Capítulo 3
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Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia | |
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
Afortunado en el juego |
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III | ||
Una noche, sin que por eso experimentara graves pérdidas, notó que la suerte le favorecía menos que de costumbre; y en esto, un hombrecillo viejo, seco, pobremente vestido y de repugnante aspecto, acercóse a la mesa, escogió un naipe con temblorosa mano y depositó en él una moneda de oro. Muchos de los jugadores miráronle primero con sorpresa y acabaron por tratarle con evidente desprecio, sin que el viejo demostrara el menor desagrado. Perdió varias apuestas, una tras otra, y cuanto mayor era su desgracia, más se regocijaba el resto de los jugadores, hasta que doblando sus puestas de continuo y perdiendo sobre una misma carta quinientos luises, uno de los presentes, exclamó soltando una risotada:—Bravo, bravísimo, signor Vertua: no desanimarse, que doblando siempre, acabaréis por hacer saltar la banca y entonces sí que no podréis con las ganancias. Lanzó el viejo sobre el burlón una mirada de basilisco, dejó la sala y a la media hora de haber salido, reapareció con los bolsillos llenos de oro lo cual no impidió que debiera presenciar los últimos cortes, sin poder apuntar por haberlo perdido todo. El caballero que en medio de su vida desordenada, conservaba un resto de finura, se mostró algo enojado del irónico desdén con que había sido tratado el anciano, y al levantarse la banca, dirigió con este motivo una reconvención a algunos jugadores, que no se habían retirado todavía. —Vaya,—exclamó uno de los presentes,—que se ve no conocéis al viejo Francesco Vertua, pues de lo contrario lejos de quejaros nos aplaudiríais. Sabed que eseo Vertua, de nación napolitano, establecido en París hace unos quince años, es el avaro más asqueroso, el usurero más desalmado del universo. Carece de todo humano sentimiento, hasta el punto de que vería a su propio hermano retorcerse a sus pies en las convulsiones de la agonía, sin que soltara un solo escudo para salvarle. La maldición de muchos hombres y de gran número de familias arruinadas en sus satánicas especulaciones, pesa sobre su cabeza; no hay quien lo conozca que no le aborrezca, ni quien no desee ver castigado por la venganza del cielo todo el mal que ha hecho. Como nunca ha jugado, a lo menos desde que está en París, juzgad de nuestra sorpresa al verle comparecer aquí y si nos hemos alegrado de que perdiera, ha sido porque sería en verdad muy triste que saliera ganando un malvado como él. Lo que hay aquí de cierto es que la riqueza de vuestra banca habrá deslumbrado a ese insensato, deseoso de desplumaros; sin embargo ha sucedido al revés y a fe mía que no concibo aún cómo ese zorro avariento haya podido resolverse a exponer tanto dinero: consolémonos pensando que no volverá ya más, dejándonos libres de su presencia. Este supuesto distó mucho de realizarse, pues a la noche siguiente, Vertua se entabló frente al banquero, perdiendo todavía más que la víspera; sin embargo permanecía tranquilo, y sólo de vez en cuando sonreía amargamente, como si confiara en un próximo cambio de fortuna. No obstante, las pérdidas del anciano fueron creciendo y engrosando como una avalancha todas las noches sucesivas, hasta que por fin llegó a calcular que había dejado en la banca treinta mil luises de oro. Transcurridos algunos días, volvió a aparecer una noche con el semblante pálido y desencajado, tomó asiento a alguna distancia de la mesa, fija la vista en los naipes que iba tirando el caballero, hasta que al ir a empezar una nueva talla, exclamó con voz aguda que sobresaltó a todos los presentes:—¡Alto! y abriéndose paso a través de la muralla de jugadores, se acercó al oído del banquero y le dijo con voz sorda:—Mi casa de la calle de San Honorato, con todos sus muebles y mis joyas, está valorada en 80 mil francos, ¿aceptáis la apuesta? —No tengo inconveniente;—contestó con acento glacial el caballero, sin siquiera volver la cabeza y empezando a barajar. —¡A la sota!