Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

E.T.A. Hoffmann

"El maestro Martín y sus mancebos"

Capítulo 6

Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia

 
 

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

El maestro Martín y sus mancebos

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VI

Cuando Federico despertó al día siguiente, vió que su amigo, que la víspera se había acostado en un lecho de paja junto al suyo, había desaparecido, y como no viera tampoco ni el laúd, ni la maleta, creyó naturalmente que Reinoldo había emprendido otro camino. Pero al poner el pie fuera de la posada, su amigo le salió al encuentro, con la maleta al hombro y el laúd debajo del brazo, sin pluma en el gorro, ni espada en el cinto, llevando en vez del rico jubón un traje ordinario de color pardo.

—Hola, camarada,—dijo al notar la extrañeza de Federico,—ahora sí que vas a tomarme por mancebo tonelero, es verdad que si? Pero oye: por estar enamorado has dormido como un lirón: mira el sol cuán alto está; en marcha, pues.

Federico abismado en sí mismo seguía silencioso, sin casi contestar a sus preguntas, ni hacer caso de sus chanzas al paso que Reinoldo corría a derecha e izquierda como un loco, cantaba y echaba su gorro al aire; pero también fue poniéndose taciturno a medida que se acercaban a ciudad.

Llegados a la muralla, le dijo Federico:—Estoy tan conmovido, que no puedo dar un paso más: descansemos un rato a la sombra de esos árboles. Y se dejó caer en el césped.

Reinoldo se sentó su lado, y le dijo:—Ayer tarde, hermano mío, me tomabas por un ente muy extraño pero al hablarme de tu amor y confiarme tus aflicciones, mil ideas me cruzaban el cerebro y me habría vuelto loco, sí lo acordes del laúd no hubieran alejado a los espíritus malignos que me perseguían. Esta madrugada, al saltar de la cama, se deshizo la fantasmagoría al primer rayo del sol, y recobré mi jovialidad habitual: arrojéme fuera del mesón, divagué un rato por el bosque, y un enjambre de gratos pensamientos vino a halagarme. Pensé en nuestro feliz encuentro y en la misma confianza que nos inspiramos, y se me vino a las mientes cierta historia que ocurrió en Italia, cabalmente hallándome yo allí. Quiero contártela, porque es un ejemplo elocuente de lo que puede una amistad verdadera.

Un noble príncipe, celoso protector de las bellas artes, ofreció un cuantioso premio al mejor cuadro que se le presentara, sobro determinado asunto, muy bien escocido, por cierto: pero sumamente difícil. Dos jóvenes pintores, unidos en estrecha amistad, resolvieron concurrir al premio, y comunicándose mutuamente el proyecto, reflexionaron juntos sobre los medios de vencer las dificultades. El mayor, muy fuerte en diseño y composición de sus grupos, concibió y bosquejó el plan con admirable facilidad, en tanto que el menor desalentado en sus primeros ensayos, hubiera renunciado a la empresa, si su amigo no le hubiese sostenido y ayudado con sus consejos. Cuando principiaron la obra, el más joven, que por su parte dominaba el arte del colorido, hizo a su camarada tan excelentes indicaciones, y éste supo aprovecharlas de tal modo, que así como el menor nunca había dibujado tan correctamente, tampoco el mayor había nunca empleado el color con tanta maestría. Los dos pintores, concluida que hubieron su obra respectiva, se echaron en brazos uno de otro, se felicitaron recíprocamente, y cada uno adjudicó al otro el premio ofrecido. El más joven lo obtuvo, y exclamaba confuso y avergonzado:—¿Por qué me han dado un premio que de derecho corresponde a mi amigó? ¿Qué hubiera hecho yo sin sus consejos y su auxilio?—¿Acaso tu no me serviste con los tuyos?—contestaba el mayor.—Mi cuadro no carece de algún mérito, lo confieso; pero el tuyo ha sido justamente laureado, pues le supera en mucho. El deber de dos buenos amigos estriba en marchar noblemente a un mismo objeto, y entonces el lauro del vencedor honra al vencido. Ahora te quiero más que nunca, pues el justo triunfo que acabas de alcanzar, refleja en mí...»

