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Johann Wolfgang von Goethe

"Hermán y Dorotea"

Canto II

Hermán

Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia

 
 

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Hermán y Dorotea

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Hermán

Abrióse la puerta de la sala y apareció un gallardo mancebo. Era Hermán. El párroco le observó atentamente y le dijo sonriendo que volvía transformado, pues nunca le había visto con tan viva expresión de gozo, debida sin duda a que al distribuir los socorros a los emigrados, había recibido sus bendiciones.

El joven, con tono respetuoso, manifestó que dudaba si habría o no procedido con acierto, dejándose llevar de los impulsos de su corazón. Cuando salió de la ciudad era tarde; ya regresaban los vecinos que habían ido a ver pasar los fugitivos; la mayor parte de los proscriptos estaban lejos, y él avivó el paso de sus caballos, dirigiéndose a la aldea, donde le dijeron que los fugitivos iban a hacer alto y a pasar la noche; pero tuvo ocasión en el camino de cumplir los piadosos deseos de sus padres.

—«Corría por la calzada nueva—dijo—y vi un carro sólido y fuerte, arrastrado por dos bueyes de raza extranjera, robustos y vigorosos. Junto a él caminaba con paso firme una joven que aguijoneaba diestramente a los dos hermosos animales. Ai verme, salió tranquila y confiada a mi encuentro y me dijo:—«Nosotros no nos hemos hallado siempre en la situación deplorable en que nos veis ahora. Yo no estoy acostumbrada a implorar la compasión de los extraños. Una extrema necesidad me obliga a importunaros. Ahí, tendida en la paja, va la esposa de un rico propietario, con su hijo que acaba de nacer. He logrado con grandes trabajos salvar a esa infeliz, que sentía cercana la hora de su alumbramiento. Vamos siguiendo a nuestros amigos al paso lento de este carro, y la desdichada ha estado a punto de morir. Ahora su recién nacido duerme desnudo en sus brazos, y aunque alcancemos a nuestros compañeros de infortunio en la aldea más próxima, donde pensamos descansar de las fatigas de este día, su auxilio nos servirá de muy poco. Si sois de esta comarca y tenéis algunas prendas de lienzo de que podáis desprenderos, dadlas por caridad a esos seres desventurados».

Al oir estas palabras, la enferma, pálida y débil, se incorporó penosamente sobre la paja, mirándome con tristeza. Yo contesté:—«Las almas buenas se ven a veces inspiradas por un espíritu celestial que les revela las cuitas de su prójimo. Así mi madre, como si hubiese presentido la pobreza en que os halláis, me dió un paquete de ropas, para cubrir la desnudez de los necesitados».—En el acto entregué las prendas que llevaba, y la joven me dió las gracias con efusión, exclamando:—«Él hombre, cuando es dichoso, no cree en los milagros: en la miseria es donde únicamente se ve la mano de Dios. Quiera su infinita bondad devolveros el bien que por vuestra mediación nos concede hoy.»

La enferma palpaba las ropas con alegría.—Apresurémonos—dijo la joven—a llegar a la aldea donde nuestras familias deben detenerse para pasar la noche. Cuando estemos allí, arreglaré la envoltura para vuestro hijo y cuidaré de todo.

Me saludó otra vez con graciosas demostraciones de profunda gratitud, hostigó a sus bueyes y el carro se puso en marcha.

Siguió Hermán diciendo que permaneció inmóvil, dudando si continuar hasta la aldea o dar los socorros a aquella encantadora joven, seguro de que los repartiría con más equidad que él.

Su corazón se decidió por este último partido, y alcanzando a las pobres viajeras, entregó a la joven las abundantes provisiones que llevaba, prometiendo ella distribuirlas religiosamente entre los más desdichados.

Hermán, fustigó sus caballos y emprendió con rapidez la vuelta a la ciudad.

El farmacéutico, al oir aquel relato, no pudo menos de felicitarse por estar en el mundo solo, sin esposa ni hijos, ni más preocupación que el cuidado de su persona.

Hermán replicó vivamente contra aquellas ideas. Dijo que no era hombre verdaderamente digno el que solo piensa en sí, en la próspera como en la adversa fortuna, y no comparte con nadie sus duelos ni sus alegrías. Se mostró personalmente inclinado al matrimonio y afirmó que el hombre ha menester de los dulces consuelos de una compañera cuando la desgracia llama a su puerta.

