"El maestro Martín y sus mancebos" Capítulo 8
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Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia | |
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
El maestro Martín y sus mancebos |
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VIII | ||
Sólo al día siguiente tienen las jóvenes la costumbre de pensar en los goces de la víspera, y este recuerdo acostumbra a ser tan grato como el objeto que lo motiva. Sucedió, pues, que la bella Rosa con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza inclinada y la aguja y la labor sobre las rodillas, permanecía ensimismada en los recuerdos del día anterior. Tal vez estaba oyendo todavía los cantos de Federico y de Reinoldo, tal vez veía a Conrado triunfando sobre todos sus competidores, pues tan pronto murmuraba el estribillo de una canción cita, como prorrumpía en voz débil:—¿Queréis mi ramo?—y se ruborizaba súbitamente, animábanse sus ojos y se escapaba de su pecho un dulce suspiro. Marta entró en aquel momento y se alegró Rosa de encontrar a quien referir lo acontecido, así en Santa Catalina, como en la pradera.—De modo,—dijo Marta, apenas la hija del tonelero hubo terminado su relato,—que pronto podréis elegir entre tres amables pretendientes. —¡Por Dios!—exclamó Rosa, como aterrorizada y roja lo mismo que una amapola,—no me habléis de esto... Dios mío!... ¡Tres pretendientes! —Vamos, Rosita,—repuso Marta,—no pongas esta cara de melindrosa desentendida, pues deberías haber perdido el don de la vista para no conocer que Reinoldo, Federico y Conrado están perdidamente enamorados de ti. —¡Virgen Santísima!—exclamó Rosa, cubriéndose el semblante con las manos. —Vaya,—repuso Marta, tomando asiento a su lado,—no te hagas la vergonzosa, ya puedes mirarme y confesar francamente que hace tiempo notas que no eres indiferente a los tres mancebos. Confiésalo, que esto no se niega nunca, pues fuera muy extraño que una joven no lo echara de ver desde el primer momento. Di; ¿no has visto cómo en cuanto apareces por el taller todos ellos te miran, Federico y Reinoldo entonan su mejor canción y el fogoso Conrado se hace tratable y bondadoso?—¿No has reparado que los tres compiten en agradarte, y que basta que dirijas a cualquiera de ellos una mirada o una palabra, para que se anime su rostro? Además, que es muy grato verse así requerida por tres jóvenes tan bellos, aunque precisa que elijas a uno... ¿y cuál será el preferido? Esto es lo que no me atrevo a indicar, aun cuando yo por mi parte... Pero, no pasemos de aquí, pues si vinieras y me dijeras:—Marta, dadme un buen consejo:—¿A cuál de los tres debo otorgar mi mano y mi corazón? yo te diría:—«Si tu corazón no te lo indica, menos puedo indicártelo yo».—Aunque a decir verdad, Reinoldo me gusta mucho, como también Conrado y Federico, por más que ninguno de los tres sea perfecto. Sí, querida Rosa, cuando les veo trabajar, pienso enseguida en mi pobre Valentín, y aunque comprendo que de vivir no lo haría mejor que ellos, noto no obstante que cuando se ponía a la obra, mi difunto esposo, todo era ardor, todo alma, mientras que los tres mancebos parece que traen otros pensamientos en la cabeza, y que se han impuesto el trabajo tomo una pesada carga, que no obstante sobrellevan con valor y constancia. Por esto entre todos, Federico es el que más me gusta, por su corazón tierno y generoso: me parece que es el que está más cerca de nosotras, pues no dice nada que no deje comprenderse, y sobre todo lo que más en él me agrada es ver que apenas se atreve a mirarte, y que cuando tú le hablas se ruboriza como un niño. A estas palabras de Marta, brillaba una lágrima en los ojos de la joven, la cual se levantó y dirigiéndose a la ventana, dijo:—Sí, es verdad, también Federico me gusta; pero no por eso hay que despreciar a Reinoldo. —¿Y cómo podría yo despreciarle?