—¿No es verdad, Federico, que este pintor tenía razón? Un mismo objeto, una ambición misma deben contribuir a estrechar los vínculos de dos buenos amigos, lejos de relajarlos, pues la envidia y el odio no caben en pechos generosos.

—Exactamente, exactísimamente, Reinoldo,—repuso Federico.—Es posible, hermano mío, que presto nos veamos los dos en Nuremberg, construyendo en competencia nuestra pieza de maestro, un hermoso tonel de doble fondo, acabado sin fuego; pero presérveme el cielo del menor resentimiento ni de celos, si lo haces tú mejor que yo.

—¡Bravo, bravo!—exclamó Reinoldo sonriendo:—no dudo que el tuyo merecerá el pláceme de los mejores maestros; pero si te falta un hombre en lo concerniente a calcular las dimensiones exactas y el diámetro de los aros, aquí lo tienes. Fía en mi también para escoger la calidad de la madera, que entre mil distingo yo a un tablón de encina, cortado en invierno, libre por consiguiente de carcoma, de nudos y grietas: dispón en todo de mi brazo y de mis consejos, que no por eso dejaré de trabajar con ardor en el mío...

—¡Pero Dios del cielo!—exclamó Federico, interrumpiendo a su amigo:—¿a qué discurrir sobre este tema?... Somos acaso rivales?... Aquí se trata de Rosa únicamente, y como yo... ¡Dios mío! ¡no sé lo que me pasa!

—Vamos, hermano,—dijo Reinoldo siempre riendo,—ni siquiera pensaba en Rosa, y estás soñando, si lo crees. Levántate y concluyamos el viaje.

Federico obedeció, prosiguiendo el camino con aire inquieto, y al llegar a la posada, donde se lavaron y quitaron el polvo, dijo Reinoldo a su camarada:—No sé en verdad a quien ofrecer mis servicios, no conozco nadie en Nuremberg, y si tú pudieras acompañarme a casa del maestro Martín, tal vez me recibiría en su taller.

—Gracias por tu idea, amigo mío,—exclamó Federico: acabas de librar a mi corazón de un grave peso, pues me parece que a tu lado me siento con valor para vencer mi timidez y embarazo.

Los dos se dirigieron a la morada del famoso tonelero, cabalmente el domingo que el nuevo síndico había escogido para obsequiar a sus electores. Al entrar en la casa oyeron el choque de los vasos y el confuso tumulto de un alegre banquete.

—Tal vez llegamos en mala ocasión.—dijo Federico algo desazonado.

—Al contrario,—contestó Reinoldo,—creoo yo por mi parte, que ni que la hubiéramos escogido, pues hailándole de banquete, el maestro estará por fuerza de buen humor y dispuesto a acogernos favorablemente.

Al poco rato de haberse hecho anunciar, apareció el maestro Martín, endomingado y con la punta de la nariz y las mejillas algo coloradas. Al reconocer a Federico.—Hola, muchacho,—exclamó;—¡por fin estás de vuelta! ¡sé muy bien venido! supongo que habrás abrazado la profesión de tonelero... Será bonito ahora ver al señor de Holzschner, que no oye hablar de ti sin hacer terribles aspavientos, y decir que se ha perdido un gran artista, puesto que habrías acabado por hacer figuras como las de nuestra iglesia de San Sebaldo, o las que vemos en casa Fugger de Augsburgo!... Pero ya comprenderías que todo esto es pura cháchara, y que has obrado cuerdamente entrando por el buen caminen. ¡Vaya, vaya! ¡Sé mil veces bien venido!

Diciendo así, le abrazó por encima de los hombros, estrechándole contra su barrigón y Federico reanimado ante tan amistosa acogida, libre ya de cortedad, solicitó del maestro que no sólo a él, sino a su compañero, les diera ocupación en su taller.

