Canto I Desgracia y caridad
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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108 |
Hermán y Dorotea |
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Descracia y caridad | ||
En una pequeña población de Alemania, situada en las provincias del Rhin, ciudad de calles silenciosas y desiertas que le daban el aspecto de una población deshabitada, los dueños de la posada del León de Oro, sentados a la puerta de su establecimiento, lamentaban la desventura de los pueblos de la opuesta orilla del río, cuyos habitantes los abandonaban en masa huyendo de los horrores de la guerra. Casi todos los vecinos de aquella ciudad habían acudido a ver pasar a los infelices fugitivos y a prestarles consuelo en su infortunio. También Hermán, el hijo de los posaderos, había ido en su carruaje a llevar a los míseros emigrados ropas y alimentos dispuestos por su tierna madre. Aún seguían los dos buenos esposos comunicándose su pesadumbre por tanta desdicha, cuando comenzaron a regresar los vecinos, y entre ellos el boticario y el respetable párroco. Acercáronse ambos al feliz matrimonio, y después de los mútuos y afectuosos saludos, tomaron asiento a su lado. Apenas habían cambiado los tres hombres algunas frases sobre los sucesos del día, la mujer del posadero interrumpió su plática, impaciente por oir el relato de lo ocurrido. —«¡Quién podrá describir, exclamó el farmacéutico, tan desconsolador espectáculo! Antes de llegar a la pradera divisamos una extensa nube de polvo. Cuando estuvimos en el camino que atraviesa el valle, aparecieron a nuestra vista multitud de carruajes y de viajeros, llegando a nuestro oído un vocerío, un tumulto ensordecedor. Entonces comprendimos la amargura y los dolores que produce el destierro, y la felicidad que goza quien se ve libre de tales peligros. »Era doloroso contemplar los innumerables objetos que constituyen una casa bien provista, confundidos y mezclados en los carros, sin orden ni concierto, denunciando la precipitación con que sus dueños habían tratado de salvarlos. Mujeres y niños, jadeantes, arrastraban voluminosos bultos o caminaban encorvados bajo el peso de las banastas, llenas de utensilios domésticos. «De repente hirieron el aire gritos lastimeros de mujeres y niños, a los que se unieron el balido de las ovejas, el ladrido de los perros y los ayes de los ancianos y de los enfermos, tendidos estos últimos en lechos inseguros sobre carros cargados de muebles y utensilios. Uno de éstos que se había desviado del camino, volcó y se hundió en una zanja. El carro, los que lo ocupaban y los muebles con que iba cargado, cayeron en informe montón. Al pronto creimos que aquellos infelices habían sido aplastados; pero providencialmente quedaron al otro lado de la zanja, sin sufrir grave daño. El vehículo se hizo pedazos, y los viajeros se encontraron sin medios de continuar su marcha, pues los demás seguían adelante arrastrados por aquel torrente animado, no pensando los que los guiaban más que en su propia salvación. Nosotros acudimos en su auxilio, y vimos que los ancianos y los enfermos yacían en tierra magullados, gimiendo, abrasados por el sol y asfixiados por espesas oleadas de polvo.» El caritativo posadero, conmovido por la narración de tantas desdichas, rogó a Dios que su hijo Hermán hubiera llegado a tiempo para distribuir los necesarios socorros, cumpliendo su encargo; porque él personalmente no se sentía con fuerzas para soportar la vista de tanta desgracia. A la vez invitó a sus amigos a que entraran en la sala de la posada, porque en la calle se sentía excesivo calor. Instalados los tres en torno de una mesita, el posadero les sirvió exquisito vino y chocó su vaso con el del párroco. Viendo que el farmacéutico permanecía abstraído en sus meditaciones, le instó a beber diciéndole que él y todos sus convecinos debían felicitarse de que Dios les hubiera librado de males como los que deploraban. Verdad es que no podía menos de recordar el horroroso incendio que años antes destruyó o poco menos la ciudad en donde vivían tan felices, y que no podía negarse que desde aquel suceso memorable, la divina Providencia les otorgaba su protección. El virtuoso párroco aplaudió sus palabras y le exhortó a conservar la fe, porque esta hermosa virtud da calma y prudencia en la prosperidad, y ofrece dulces consuelos e infunde las más risueñas esperanzas en las adversidades. El posadero contestó que jamás, cuando sus ojos se extasiaban contemplando el Rhin, hubiera creído que aquellas riberas encantadoras se convirtiesen en baluartes, y el ancho cauce del río en foso contra los franceses. Confiando en Dios y en la bravura de los alemanes, consideraba una locura abrigar temores de una invasión; sin contar con que los combatientes empezaban ya a cansarse de la larga y mortífera lucha, y todo hacía presumir que se aproximaba una era de paz. Después, como respondiendo a una idea fija en su mente, añadió: —Dios quiera que el día en que se celebre en nuestra iglesia la fiesta en acción de gracias por el término de la lucha, mi hijo Hermán se acerque al ara santa llevando de la mano a su prometida, y tan fausta fecha sea en lo porvenir aniversario de la mayor alegría de mi hogar. Pero ese muchacho, tan laborioso en mi casa, no frecuenta el trato de las gentes, y yo paso muy malos ratos cuando veo que huye de las jóvenes y de los placeres del baile. En esto oyóse lejano galope de caballos, que fue percibiéndose cada vez más cerca, y a poco entró en el patio un carruaje con la velocidad y el estrépito del trueno. |
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