando aparecía Rosa por el taller, pues sus voces se unían entonces en grato concierto; y si Federico, contemplándola furtivamente tomaba un acento demasiado melancólico, Reinoldo se apresuraba a entonar una canción jocosa, que él mismo había compuesto, cuyo estribillo, que decía

«El tonel no es la guitarra,
ni la guitarra el tonel»

tenía la virtud de hacer caer el cepillo de las manos del maestro Martín, quien las llevaba a las hijadas, para no reventar de risa. Por lo demás los dos amigos, habían sabido captarse las buenas gracias de su patrón, y era de notar que Rosa aprovechaba las menores coyunturas para ir al taller con más frecuencia y permanecer en él más tiempo de lo acostumbrado.

Un día el maestro entró pensativo en el taller de verano: Reinoldo y Federico daban la última mano a una tinajita, y el maestro cruzándose de brazos, les dijo:—No puedo expresaros, mis buenos mancebos, cuán contento estoy de vosotros; sin embargo me hallo muy embarazado, pues escriben de las orillas del Rhin, que la vendimia será este año abundante como nunca se haya visto. Ya predijo un sabio que el cometa que hace poco vimos brillar en el cielo, fecundizaría la tierra con sus maravillosos rayos, de modo que todo el calor que encierra y templa los más duros metales, se esparcirá por la superficie de la tierra y renovara la savia de las cepas enfermizas, cuyos sarmientos casi se desgajarán al peso de los frutos. La constelación reaparecerá de aquí a trescientos años. Por consiguiente vamos tener trabaja a manos llena: precisamente el venerable obispo de Bamberg me acaba de encargar una gran tinaja, y como nosotros solos no podemos hacer frente a todo, no tengo más remedio que buscar a otro mancebo; y aun cuando veis lo necesito de un modo apremiante, no estoy dispuesto bajo ningún concepto a tomar al primero que se presente. Si conocéis pues, a algún buen oficial que sea de vuestro gusto, decídmelo y mandaré por él al momento, cueste lo que cueste.

No había pronunciado el maestro la última palabra, cuando a sus espaldas un joven alto y robusto, exclamó con voz atronadora:—¡Hola... eh! ¿No es aquí el taller de maestro Martín?

—Este es,—contestó el maestro avanzando hacia el desconocido;—mas para preguntarlo no teníais necesidad de alborotar de este modo, ni de estar golpeando los toneles, que no se entra así en casa de la gente honrada.

—Hombre, quizás seáis el mismo maestro en persona, pues en ese enorme barrigón, en la doble barba, los ojos brillantes y la nariz rabicunda, reconozco el retrato que de vos me han techo. Si es así, ¡se os saluda, maestro!

—Bueno, ¿qué se os ofrece?—preguntó el tonelero con sequedad.

—Yo soy,—contestó el joven,—mancebo tonelero, y venía a ver si podíais ocuparme.

El maestro retrocedió algunos pasos y examinó de pies a cabeza al desconocido, ddmirado de la coincidencia de presentársele un oficial, cabalmente en el momento de estarlo deseando. El joven sostuvo el examen mirándole con audacia, y después que el maestro hubo considerado el ancho pecho, la musculatura vigorosa y las robustas manos del joven, exclamó:—Pues éste es el hombre que me hace falta; supongo que tendréis los certificados del oficio en regla...

—Cabalmente ahora no los traigo,—dijo el mancebo; -pero me los procuraré cuanto antes: desde este momento empeño mi palabra de que trabajaré con celo y fidelidad, y esto debe bastaros.

Y sin esperar siquiera contestación, arrojó gorro y maleta, se puso en mangas de camisa y se ciñó el delantal diciendo:—Vamos a ver, maestro, ¿qué trabajo he de empezar?

Aturdido el tonelero ante los rudos modales del desconocido, después de reflexionar algunos instantes, le dijo:—Pues bien, mostradme lo que valéis, abriendo el agujero en la compuerta de ese tonel que esta encima del caballete.

El joven terminó lo que acababan de encomendarle con un vigor, una celeridad y un aplomo verdaderamente notables, exclamando después a carcajada suelta:—¿Os queda todavía alguna duda acerca de mi capacidad e instrucción? Pero, vamos; ver,—dijo paseándose por todos lados y escudriñándolo todo,—¿cómo estáis de utensilios.—¿Qué es ese mallete, servirá para divertir a los chicos?... ¿Y esa doladera? Vaya, ya entiendo; para los aprendices—Y diciendo esto blandía a un tiempo sobre su cabeza, cual si fueran tenues juguetes, el mazo que apenas Reinoldo podía menear y la chula de que se servía maestro Martín en persona. Después hizo rodar con la misma facilidad que si hubieran sido pequeños barrilones, los más gruesos toneles que había en el taller, y empuñando por último una duela enorme todavía en bruto:—¡Hola!—exclamó,—¡buena encina! ¡Esto se romperá como un pedazo de vidrio!—Y haciéndola chocar contra una piedra la dividió con estrépito en dos pedazos.