—dijo Vertua, y a la primera mano la sota había ya perdido: el anciano dió un salto hacia atrás; sintiéndose desfallecer se apoyó contra la pared, y permaneció un rato inmóvil como una estatua, sin que nadie se cuidara de él. Concluyó la sesión, se retiraron los jugadores y el caballero con uno de sus ayudantes recogía el dinero de aquella noche en una caja, cuando el viejo Vertua, lívido como un espectro, se le aproximó y le dijo con voz hueca y ahogada: —¡Una palabra todavía, caballero, una sola palabra! —Y bien, ¿qué tenemos?—repuso retirando la llave de la cerradura de la caja, y midiendo al viejo de pies a cabeza, de una sola mirada. —Acabo de perder,—dijo Vertua,—toda mi fortuna en vuestra banca: nada me queda ya, absolutamente nada: ni siquiera sé dónde dormir mañana, ni dónde comer un bocado: A vos recurro, pues, caballero, prestadme la décima parte de lo que me habéis ganado, a fin de que pueda volver a empezar mis negocios, librándome de la horrible miseria que me amenaza. —¿En qué estáis pensando, signor Vertua?—repuso el caballero,—No sabéis acaso que un banquero no debe nunca prestar nada de sus ganancias? Esto sería contra todas las reglas, de las cuales no seré yo a fe quien se separe. —Tenéis razón sobrada, caballero,—continuó diciendo Vertua,—mi demanda era exagerada y loca; la décima parte es demasiado: ¡prestadme tan sólo la vigésima!... —Repito,—repuso el caballero con enfado,—que nada absolutamente presto de lo que gano. —Es verdad—dijo Vertua, cuyo rostro iba palideciendo por grados y cuyas miradas eran cada vez ms lúgubres:—reconozco que nada podéis prestarme, y que en vuestro caso haría yo lo mismo; pero a un mendigo no se le rehúsa nunca una limosna... quitad cien luises nada más de la cantidad que hoy os ha deparado la fortuna... —Vive Dios, signor Vertua;—exclamó el caballero airado,—¡que parece que hoy os habéis empeñado en mortificar a todo el mundo! Os he dicho ya que es inútil la porfía, que no obtendréis de mí ni cien luises, ni cincuenta, ni veinticinco, ni uno siquiera. Sería menester que hubiese perdido la cabeza para que os diera dinero con que emprender de nuevo vuestro infame oficio: la suerte os ha revolcado por el polvo como a un reptil venenoso, y levantaros sería un crimen. Ea, pues, dejadme en paz y resignaos a vivir en la miseria, que bien merecido os está. El viejo Vertua ocultó el rostro entre sus manos y exhaló un profundo gemido, mientras el caballero, después de ordenar a sus criados que le llevaran la cajita al coche, le dijo con acento retumbante:—Y vamos a ver, Signor Vertua, ¿cuándo me entregáis la casa y los muebles? —Al instante mismo, venid conmigo,—dijo con voz tranquila el anciano levantándose de un salto. —Está muy bien: podemos ir juntos en el coche hasta vuestra casa, y mañana por la mañana la dejáis irremisiblemente. Durante todo el trecho ni Vertua ni el caballero dijeron una palabra, y al llegar a la puerta de la casa, el viejo tiró de la campanilla saliendo a abrir una anciana, que exclamó al verle:—¡Santo cielo! Al fin habéis llegado: Ángela estaba mortalmente inquieta... —Silencio, silencio,—repuso Vertua.—¡Quiera el cielo que no haya oído Ángela la malhadada campanilla! ¡Es preciso que ignore mi llegada! Y hablando de esta suerte tomó de manos de la consternada vieja el velón que llevaba, alumbró al caballero, y le dijo:—Aquí me tenéis resignado a todo; ya sé que me despreciáis, que mi ruina os alegra, como alegrará a muchos otros, pero ni ellos ni vos me conocéis. Sabed que en otro tiempo fui un jugador como vos, que recorriendo la Europa, me detenía donde quiera que un rico juego me ofreciese la esperanza de una ganancia considerable, y que el oro se venía a mis manos como en el presente a las vuestras. Tenía yo una esposa bella y honrada, de quien me cuidaba muy poco, viviendo miserable entre mis riquezas. Aconteció un día, en Génova, que un joven romano perdió contra mí un pingüe patrimonio; y del mismo modo, que acabo de hacerlo con vos, me pidió algún dinero para regresar a Roma. Acogí sus súplicas con desdeñosa sonrisa, y montando en furor me dió en el pecho una violenta puñalada, logrando los médicos salvarme a duras penas y siendo larga y penosa mi convalecencia. Mi esposa me