—exclamó Marta:—Reinoldo es el más guapo de los tres. ¡Qué ojos los suyos! Sus miradas a una la atraviesan, de modo que no hay quién las aguante! Tiene algo, sin embargo, que me desconcierta, y se me figura que a tu padre al verle en su taller debe pasarle lo que me pasaría a mí, si me encontrase en la cocina con algún utensilio de oro y diamantes, del cual debiese servirme como de otro objeto común cualquiera, que apenas me atrevería a tocarlo. Cuando habla y refiere sus viajes, sus palabras, semejantes a una música deliciosa, te extasían; pero después reflexiona lo que acaba de decir y te quedas sin haber comprendido una palabra. Y si alguna vez intenta parecerse a nosotras, chanceándose a nuestro modo, no puede ocultar cierta distinción en sus modales, que a la verdad, me espanta, y no es por cierto la distinción de nuestros nobles y patricios, sino otra cosa que no acierto a definir. En una palabra, se me figura, Dios sabe por qué, que mantiene tratos con los espíritus superiores, y que pertenece a un mundo distinto del nuestro. En cuanto Conrado es un mozo rudo e impetuoso, que en ciertas ocasiones revela cierta distinción que se aviene muy mal con el mandil de tonelero: en todo obra siempre cual si fuera el amo y los demás estuviesen obligados a obedecerle. Por lo demás a pesar de su altivez casi diría que le prefiero a Reinoldo, pues cuando menos, en medio de su violencia, se comprende el sentido de sus palabras. Apostaría cualquier cosa a que ha sido soldado, pues conoce el manejo de las armas, y gasta ciertas expresiones guerreras, que no le sientan mal... Ahora, pues, querida Rosa, sin rodeos, dime ¿cuál de los tres te gusta más? —Marta, por Dios, no me preguntéis eso,—contestó Rosa.—Lo único que puedo deciros es que Reinoldo no me inspira los temores que a vos. Es verdad que sus modales difieren de los mancebos de su oficio, pero su conversación me ofrece los atractivos de un bellísimo jardín, cubierto de hermosas flores y frutos desconocidos, que nunca me canso de contemplar. Desde que le tenemos en casa, han tomado a mis ojos un interés indecible muchas cosas que antes me parecían tristes y descoloridas. Marta se levantó, y al marcharse amenazó a Rosa amistosamente con el dedo, diciéndole:—Con que, ¿es Reinoldo el preferido? En verdad que nunca lo hubiera dicho. Muy animado andaba por aquellos días el taller del maestro Martín. Para satisfacer los múltiples encargos que se le habían hecho, vióse precisado a tomar nuevos oficiales y el rumor del mazo y de la doladera dejaba oírse desde una gran distancia. Reinoldo había calculado las medidas del gran tonel destinado al obispo de Bamberg, y lo había construido con la ayuda de Federico y de Conrado con tanto acierto, que el maestro, sintiéndose estremecer el corazón de gozo, decía:—¡Esto es lo que se llama una obra magnífica! ¡Nadie habrá visto un tonel semejante, si se exceptúa el que yo destiné mi obra de maestro! Los tres mancebos encajaban con estrépito los aros sobre las duelas: el viejo Valentín manejaba el cepillo con ardor, y Marta, sentada detrás de Conrado, contemplaba a sus pequeñuelos jugando por el taller. Unióse a la alegre escena la presencia del viejo Holzschner, a cuyo encuentro corrió el maestro al divisarle, preguntándole por el objeto de su visita. —En primer lugar deseaba volver a ver a mi buen Federico: ya le veo que está allí trabajando con su acostumbrado celo. Después necesito un buen tonel, y vengo a encargároslo. Precisamente éste que vuestros mancebos están concluyendo es el que me conviene, Mandádmelo pues, y decidme cuánto vale. Reinoldo que en estos momentos tomaba un breve descanso, le dijo:—Lo que es éste no puede ser, señor Holzschner, paca va destinado al venerable obispo de Bamberg. El maestro Martín con los brazos cruzados en la espalda, la cabeza hacia atrás y el pie izquierdo algo adelantado, echando una radiante mirada sobre el tonel, dijo con aire de orgullo:—Señor mío, por lo escogido del material y lo delicado del trabajo, hubierais debido adivinar que ese tonel sólo puede brillar en las bodegas de un príncipe. Reinoldo ha dicho bien: no penséis en él. Pasada la vendimia miraremos de haceros uno bueno, cual conviene a vuestra bodega. Irritado el viejo Holzschner por las orgullosas palabras del tonelero, hizo notar que sus monedas de oro valían tanto