—¡Cuidado, muchacho!—exclamó maestro Martín.—¿Quieres hundirme ese tonel de doble medida y echarme a perder todo el establecimiento? En este caso toma esta viga por apretador, y para doladera mandaré a la casa de la ciudad por la espada de Rolando, que tiene tres varas de largo.

—Esto es lo que yo necesitaría,—dijo el joven con una mirada brillante; pero bajando los párpados dulcificó la voz para añadir:—Pensé maestro, en un principio, que para vuestros trabajos necesitabais un mancebo vigoroso, por lo que tal vez me he adelantado demasiado; pero señaladme el trabajo que queráis y no me saldré de vuestras instrucciones.

Maestro Martín le echó una penetrante mirada, después de la cual tuvo que confesar que nunca había visto semblante más honrado ni más noble, y hasta tal extremo le fue simpático que sus facciones parecían recordarle vagamente las de alguien a quien él había querido en extremo, sin que pudiese precisar quién fuera. Inútil es decir, pues, que accedió a los deseos del mancebo, rogándole, no obstante, que lo más pronto posible se proveyera de los certificados del gremio.

En tanto Federico y Reinoldo ponían aros a un tonel, y siempre que en ello se ocupaban, tenían la costumbre de acompañar la cadencia de los mazos con una canción a estilo de Adam Ouschmann. Al oírles cantar Conrado, que así se llamaba el nuevo mancebo, exclamó:—¿Hola? ¿A qué viene ese maullido? Se diría que se han reunido todos los ratones del taller para ponerse a silbar. Si queréis cantar algo muchachos, haced que alegre el corazón y dé ánimo para el trabajo; y si no sabéis qué, oídme que voy daros el ejemplo.—Y entonó una estrepitosa canción de caza, en la cual los gritos salvajes de los cazadores se mezclaban a los ladridos de la traílla, con voz tan retumbante, que resonaba en el fondo de los toneles y el taller parecía venirse abajo. El maestro se tapó los oídos con entrambas manos, y los chiquillos de Marta, la viuda de Valentín, que estaban jugando por el taller, corrieron a esconderse debajo de una rima de maderas. Al mismo tiempo aparecía Rosa, sorprendida por aquel estrépito.

Así que la vio, Conrado se calló, y adelantándose hacia ella y haciéndole un saludo muy cortés, le dijo con dulzura:—Hermosa señorita, ¡qué bello rayo de luz rosada ha caído en el taller así que habéis entrado! En verdad, si hubiese sabido que estabais tan cerca, me hubiera guardado muy bien de destrozaros los oídos con la malhadada canción de caza. Y vosotros,—dijo dirigiéndose al maestro y a los dos mancebos,—hacedme el obsequio de suspender ese martilleo atronador, que mientras la graciosa señorita se digne honrarnos con su presencia, deben holgar los útiles, y no oírse otro rumor que el de su voz hechicera, a fin de que nos sea dable prosternarnos como humildes servidores, ante las órdenes que se digne darnos.

Federico y Reinoldo se miraron un rato, como aturdidos, pero el maestro escapándole la risa, exclamó:—Por vida mía, ese Conrado es el mayor loco que ha ceñido jamás el delantal de tonelero!. Llega aquí con un aire de perdona vidas, que no parece sino que está dispuesto a hacer trizas con todo lo que se le presenta, después empieza a aullar hasta rompernos los tímpanos, y ahora para colmo de extravagancias, trata a mi Rosita cual si fuera noble dama y te echa piropos de enamorado gentilhombre.

—Maestro,—repuso Conrado,—es que sé lo que vale vuestra hija, y cuando digo que es la más noble señorita de la tierra, lo digo por ser así. Así pues, ¡permita Dios que encuentre lo que merece! esto es, que un opuesto gentil hombre la ame con fidelidad y se ofrezca a sus plantas, rendido paladín...

Maestro Martín tuvo necesidad de llevarse las manos a los hijares para no desternillarse: por último dijo, dominándose:—Todo esto está muy bien, guapo mozo, llámala señorita y noble y lo que te dé la gana; pero vuelve a tu trabajo.

Conrado permaneció un rato como clavado en el suelo, y después, pasándose la mano par la frente:—Es muy justo,—murmuró obedeciendo. Rosa en tanto, como tenía por costumbre, siempre que se hallaba en el taller, tomó asiento encima de un barrilito que le trajo Federico y que espolvoreó Reinoldo con esmero, y entrambos a instancias del maestro reanudaron la canción interrumpida por Conrado, quien se puso a trabajar en silencio.

