Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

E.T.A. Hoffmann

"Afortunado en el juego"

Capítulo 1

Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia

 
 

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

Afortunado en el juego

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I

Las aguas de Pirmont se vieron sumamente concurridas durante el verano de 18..., aumentando de día en día la afluencia de ricos y nobles forasteros, lo cual excitaba el genio emprendedor de los especuladores de todas clases, de modo que los banqueros del Faraón se dieron buena maña en cubrir el tapete verde de sendos montones de ducados, esperando con ello, a fuer de diestros cazadores, atraer incautos.

Sabido es que en la estación de baños y entre esas numerosas reuniones, en las cuales nadie sigue sus habituales costumbres, la ociosidad suele arrastrar a todo el mundo, y el mágico atractivo del juego se hace irresistible. No es raro entonces encontrar a personas que en su vida han visto un naipe, sentadas junto al tapete verde, cual impertérritos jugadores; además de que el buen tono exige, mayormente entre las clases más distinguidas, que poco o mucho se visite la sala de juego y se deje en ella algún dinero.

Un joven barón alemán, a quien llamaremos Sigifredo, parecía ser el único que resistía al atractivo de la baraja, rebelándose contra esas roblas del buen tono, de tal modo que cuando todo el mundo se abalanzaba a las mesas del juego se avenía gustoso a perder el recurso de entablar una grata conversación y se retiraba a su cuarto para leer o escribir, o se dirigía al campo emprendiendo solitarias excursiones.

Sigifredo era joven, rico e independiente; de nobles ademanes y alegre por naturaleza, no podía faltarle quien le amara, y era segura su influencia entre las damas, a más de esto una próspera estrella parecía guiarle y sostenerle en todas sus empresas. Citábanse veinte amorosas aventuras peligrosísimas en apariencia, que tuvieron para él un desenlace tan fácil como afortunado. Referíase principalmente la historia de cierto reloj que probaba hasta dónde puede llegar la suerte de un hombre. Siendo Sigifredo aún menor de edad, contábase que emprendió un viaje y se halló un día tan escaso de dinero, que tuvo precisión, para salir de apuros, de vender su reloj de oro guarnecido de brillantes. Resignado estaba a transferir tan valiosa joya por una miseria, cuando llegó a la misma posada donde se hospedaba, un joven príncipe, quien precisamente andaba en busca de una preciosidad como aquella, por lo que le compró el reloj a un precio mucho mayor del que le había costado. Un año después Sigifredo tomó posesión de sus bienes, y leyó en un periódico que iba a rifarse un rico reloj; compró un billete por una bagatela y le cupo en suerte, siendo precisamente el mismo que había vendido. Poco después lo cambió por un rico anillo de diamantes; entró al servicio del duque de Hesse, y éste, queriendo un día darle un testimonio de su aprecio, le regaló el mismo reloj, con una magnífica cadena por añadidura.

Esta historia hizo que fuera todavía más notada su constante repugnancia por el juego, extrañándose que así rehusara el poner a prueba su constante buena estrella; pensóse después que el barón con todo y sus brillantes cualidades era sumamente medroso o sobrado avariento para exponerse a la menor pérdida, sin advertir que su conducta desvanecía por completo toda sospecha de avaricia; pero como acontece de ordinario, todo el mundo se daba por contento con haber imaginado una explicación desfavorable, respecto a un hecho tan inusitado.

Pronto llegó a oídos de Sigifredo la maledicencia de que era objeto, y como nada le repugnaba tanto como una falsa apariencia de tacañería, resolvió, por más que el juego le inspirara fuertes antipatías, destinar algunos centenares de luises a confundir a sus calumniadores. Penetró, pues, en el salón dispuesto a perder la considerable suma que llevaba encima; empero la fortuna que le seguía por todas partes, no podía faltarle entonces. Escoger él un naipe y cubrirse de oro era lo mismo; los más refinados cálculos de los viejos jugadores fallaban ante la buena estrella del barón, y ora apuntara siempre sobre el mismo, ora lo variase, salía ganando siempre, dando con ello el inaudito espectáculo de un jugador que se desespera contra la suerte por serle tan constantemente propicia, lo cual hacía que los concurrentes se miraran extrañados, cual si dudasen de que tuviera cabal el juicio un hombre que como él se quejaba de su fortuna.