—No hay inconveniente,—contestó el maestro,—y a fe que no podíais llegar más a tiempo, pues el trabajo aumenta de día mi día, y necesito brazos. Sed, pues, entrambos bien venidos! Dejad aquí las maletas de viaje y pasad adelante: ya casi acabamos de comer, sin embargo podréis todavía sentaros a la mesa, y Rosa cuidará de vosotros.

Maestro Martín reapareció en la sala, acompañado de entrambos mancebos. Sentados entorno de la mesa estaban los respectivos maestros, y con ellos el digno Jacobo Paumgartner, todos con el rostro alegre y satisfecho. Acabábanse de servir los postres y brillaba en las copas el vino generoso. Todos los comensales hablaban en alta voz y todos de cosas diferentes, imaginando cada uno que los restantes le escuchaban y riéndose todos sin saber por qué. Pero cuando el maestro, llevando de la mano a los dos jóvenes, les presentó a la concurrencia como a diestros oficiales de buenos informes, que iban a entrar en su taller, reinó el más profundo silencio y todas las miradas se fijaron en los dos apuestos mancebos. Reinoldo paseó la suya por la salar con orgullo, mientras Federico, fijos los ojos en el suelo, daba vueltas al gorro que tenía entre las manos. El maestro les señaló sitio en uno de los extremos de la mesa, que era precisamente el mejor, pues al poco rato Rosa se sentó entre ellos y les sirvió delicados platos y excelente vino.

Era encantador ver a la preciosa niña con un joven a cada lado, rodeados de todos aquellos barbudos maestros; parecían una de aquellas purpúreas nubecillas matutinales que a veces se destacan sobre la oscuridad del cielo, o bien tres arbustos primaverales cubiertos de flores entre la mustia hierba del campo.

Lleno de beatitud Federico apenas se atrevía a respirar, y con la vista fija en el plato y sin probar bocado, echaba a hurtadillas una que otra mirada, que revelaba su emoción. Reinoldo, por el contrario, fijando sus ojos de fuego en la hermosa joven, le contaba sus largos viajes con tanto ardor e interés, que Rosa permanecía extasiada. Sus ojos sus oídos, todas sus potencias estaban pendientes de los labios del galante doncel, quien no decía nada, que no se le representara a aquella en mil variadas formas, vivas y palpables, hasta que se dejó coger y estrechar la mano contra el corazón por el mancebo.

—Pero y tú, Federico,—exclamó repentinamente,—¿por qué estás inmóvil y silencioso? Vaya, brindemos a la salud de la bella y graciosa señorita, que tan gentilmente nos ha regalado.

Federico levantó con mano temblorosa la copa que Reinoldo le había llenado hasta el borde, y éste le obligó a vaciarla hasta la última gota.—Ahora, la salud de nuestro digno maestro,—dijo Reinoldo, llenando nuevamente las copas, y presentando la suya a Federico, quien al poco rato sintió que los vapores del vino se le subían a la cabeza, y que le hervía la sangre en las venas.

—¡Ah!—exclamó sonrojándose:—¡nunca había experimentado un bienestar semejante! ¡Qué bien me siento!—Y viendo que Rosa, que podía haber interpretado estas palabras de distinto modo, le sonreía con ingenua dulzura, dijo, libre ya de timidez:—¡Querida Rosa, quizás ya no os acordáis de mí!...

—¡Oh, señor Federico!—contestó Rosa bajando los ojos,—¿cómo hubiera podido olvidaros en tan poco tiempo? Aunque entonces era yo muy pequeñita, recuerdo que cuando íbamos a casa del viejo Holzschner, os dignabais jugar conmigo, y buscar siempre un nuevo pasatiempo con que divertirme. Todavía conservo como un recuerdo precioso aquel cestito de filigrana de plata, tan lindo, que me regalasteis por Navidad.

Brillaron dos lágrimas en los ojos extasiados del joven; trató de hablar; pero no pudo exhalar más que estas palabras entrecortadas por profundos suspiros:—«¡Rosa!... ¡Querida Rosa!... ¡Rosa de mi corazón!