Concluida la canción, maestro Martín dijo:—El cielo os ha dispensado, mis buenos muchachos, un precioso don, pues no podéis figuraros hasta qué punto estoy prendado del arte del canto. Allá en mis mocedades tuve mis pretensiones a aprenderlo, pero en vano hice toda clase de esfuerzos, pues nunca llegué a alcanzar más que burlas y disgustos, en cuantos conciertos tomé parte, alargando ridículamente las cadencias, parándome a la mitad de un acorde, o bien intentando vanos gorjeos en los cuales solía quedarme con la voz al aire. Vosotros lo hacéis mejor y ser a justo y bueno que se diga que allí donde no pudo llegar el maestro Martín, han llegado sus mancebos. El próximo domingo, después del sermón, hay concierto en la iglesia de Santa Catalina, y allí, libres como sois de tomar parte en él, creo que os pueden caber buenos aplausos, pues no os falta talento para conseguirlos. En cuanto ti,—dijo dirigiéndose a Conrado,—podrías también aparecer en el palenque y ver si dispersabas a la concurrencia con tu célebre canción de caza...

—No os burléis de mí,—dijo Conrado.—Cada cosa en su lugar: así, pues, mientras vos y otros muchos os divertiréis oyendo el concierto, yo iré a espaciarme en la pradera.

Vino el domingo, y todo pasó como el maestro lo tenía previsto. Reinoldo cantó algunos aires que produjeron buena impresión; sin embargo los maestros cantores fueron de opinión que había en ellos algún sabor extranjera que no podía aprobarse. Presentóse Federico al palenque y después de echar a su alrededor una prolongada mirada, que penetrando en el corazón de Rosa le arrancó un suspiro, entonó una soberbia canción del mismo género que las del tierno Franelob, ante la cual declararon unánimemente los maestros, que ningún cantante podía pretender sobrepujarle.

Por la tarde, después del concierto, maestro Martín, para completar los placeres del día, se fue con Rosa a la pradera, permitiendo que Federico y Reinoldo les acompañaran y que marchara su hija entre los dos mancebos. Federico algo animado con los elogios que le dispensaron los maestros cantores, se atrevió a dirigir a la joven algunas palabras que esta fingía no comprender, dando la preferencia a Reinoldo quién le hablaba como de costumbre de cosas alegres, sin vacilar en llevarla del brazo.

A cierta distancia oyeron el rumor de los vítores y aplausos que resonaban en la pradera, y llegados al sido donde los jóvenes de la ciudad se entregaban a toda clase de ejercicios corporales, oyeron a la muchedumbre repetir con entusiasmo:—¡Ha vencido! ¡Ha vencido! ¡Todavía es el mismo! ¡No hay nadie que lo resista!—y acercándose algunos pasos vió el maestro que todos los elogios iban dirigidos a su mancebo Conrado, vencedor en la carrera, en la lucha y en el tejo. En el momento en que Martín se abría paso a través de la apiñada muchedumbre, Conrado estaba pidiendo si había alguien que quisiera medirse con él en el florete, y muchos jóvenes acostumbrados a este caballeresco ejercicio se presentaban; pero vencidos y desarmados al poco rato, no había quien no prodigara a Conrado los más calurosos elogios.

Desaparecía el sol en el horizonte; los vapores de la noche empañaban la azulada superficie y el maestro Martín, su hija y los dos mancebos se habían sentado junto una murmuradora y cristalina fuente. Reinoldo continuaba contando maravillosos detalles de su viaje por Italia, en tanto que Federico, silencioso, no acertaba a separar los ojos de la joven. Al poco rato apareció Conrado, con paso incierto, cual si vacilara en reunírseles.

—Ya puedes acercarte —le dijo maestro Martín.—Acabas de portarte tan valerosamente en la pradera, que desde ahora puedo asociarte en todo con mis mancebos. ¡Ea, pues! No tengas miedo, siéntate aquí, a nuestro lado, te lo permito.

Conrado contestó al generoso ademán del patrón con una mirada altiva, y le dijo con voz sorda:

—Ni vos me intimidáis, ni he menester vuestro permiso para sentarme aquí, ni es a vos a quien busco. Como acabo de vencer y aterrar a mis contrarios, quería pedir únicamente a esa amable señorita, si por premio de mi triunfo no desea concederme el bello ramo de flores que ostenta en el pecho.

Y al mismo tiempo hincando la rodilla ante la bella joven, le dijo contemplándola con sus negros y brillantes ojos:—No podéis, bella Rosa, negarme un favor semejante: concededme ese ramo por premio de mi triunfo.

Rosa se lo arrancó del pecho y se lo presentó diciéndole:—Nunca una dama negó a un bravo caballero el don que pretendéis: lo único que siento es que esas flores estén poco menos que marchitas.

Conrado lo llevó a sus labios y luego prendióselo en el gorro, mientras el maestro decía levantándose:—¡Cuando digo que ese chico es un loco!—Volvámonos a casa, que ya la noche se nos viene encima.

El maestro Martín abría la marcha, seguía, luego Rosa dando el brazo a Conrado, pues éste se lo había ofrecido con caballeresco respeto, y Reinoldo y Federico marchaban detrás y no de muy buen humor. Todo el mundo se detenía verles pasar, diciendo:—¡Ved ahí! ¡Mirad! Es el rico tonelero Tobías Martín, con su hija Rosa y sus bizarros mancebos!... ¡Qué gente tan honrada!

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