prodigó los más tiernos cuidados, me consoló y sostuvo en el sufrimiento, y a medida que iba recobrando la salud, experimentaba un sentimiento de día en día más íntimo, que hasta entonces no había conocido, pues el jugador es ajeno a todo humano afecto, y hasta entonces no supe lo que era amor, fidelidad y abnegación en una mujer amante. Entonces conocí mi enorme ingratitud y a qué hediondo vicio la, había sacrificado: entonces se me aparecieron como espíritus vengadores todos aquellos cuya felicidad había destruido, cuya fortuna había arruinado con atroz indiferencia: oía airadas voces brotando de las tumbas para echarme en cara todas las faltas, e innumerables crímenes de que había sido yo la causa: solo la pobre de mí esposa me calmaba, desvaneciendo las mortales angustias que me oprimían. Hice voto de no volver a tocar un naipe en mi vida; rompí las cadenas que me esclavizaban, resistí a los ruegos de mis asociados, que en mi buena estrella tenían confiada su fortuna, y tomé en arriendo una casita de campo cerca de Roma, en cuyo dulce retiro gocé de una calma y un bienestar que nunca había conocido. ¡Ay! esta felicidad debía durar tan sólo un año: mi esposa me dió una hija y murió pocas semanas después. Lleno de desesperación acusé al cielo, me maldije a mí mismo y a la infame vida que había llevado, de la que se vengaba la Providencia, arrebatándome el único ser en quien hallaba consuelo y esperanza; y, semejante al criminal que teme el horror de la soledad, abandoné mí retiro y vine a establecerme en París. Ángela, dulce imagen de su madre, iba creciendo de día en día; suyo era todo mi corazón, y por ella tan solo anhelaba acrecentar mi fortuna. Es cierto que he prestado dinero a crecido interés; pero se me calumnia cuando se me acusa de usura fraudulenta, pues, ¿sabéis quiénes son los que así proceden? Pues son jóvenes pródigos y malgastadores, que no cesan de molestarme hasta que les he dejado algún dinero, que luego disipan como el humo, y que se enfurecen al reclamarles su reembolso. Pero esto dinero no es mío, es de mi hija y yo me tengo únicamente por administrador de su fortuna. No hace mucho tiempo salvé a cierto joven de la infamia adelantándole una suma importante, suma que no le reclamé hasta tanto que entró en posesión de una rica herencia. Pues, ¿creeréis, caballero, que este miserable se atrevió a negar la deuda, tratándome como un infame usurero ante los tribunales? Muchos otros ejemplos semejantes podría citaros que han acabado por endurecer mi alma. Aun más: podría deciros que he enjugado muchas lágrimas, que muchas preces han subido al cielo en favor mío y de mi Ángela; pero temo que no toméis mí relato como un alarde, pues al fin y al cabo, también sois jugador. Acabé por creer que se había apaciguado la cólera divina. ¡Vana ilusión! Cogido entre las garras del diablo, debía tentarme más que nunca, hatiendo que oyera hablar de vuestra buena fortuna, y que después me citaran cada día a tales o cuales sujetos, que iban saliendo de vuestra banca hechos unos mendigos. Acudióme entonces la idea de que a mí, que nunca había perdido, me estaba reservado contrarrestarla, de que yo era el escogido para poner coto a vuestra rapacidad, y desde entonces esta idea, hija del delirio, no me dejó un instante de reposo. Acudí a vuestra banca y tan solo reconocí mi fascinación, cuando toda la fortuna de mi hija hubo pasado a vuestras manos... En fin, todo se acabó... ¿Permitiréis únicamente que Ángela se lleve su guarda ropas? —Nada me importan los harapos de vuestra hija; además llevaos si queréis las camas y todo el ajuar de casa. ¿Qué me importan esas miserias? Pero, cuidado con que desaparezca nada de valor. El viejo Vertua contempló fijamente al caballero, sin proferir una palabra, y de pronto brotó de sus ojos un torrente de lágrimas, cayendo de rodillas a sus pies y diciéndole con desesperado acento:—¡Oh, caballero! Si aún guardáis un sentimiento de humanidad en el corazón... piedad! ¡piedad!... No de mí, sino de mi hija, de mi Ángela!... una niña, un ángel inocente a quien precipitáis al abismo de la miseria... ¡Oh! compasión por ella! Prestadle tan solo la vigésima parte de sus bienes, que