Viendo que llevaba ganadas cuantiosas sumas, creyóse en la obligación de continuar jugando, deseoso de perder; empero no llegó a conseguirlo; su destino pudo más que sus deseos. Y sin que él mismo se diera cuenta de ello, iba tomando interés por el Faraón, que con toda su sencillez ofrece agradables combinaciones, Ya no se enojaba contra su fortuna; el juego absorbía toda su atención, y pasaba noches enteras junto al tapete. Ya no era la codicia, ni la ganancia, sino el juego, el juego únicamente lo que le ofrecía esa magia particular de que había oído hablar a sus amigos, sin que nunca hubiera acertado a comprenderla.

Una noche, así que el banquero acababa una talla, levantó los ojos y reparó en un viejo que le contemplaba fijamente con aire serio y triste a la vez, y desde entonces siempre que apartaba la vista de los naipes, encontrábanse sus miradas con las sombrías del desconocido, lo cual acabó por producirle una impresión penosa e importuna. Al día siguiente, vuelta con el viejo y con sus siniestras miradas, hasta que por fin al verle aún al tercer día, no pudo contenerse y le dijo con firme acento:—Caballero, me veo en la precisión de suplicaros que escojáis otro sitio, pues aquí me estáis estorbando.—Saludó el desconocido con melancólica sonrisa y se retiró de la sala sin decir una palabra.

A la noche siguiente se instalaba de nuevo frente a frente de Sigifredo, conservando la misma actitud y la misma mirada. El barón se levantó furioso y exclamó:—Caballero, si habéis tomado como una diversión eso de estarme mirando de continuo, servíos escoger otro lugar y mejor ocasión, pues en este momento os ruego que...—Un ademán con la mano, señalándole la puerta, dijo más que las rudas palabras que el barón se abstuvo de pronunciar, y lo mismo que en la noche precedente el desconocido sonrió con cierta tristeza, saludó y se retiró.

Agitado por el juego y el vino que había bebido, y recordando de continuo la escena con el desconocido, no pudo Sigifredo conciliar el sueño en toda la noche; amanecía ya y todavía se le representaba como un espectro la imagen de este hombre, vigorosamente dibujada y llena de tristeza; veía sus ojos hundidos y velados, y fijándose en su humilde traje adivinaba, a través del mismo, a un hombre de rango distinguido.

Y recordando enseguida la dolorosa resignación con que había abandonado la sala:—Muy mal me he portado con él,—exclamó Sigifredo;—he sido cruel e injusto. Entraba acaso anteriormente en mis modales eso de arrebatarme como un grosero estudiante, ofendiendo a una persona a quien no conozco, sin el menor motivo?

El barón pausó entonces que tal vez aquel hombre, al mirarle de aquel modo, cedía a la influencia del penoso contraste que entre sí ofrecían: él pobre, luchando quizás con angustiosas necesidades, mientras delante de sí veía a un joven jugador que amontonaba el oro. Compadecido al fin, resolvió buscarle al día siguiente, con el objeto de darle una satisfacción por las injurias que le había inferido, y quiso la casualidad que la primera persona con quien topara al salir de casa fuera el desconocido.

Acercósele el barón, excusóse de su dureza durante la última noche, y acabó por suplicarle que le perdonara; contestóle el desconocido que nada tenía que perdonarle; que ya sabía que era preciso dispensar muchas cosas al jugador atareado, y que por lo demás él mismo creía haber merecido los insultos que se le dirigieron, por su obstinación en ocupar un sitio desde el cual le estaría incomodando.