El padre de Hermán escuchó gozoso las palabras de su hijo y la madre exclamó:

—Tienes razón, hijo mío, y tus padres han dado ejemplo de ello. No fue en día de regocijo cuando nuestras almas se comunicaron su mutua inclinación, sino en época de dura prueba. Fue un lunes, lo recuerdo perfectamente, porque la víspera se produjo aquel terrible incendio que destruyó nuestra ciudad hace veinte años. Era un domingo, como hoy; el tiempo estaba seco y ardoroso y en la ciudad escaseaba el agua. Todos los vecinos, engalanados con sus trajes de los días de fiesta, se hallaban esparcidos por las aldeas inmediatas, en los mesones y en los molinos. El fuego empezó en un extremo de la ciudad, propagándose rápidamente. Ardieron las granjas con sus ricas mieses, quemáronse las calles hasta el mercado; la casa de mi padre y ésta, que estaban contiguas, fueron también pasto de las voraces llamas, y poco fue lo que pudimos salvar.

Yo pasé una noche tristísima, sentada sobre la hierba cerca de la ciudad, custodiando los pocos muebles salvados de la hoguera; pero el sueño me rindió pronto y no desperté hasta que sentí la fresca brisa de la mañana, que precede a la salida del sol. Cuando vi el humo y los edificios ardiendo aún, y las paredes derruidas, se me oprimió el corazón dolorosamente; pero el sol, apareciendo en el horizonte más espléndido que nunca, me devolvió el valor. Quería ver de nuevo el sitio que había ocupado nuestra casa. Cuando avanzaba por entre los escombros todavía humeantes, contemplando mi hogar arruinado, destruido, tú, esposo mío, subías por el otro lado removiendo las cenizas que llenaban el espacio ocupado por la casa de tus padres. Uno de tus caballos estaba sepultado bajo los escombros en la cuadra; algunas vigas y otros restos incendiados le ocultaban. Pronto nos hallamos frente a frente, dominados por nuestras tristes reflexiones, porque la pared que separaba nuestros patios se había derrumbado. Tú, me cogiste de la mano, diciéndome: «¿Cómo te has atrevido a venir a este lugar? Retírate; los escombros están muy calientes todavía, y tuestan mi calzado». Después me tomaste en tus brazos y me trajiste aquí, al patio de tu casa. Me sentaste en ese mismo banco y me estrechaste en tus brazos:, yo me defendía; pero entonces me dijiste con gravedad estas palabras: «Mira nuestras casas en ruinas, quédate a vivir conmigo, ayúdame a reedificar la mía y yo ayudaré a tu padre a levantar la suya.» No comprendí entonces el sentido de tus palabras; pero poco después enviaste a tu madre a que hablara con mi padre, y al punto concertaron nuestra unión. Aun me acuerdo con placer de aquellas vigas medio consumidas, y de cómo sobre ellas, brillaba el sol alegre, porque aquel día hallé un esposo, que no tardó en ser el padre de mi adorado hijo. Por esto apruebo, querido Hermán, que pienses en elegir tu prometida en estos desdichados tiempos y que hayas ido a buscarla en medio de los horrores de la guerra».

El padre replicó al punto con viveza, que eran dignos de elogio los sentimientos de su hijo, y verdadero el relato de su esposa; pero que no todos los hombres están obligados a labrarse por sí mismos su fortuna, y los que la reciben de sus padres ya hecha, deben considerarse venturosos. Elogió las ventajas que tiene para un joven una esposa rica, y excitó a Hermán a no casarse con quien no lo fuera, porque él no quería ver entrar en su casa una nuera pobre. Añadió que si su hijo estaba dispuesto a darle gusto y a proporcionarle una vejez tranquila y feliz, debía elegir por esposa a una de las hijas del mercader que vivía en frente de su casa. El posadero sabía con certeza que dos de aquellas jóvenes, las menores en edad, no estaban aún comprometidas.

Hermán contestó en tono humilde, que también él había tenido la idea de que una de las dos doncellas a que se refería su padre y que de niñas habían sido compañeras de sus juegos, fuese de mujer su dulce compañera; pero desistió de ello al observar en las hijas del mercader que a medida que crecían se mostraban cada vez más desdeñosas con el amigo de su infancia.

Al oir esto el posadero, con tono airado y violento, se manifestó quejoso de aquel hijo que nunca llegaría a darle gusto, porque solo pensaba en trabajar como un criado, y no en distinguirse a los ojos de sus conciudadanos, doliéndose una vez más de la falta de aspiraciones que observaba en Hermán.

El joven guardó silencio y levantándose sin hacer ruido, se aproximó a la puerta. El padre, siempre con ira, le dijo: —«¡Vete! conozco tu terquedad; pero no pienses en traer nunca a esta casa a la hija de un labrador. Quiero para mi vejez una nuera que me consuele de mis muchos trabajos; y que los domingos sea mi casa como la de mi vecino, el punto de reunión de la gente más distinguida de nuestra ciudad.»

A oir estas palabras levantó Hermán suavemente el pestillo de la puerta y salió de la estancia.

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