como las del obispo de Bamberg, y que con el dinero en la mano no había de faltarle un tonel como el que tenía delante, aun cuando hubiera de recurrir a otro taller. Ante tales palabras el maestro Martín apenas podía contener su cólera; pero debía respetar al digno Holzschner, persona muy apreciada en el consejo y querida de toda la ciudad. En este momento dió Conrado un porrazo tal sobre el gran tonel, que pareció que el taller se estremecía, y el maestro que tuvo con este motivo sobre quién descargar su reprimido enojo, exclamó con voz airada:—Estúpido, zopenco, ¿te Las propuesto estrellar el tonel? —¿Y por qué no,—dijo Conrado mirándole con audacia,—si me da la gana de hacerlo? Y redobló sus porrazos hasta que estallando los aros, reventaron las comprimidas duelas viniéndose abajo con estrépito el andamio sobre el cual estaba Reinoldo encaramado. Ciego de furor cogió el maestro un palo que llevaba entre manos el anciano Valentín, y sacudió un golpe tremendo sobre la espalda del mancebo, gritando:—¡Toma, maldito perro!... Apenas Conrado se sintió herido, enderezóse con viveza, permaneció un rato como petrificado, y luego arrojando fuego por los ojos y rechinando los dientes, exclamó:—¡Pegarme a mí!... Y cogiendo de un brinco una doladera que estaba en el suelo la descargó sobre maestro Martín con tanto vigor, que le habría partido el cráneo, si Federico no hubiese llegado a tiempo de darle un empellón, de modo que el agresivo instrumento con sólo rozarle el brazo, le hizo manar sangre. El obeso maestro al sentirse herido perdió el equilibrio y cayó desplomado en el suelo, mientras todo el mundo trataba de echarse sobre el agresor, el cual blandiendo el hierro ensangrentado, gritaba con voz terrible:—Dejadme, que quiero mandarle al diablo. Y deshaciéndose con un atlético esfuerzo de cuantos le rodeaban, iba a renovar el golpe, que hubiera acabado con el maestro, cuando apareció Rosa, pálida y azorada. Al verla Conrado permaneció inmóvil como una estatua, y arrojando el arma que aún tenía en la mano:—¡Dios mío! ¿Qué he hecho?—exclamó con voz conmovedora, y salió del taller, sin que nadie acertara a perseguirle. Levantaron todos al pobre maestro y vieron que el hierro no había traspasado la capa de grasa que cubría sus músculos, por lo que no eran de temer las consecuencias de la herida: después retiraron de entre un montón de aros y virutas al viejo Holzschner, a quien el maestro Martín había arrastrado en su caída y consolaron como mejor pudieron a los chiquillos de Marta, que alborotaban el taller con sus chillidos. Muy postrado quedó el obeso tonelero, quien decía, no obstante, que pasaría gustoso por la herida, si aquel endiablado hubiese dejado intacto su hermoso tonel. Buscáronse camillas con que trasladar a los dos ancianos, pues el señor Holzschner al caer se había dislocado un pie, lo que hacía que renegase de un oficio que requería el empleo de instrumentos asesinos, sin que se descuidara de rogar de paso a Federico que volviera a su noble profesión artística. Reinoldo y Federico aturdidos por aquella ocurrencia, al caer de la tarde fueron a tomar el aíre en el camino de la ciudad, oyendo a su espalda sollozos y suspiros. Se pararon y vieron a Conrado que se les acercaba, diciéndoles con voz doliente:—Oh, mis buenos camaradas, no os espante mi presencia, que aun cuando me toméis por un asesino, no lo soy, pues esta tarde no podía obrar de otro modo. Aquel bellaco debía morir a mis manos, y aún sí fuera posible debería volverme con vosotros y aplastarle... Pero no, ¡ya hay bastante!... Adiós, amigos: ya no volveréis a verme. Decidle a Rosa que me perdone, que la amo más que a mi vida; que el ramo que me dió lo llevaré siempre sobre el corazón, y en fin que algún día oirá hablar de mí.. ¡Adiós, adiós a mis buenos camaradas!... Y diciendo esto desapareció campos a través. —Este muchacho,—dijo Reinoldo,—tiene algo de extraordinario. Su acción de esta tarde y sus palabras de ahora no se explican naturalmente. Algún día se levantará el velo que oculta este misterio. |
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