El barón, tomando de nuevo la palabra, repuso que existen a veces en la vida embarazos momentáneos que afectan penosamente a un hombre bien nacido, y acabó por darle a entender que pondría voluntariamente a su disposición una parte de la cantidad ganada y más sí era menester, con el objeto de socorrerle.

—Caballero,—le dijo este;—tal vez me habéis creído en necesidad, y esto no es cierto, pues aun cuando a decir verdad soy más pobre que rico, lo que tengo me basta para vivir modestamente, además comprenderéis muy bien que si tras de haberme ofendido tratarais de reparar la ofensa con una limosna, a fuer de hombre de honor, no podría aceptar una reparación semejante.

—Se me figura comprenderos,—repuso el barón,—y sabed que estoy dispuesto a daros la satisfacción que me exijáis, sea cual fuere.

—¡Oh, cielos!—exclamó el desconocido;—un duelo entre nosotros sería en extremo desigual, convencido de que vos lo mismo que yo no veis en esta clase de combates más que un aturdimiento de muchacho, ni creéis que un par de gotitas de sangre que manen de un pequeño rasguño en los dedos, basten para lavar una mancha inferida a nuestra honor. Sin embargo, comprendo que existan casos en que dos hombres no quepan juntos en el mundo, por más que el uno viviera en el Cáucaso y el otro a orillas del Tíber, pues las distancias desaparecen cuando la imaginación se fija demasiado en la existencia de un ser aborrecido; entonces el desafío decide cuál de los dos debe ceder al otro un sitio en este mundo, y por lo tanto el duelo se hace necesario. Entre nosotros, en cambio, sería lo más desigual, pues mi vida no vale lo que la vuestra, ya que si os mató, destruyo junto con vos todo un mundo de esperanzas mientras que si yo sucumbo habréis puesto fin a una existencia miserable y acosada por terribles recuerdos. Pero dejemos esto, que aquí Jo esencial es que no me considere como ofendido; vos me rogasteis que me marchara... y me marché, ni más ni menos.

El acento del extranjero al pronunciar estas palabras revelaba un resentimiento contenido, y esto dió lugar a que el barón renovara sus disculpas y dijera que sin saber por qué, su mirada le turbaba de tal modo, que en vano intentaba sostenerla cuántas veces lo probaba.

—¡Ojalá,—dijo el desconocido,—que mí mirada, si tanta influencia ejerce sobre vuestro corazón, logre apartaros del peligro que os amenaza! Con el ánimo alegre y sonriente habéis llegado al borde de un terrible abismo: un pequeño golpe puede precipitaros en él sin remisión, pues he observado que estáis en camino de llegar a ser un jugador desenfrenado.

Et barón aseguró al extranjero que se engañaba por completo; contóle los motivos que le habían inducido al juego, y que todo su deseo se cifraba en perder algunos centenares de luises, para no acordarse más de los naipes; pero que hasta entonces a pesar suyo la suerte le había favorecido.

—¡Ah!—exclamó el desconocido,—esa buena estrella es cabalmente el cebo más incitante y engañoso de que se vale el infierno para perdernos. La suerte con que jugáis, los motivos que os han arrastrado hasta el tapete verde, y vuestra conducta, una vez entablada una partida, revelan claramente el creciente interés que os inspira la baraja, y todo ello me recuerda muy a lo vivo el espantoso destino que cupo a un desdichado, que se os parecía infinito y que empezó también del mismo modo. Este es el motivo de que os estuviera contemplando, quieras que no, y de que apenas pudiera con tenerme de revelaros el significado de mis miradas. Cuántas veces tuve en la punta de la lengua:—«Alerta, joven, que el espíritu del mal tiende sobre vos sus garras, ansioso de arrastraros al precipicio»—Vivamente deseaba conoceros, y ya que lo he logrado, oíd la historia de aquel infeliz de quien acabo de hablaros, y quizás os convenceréis de que no es una vana quimera de mí invención este afán por arrancaros a un peligro inminente.

El extranjero sentóse junto al barón en un solitario banquillo, y empezó su relato en estos términos:

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