—Siempre deseé volveros a ver por aquí,—prosiguió diciendo la joven;—pero nunca hubiera dicho que abrazarais el oficio de tonelero. Cuando pienso en aquellas cosas tan lindas que sabíais hacer en casa del señor Holzschner, me parece que es lástima que hayáis renunciado a vuestro arte!

—¡Ah, querida Rosa! si renuncié al arte a que me sentía inclinado, fue sólo por vos!

Pero apenas hubo pronunciado Federico estas palabras, hubiera querido que la tierra se hubiera abierto a sus pies, tal era el rubor que le produjo la confesión que se escapó de sus labios. Rosa pareció haberlo adivinado todo, le volvió la cabeza, mientras el pobre mancebo, murmuraba en vano algunas excusas.

En esto Paumgartner golpeaba la mesa con el mango de su cuchillo, para anunciar que el digno maestro Volrad iba a cantar. Este no se hizo de rogar mucho tiempo, y cantó al estilo de Juan Vogelgesang una canción tan bella que puso alegre el corazón de todos los convidados, incluso el del atortolado Federico. A esta siguieron otras en diverso estilo, diciendo al terminar, que si alguno de los allí reunidos profesaba el arte del canto, era preciso que se dejara oir.

A esta invitación se levantó Reinoldo y dijo que si se le permitía acompañarse con el laúd, a la moda italiana, cantaría también, conservando empero el ritmo alemán, y como nadie se opusiera, después de algunos graciosos preludios, cantó lo siguiente:

«El precioso manantial del vino perfumado, ¿dónde está? Apliquemos el oído sobre el redondeado tonel y oiremos el dulce murmullo de sus doradas ondas.

»¿Y qué mortal protege con cuidado y conserva con arte el precioso manantial? Ya lo sabéis: ¡el diestro, el bravo tonelero!...

»Placeres amorosos, ardorosos goces del vino, encantos de la vida, todo, todo se debe al tonelero.

»¡Viva, pues, el tonelero... y viva el vino!»

Esta sencilla canción fue el encanto de los comensales, y especialmente de maestro Martín, cayos ojos radiaban de entusiasmo. Sin parar mientes en Volrad que decía que el mancebo imitaba muy bien el ritmo de Juan Muller, se levantó de su asiento y exclamó, agitando la enorme copa, que debía dar la vuelta a la mesa:—¡Ven acá, ven acá, bizarro tonelero y alegre trovador, acércate a vaciar esto vaso con tu patrón!...

Reinoldo obedeció, y al volver a su asiento, murmuró al oído del melancólico Federico:—Ahora te toca a ti: canta la canción de ayer tarde.

—¿Estás loco?—le dijo Federico con enojo, mientras Reinoldo exclamaba dirigiéndose a la concurrencia:—Señores, aquí está Federico, que sabe muchas y más agradables canciones que las mías; pero como está algo ronco por efecto del polvo del viaje, otro día os dará a conocer su admirable talento.

Apenas hubo dicho estas palabras, pusiéronse todos a alabar a Federico, cual si hubiese cantado realmente: algunos maestros pretendieron que su voz sería más pastosa que la de Reinoldo y Volrad, después de haber vaciado otro vaso sostuvo como una cosa evidente, que el método de Federico estaba más conforme con el buen gusto alemán que el de Reinoldo, que participaba demasiado del italiano. En cuanto a maestro Martín echando la cabeza atrás y golpeándose el abdomen, exclamaba:—Entrambos son mis mancebos, es decir, los mancebos del maestro tonelero Tobías Martín de Nuremberg.

Todos los comensales demostraron su asentimiento con la cabeza, y saboreando las ultimas ilotas de sus anchas copas, decían:—Sí, sí, vuestros son!... ¡Los bizarros mancebos del maestro Martín!

Finalmente, se separaron para ir a descansar, mientras Reinoldo y Federico eran conducidos a dos lindos aposentos que el maestro Martín había mandado disponer al efecto en su misma casa.

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