Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

E.T.A. Hoffmann

"Afortunado en el juego"

Capítulo 2

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

Afortunado en el juego

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II

—«Las mismas cualidades que brillan en vos, valieron al caballero de Ménars la admiración y aprecio de los hombres y las simpatías de las damas; sólo que en su nacimiento, la fortuna no le había favorecido tanto como a vos, pues siendo poco menos que pobre, veíase obligado a vivir con suma estrechez para poder ostentarse en el mundo con decencia, toda vez que ello le obligaba su familia. Como una pérdida cualquiera, por insignificante que fuese, podía echar al traste su económico régimen de vida, es inútil decir que se abstenía de jugar, sin que por esto se impusiera el más leve sacrificio, pues nunca había sentido hacia el juego la menor inclinación. Por lo demás, la suerte en todas sus empresas le salía por los ojos, haciéndose proverbial entre sus amigos y conocidos.

Una noche, contra su costumbre, dejóse conducir hasta una casa de juego, y pronto vió a los amigos que te acompañaron abandonados a los azares de la baraja. Preocupado por pensamientos muy distintos, paseábase el caballero a lo largo de la sala, y solo de cuando en cuando se detenía un momento junto a la mesa, donde brillaban considerables montones de oro que el banquero recogía cada punto. Un viejo coronel reparó una vez en él, y dijo en alta voz:—¡Por vida de todos los diablos! Por aquí anda el caballero de Ménars con toda su buena estrella, y si nada ganamos juraría que consiste en que no ha tomado partido ni en favor de la banca, ni de los jugadores; pero, fe mía, que esto no ha de seguir así, y que ahora mismo va a apuntar por mi cuenta: ¡Ea, pues, al avío!

Excusóse el caballero, alegando su poca maña y su absoluta ignorancia del juego, pero el coronel insistió y le llevó a la mesa, sucediéndole precisamente lo que a vos. No había naipe que le faltara, de modo que al poco tiempo había ganado una suma considerable por cuenta del coronel, quien no cesaba de felicitarse por la excelente idea que había tenido de utilizar la infalible buena suerte del caballero. Esta que sorprendía a todo el mundo, no hizo en él la menor impresión, antes bien acrecentó tanto su repugnancia por el juego, que al día siguiente al sentirse molido por las fatigas físicas y morales de una noche en vela, prometióse no entrar nunca más en garito alguno, fuese por lo que fuese. Afirmóle todavía más en su resolución la conducta del viejo coronel, quien desde entonces no tocaba naipe sin que perdiera, y no perdía sin atribuir su desgracia a la neutralidad del caballero.

Sin embargo fue a encontrarle varias veces, suplicándole que jugase por él, o que cuando menos permaneciese a su lado, para alejar con su influencia al maligno espíritu, que se complacía en desbaratar sus mejores combinaciones. Sabido es que en parte alguna existen las absurdas supersticiones que entre jugadores. El caballero únicamente pudo librarse de tanta importunidad, declarando de una vez al coronel que antes prefería batirse con él, que entrar de nuevo en un garito.

Esta historia exhornada con gran copia de enigmáticos detalles debía correr de boca en boca y hacer pasar al caballero por hombre que mantenía secretas relaciones con los seres sobrenaturales; pero como a pesar de lo constante de su fortuna persistía en no tocar un naipe, acabaron todos por elogiar la firmeza de su carácter y aumentóse aun más el aprecio de que era objeto.

Apenas había transcurrido un año, cuando se encontró en grandes apuros a consecuencia de una imprevista suspensión de la módica renta de que dependía su subsistencia, viéndose precisado a recurrir a uno de sus mejores amigos, quien al prestarle algún dinero, llamóle el hombre más estrambótico que hubiera visto en su vida.—El destino,—le dijo,—nos indica siempre el mejor camino para llegar a la felicidad, y únicamente la indolencia tiene la culpa a veces de que no nos apresuremos a observar sus buenas indicaciones. Ahora bien: el supremo poder que nos rige y gobierna, no te ha dicho acaso al pido alguna vez: «¿Quieres oro y riquezas? Pues ve y juega, que de otro modo serás siempre pobre, débil y esclavo de los demás».

Tan sólo entonces el recuerdo de la extraordinaria suerte que había tenido en el Faraón se le reprodujo en el espíritu, y dormido y despierto no veía más que la baraja, ni oía otra voz que el monótono acento del banquero, repitiendo: ¡Ganado!... ¡Perdido!...» acompañado del halagador tin tin de las monedas.

—Es verdad,—decía para sí,—una sola noche como aquella me saca de la miseria, y ya no habrá para qué molestar a los amigos. Mi deber consiste en no desoír la voz del destino.

El mismo amigo que le empeñara jugar, le acompañó a una casa a propósito, dándole veinte luises de oro para que pudiese probar fortuna; y si había sido afortunado, apuntando por el coronel, esta vez lo fue doblemente, pues cogía los naipes a ojos cerrados, sin darse siquiera la pena de reflexionar, cual si una mano invisible, la mano de la suerte, jugara por él, de modo que al levantarse del tapete había ganado veinte mil luises.

Al día siguiente despertó como un atontado: la suma ganada permanecía sobre la mesa, y cual si soñara, después de restregarse los ojos, alargó la mano y tiróla hacia sí, y al ir recordando lo sucedido, y contar y recontar sus ganancias con indecible complacencia, por primera vez penetró un funesto veneno en sus entrañas, que destruyó de un golpe la pureza de sentimientos que había guardado tanto tiempo intacta. Lleno de impaciencia apenas podía esperar la noche para sentarse de nuevo junto al verde tapete, de modo que no amenguando su fortuna, en pocas semanas ganó considerables sumas.

Los jugadores se dividen en dos clases: para unos el juego tiene deleites indecibles por lo que es en sí: a cada instante cambia el encadenamiento de los lances, parece que un poder superior se cierne sobre nuestras cabezas, llenándonos el espíritu de misteriosas emociones: diríase que estamos a punto de penetrar en las sombrías regiones de ese poder maravilloso para observar sus obras y espiar sus secretos. Yo he conocido a un hombre, que encerrado en su cuarto pasaba el día y la noche jugando contra sí mismo: este a lo menos lo entendía.

Los demás sólo miran la ganancia, considerando el juego como un medio de enriquecerse en poco tiempo: el caballero era de estos, confirmando así que la pasión por el juego es hasta cierto punto un sentimiento innato, que depende de la organización individual de cada uno.

Muy pronto le pareció sumamente estrecho y limitado el círculo del que apunta, y con el dinero que llevaba ganado, estableció una banca, que llegó ser al poco tiempo la más rica de París, convirtiéndose en centro de reunión de la mayoría de los jugadores.

Lo licencioso y desordenado de la vida del jugador corrompió en breve las buenas circunstancias físicas e intelectuales que en otro tiempo le captaron estimación y aprecio generales; ya no era el amigo fiel, ni el cumplido caballero, franco y chistoso, ni el caballeresco amante de las damas: el amor a las artes y a las ciencias había muerto en su espíritu y había desaparecido su antiguo afán por instruirse. En su semblante enjuto y pálido, en el ardor sombrío de sus hundidos ojos leíase la desastrosa pasión que le subyugaba, que no era en verdad su amor al juego, sino la asquerosa codicia que el mismo Satanás había encendido en su corazón. En una palabra, era el banquero más completo que se hubiese visto.

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