me habéis ganado... ¡Sí! ¡Ya lo sé! ¡Ya sé que os dejaréis enternecer!.. ¡Ángela! Pobre hija. Y entre sollozos y lágrimas, repetía, con acento desgarrador el nombre de su hija. —Ya os he dicho que esta farsa ridícula empieza a sacarme de quicio,—repuso el caballero con enojo y arrebato, al mismo tiempo que aparecía una joven, cubierta con un blanco peinador de noche, esparcidas los cabellos, pintada la muerte en el rostro, arrojándose sobre el anciano, levantándolo, estrechándolo contra su seno y exclamando: —¡Padre mío! Lo sé todo! Todo lo he oído! ¿Y qué importa que hayáis perdido toda la fortuna?... ¿No os queda acaso vuestra Ángela?... No sabrá cuidaros ahora como nunca? ¡Oh, padre mío! ¡No os humilléis ya más delante de ese monstruo! No hay que dolerse de nosotros, sino de él, miserable en medio de sus riquezas; y abandonado a un espantoso aislamiento, sin un corazón que lata junto al suyo, sin un alma que responda a sus dolores. Veníos conmigo y salgamos al instante de esta casa, para que ese hombre no pueda continuar cebándose en vuestros sufrimientos. Vertua cayó desmayado en un sillón; Ángela se puso de rodillas delante de él, y cogiendo sus manos las cubría de besos y caricias, enumerando con infantil inocencia los talentos y conocimientos que pensaba poner en práctica para proporcionarle una vida arreglada, suplicándole con lágrimas en los ojos que desterrase toda inquietud, y asegurándole que sería feliz el día en que debiera bordar, coser o cantar, no por recreo, sino para ganar su subsistencia. ¿Qué pecador empedernido hubiera podido permanecer indiferente ante esta joven, resplandeciente de celestial belleza, hablando con dulce acento y prodigando al anciano los tesoros del amor más puro y de la más acendrada piedad filial? El caballero sintió en tales momentos torturársele la conciencia viendo en la joven un ángel vengador, cuya mirada desvanecía las nubes de la locura y del crimen que le ofuscaban para hacerle aparecer ante sus propios ojos con toda la hedionda desnudez de su indigna conduela. Hasta entonces no sabía qué era amor, y al contemplar a Ángela sintióse subyugado a un tiempo por una pasión violentísima y un dolor sin esperanza pues no se atrevía a concebidas, comparándole con una joven como aquella sin tacha y tan encantadora. Quiso hablar y no pudo, cual si una parálisis le hubiera invadido la lengua; por fin, reuniendo todas sus fuerzas, dijo con voz temblorosa: —Oíd, Signor Vertua... nada os he ganado, nada absolutamente... aquí está mi cajita... es vuestra... ya sé que os debo más... que sois mi acreedor... Pero tomad por el momento... tomad.. —¡Hija mía!—exclamó Vertua. Y levantándose la joven, dirigióse al caballero, y midiéndolo con altiva mirada, le dijo:—Sabed, caballero, que hay algo que vale más que el oro y la fortuna, y son los buenos sentimientos, que os son desconocidos, los cuales nos proporcionan consuelos inefables. Yo rechazo con desprecio vuestros dones y ofrecimientos; ¡guardad ese dinero, prenda de la maldición que os persigue, jugador sin freno y desalmado! —Sí,—exclamó el caballero fuera de sí;—ábrase el infierno a mis plantas, al esta mano vuelve a tocar un solo naipe... pero si la vuestra me rechaza, vos seréis la causa de mi irreparable pérdida... ¡Qué! ¿No me comprendéis? ¡Ah! Tomadme por un loco, que harto lo sabréis todo, cuando venga a vuestras plantas a levantarme la tapa de los sesos., ¡Ángela! De vos depende mi vida o mi muerte... ¡Adiós! Precipitóse el caballero fuera del aposento, presa de la mayor desesperación. Vertua adivinó su estado y recordando lo que a él mismo le había sucedido, hizo comprender a su hija que ciertas circunstancias podían imponerle la obligación de aceptar la oferta del caballero. Ángela se estremeció ante esta idea, considerando que aquel hombre no era digno más que de eterno desprecio; pero el destino, árbitro de los humanos intentos, debía dar a todo aquello un desenlace Imprevisto. Parecióle al caballero haber despertado de una horrible pesadilla, y viéndose al borde de un abismo, tendió los brazos hacia la celestial figura que acababa de aparecérsele. |
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