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Manuel Gálvez

"Una santa criatura"

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Biografía de Manuel Gálvez en Wikipedia

 
 
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Una santa criatura
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V

Lichito tenía seis años y era inteligente. Hablaba un poco de francés. Eso sí, amigo de jugar hasta en clase. Y haragán, muy haragán. Raras veces traía los deberes. Y caprichosito también. ¡Qué trabajo, estos chicos mimados, indisciplinados!

María del Rosario descubrió pronto el enigma. Lichito era hijo de un hermano de él. Era ahijado también de él. Y se le parecía tanto, que pudiera pasar por hijo suyo. Se le parecía tanto como el Nene. Y el Nene y Lichito eran los dos idénticos. Por esto la maestra quiso a Lichito como á un hijo. Toda su ternura, su dulzura, fué para Lichito. Ahora, claro: una es maestra y no puede demostrar preferencias. La cara de la señorita directora, sus anteojos, "cumpla su deber, señorita"... María del Rosario sabía todo eso. De modo que sólo a escondidas podía besar a Lichito y mirarlo a gusto. Disimuladamente esperaba que viniesen a buscarlo para salir al mismo tiempo. Si era ima sirvienta, María del Rosario encontraba algún pretexto para hablarle de Lichito y besar largamente a su predilecto.

Lichito había entrado en abril. Y como faltaba mucho a la escuela y era haragancito, estaba atrasado con respecto a los compañeros. ¿Qué hacer? No podría retarlo. ¿Cómo iba a retar a su hijito? No podría castigarlo. ¿Cómo castigar al Nene, que había vuelto a nacer y ahora estaba allí, en la escuela, cerca de ella? Es preciso no tener entrañas, no ser madre, para retar o castigar a los chiquitos. Una será lo que se quiera, habrá faltado gravemente, pero tiene un poco de corazón.

Al principio María del Rosario trató de enseñarle individualmente, un ratito, con preferencia a los demás. Pero la directora, con su cara rígida y solemne, con sus anteojos solemnes y con aquella expresión que iba diciendo por todos los rincones de la escuela: "Cumpla su deber, señorita", se lo reprochó. La directora no sospechaba su preferencia, pero observóle que no debía dedicarse tanto tiempo a un solo niño. La clase se atrasaría, no llenaría el programa.

Entonces la maestra pensó en un castigo, ¡Un castigo a él, a Lichito, a su Nene idolatrado! Pero no se vaya a creer que un castigo serio. No, por amor de Dios. Un castigo chiquito, una poquita cosa de nada... Además, él no sufriría. ¡Imaginarse que ella, la madre del Nene, iba a hacer sufrir a Lichito! Es no conocerla a una, pensar ese disparate. El castigo consistiría en dejarlo sin recreo, un recreo de diez minutos. Lichito no sufriría porque no era muy sensible. Le importaría poco el castigo en cuanto castigo. Pero, como era orgullosito el rico, como tenía tanto amor propio, no le gustaría. Y entonces tal vez estudiase y trabajase un poco más, para evitar lo que él — ¡pero qué encanto de chiquito! — consideraría una humillación.

Un día, como tantas veces, Lichito faltó. Pero faltó al otro día y al siguiente. María del Rosario supo con terror que era por enfermedad. ¡Por enfermedad! La pobre maestrita ya no comió, ni durmió, y apenas pudo dar su clase. Su sonrisa triste se profundizó y ensanchó dolorosamente. Caminaba abora más agachada que nunca. ¿Pensaría llevárselo el Señor a aquel tesoro, lo mismo que se llevó al otro? ¿Y por qué? ¿Por qué, Señor, quitar a una pobre madrecita su alegría, tú que eres la alegría eterna y perfecta?

Pasó una semana. María del Rosario quiso preguntar a la casa por teléfono. Pero no se atrevió. Podían saber que era ella, y entonces, ¡quién sabe qué se imaginaría él, sabiéndolo! Y siguió con la misma ansiedad pesando sobre su cuerpo, desfigurando su rostro, convirtiendo en mueca triste su sonrisa.

Pero un buen día, tres semanas después de la primera ausencia, apareció Lichito, que era como si todas las cosas buenas y bellas del universo hubieran regresado del abismo de tinieblas donde estaban. Ahora todo fue un encanto en la vida. La viuda y las hermanas pasaron de simplemente buenas a santas. Y la cara de la directora, dulcificada de una seda de simpatía, con una luz de sacrificio en los anteojos, ya no conminaba imperativamente al deber como antes, sino que aconsejaba con benevolencia: "Hagamos lo posible por cumplir nuestros deberes".

¡Y qué lindo estaba ahora Lichito! Más que nunca. Y ahora también, más que nunca, se parecía al Nene. Era el más gracioso de la clase, el más bonito, el más rico. Pero eso sí: haragancito y distraído como ninguno. Parecía que la enfermedad, los mimos exagerados que seguramente le rodearon durante quince días, le hubiesen atrasado como alumno y favorecido sus pocas aficiones al estudio. Pero todo esto era inevitable. ¿Cómo no mimar al más grande de todos los tesoros, y especialmente estando enfermo? Ella hubiera hecho igual de ser la madrecita. ¿Qué importaba que después perdiese el año? ¿Y todos los años? La cuestión era que sanase y que estuviese contento y que fuese siempre tan rico... ¿Qué valían los estudios al lado de estas cosas? ¡Si la directora la oyera!

María del Rosario comprobó que Lichito había olvidado casi todo lo que sabía. Sacaba mal las cuentas más fáciles y en la lectura era una calamidad, ¡Hacía una gracia verlo empacadito, medio enojado, sin poder salir del atolladero! Daba ganas de comerlo a besos y mandarlo a jugar. Pero una es maestra y debe conseguir que todos sus alumnos, hasta los más deliciosos y los más queridos, aprendan y pasen el año. Lo hubiera comido a besos durante todo el tiempo de la clase. Pero entre ella y el chiquito se interponía un muro sólido, formado de programas, de reglamentos, de disposiciones oficiales, de órdenes de la directora, de indicaciones de los inspectores, de una infinidad de textos y cuadernos y deberes... ¡Muro antipático! ¿Y qué puede una contra todo eso? ¿Y por qué, Señor, tú que eres la suprema Simplicidad, la suprema Libertad y el supremo Amor, permites que la vida sea complicada por tantas leyes y convenciones que la tornan rígida, compleja, falsa, esclava y ausente de todo, amor?

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