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Manuel Gálvez

"Una santa criatura"

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Biografía de Manuel Gálvez en Wikipedia

 
 
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Una santa criatura
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VI

Dos días después de que Lichito reingresara en la escuela, como siguiera sin interesarse, sin trabajar y sin querer aprender, María del Rosario resolvió acudir al recurso en cuya eficacia creía: dejarlo sin recreo.

Y allá estaba la maestrita, dolorida, sufriente, con ganas de llorar, mirando a su Lichito en el aula, mientras los otros chicos jugaban. Ya se arrepentía con toda el alma; pero no de haber faltado al reglamento sino de haber castigado a su Lichito. El reglamento prohibía que se dejase a su niño sin recreo, porque los recreos, según decía la directora, tenían por objeto "el descanso de las mentes infantiles". ¿Estaría ella perjudicando a la inteligencia de su Lichito? Y con estas preocupaciones se mezclaba el temor de que la directora se enterase. Ya la veía aparecer con su cara rígida y solemne, con sus anteojos solemnes, con su solemnidad de todos los minutos, y decirle: "Ha faltado a su deber, señorita, ha faltado gravemente a su deber".

Así pasaban para la pobre maestra aquellos diez minutos de recreo. Lentitud de siglos. Lentitud de todos los instantes de la vida que vivimos intensamente, con la hondura de las cosas eternas. María del Rosario permanecía, en el patio. Miraba a los chicos jugando, y pensaba en el otro, encerrado en el aula, y en aquel otro, encerrado en un cajoncito que la tierra guardaba. Y cuando María del Rosario se ponía más triste, entraba en el aula y besaba a Lichito que resistía, enfurruñado.

Por fin terminaron aquellos diez minutos angustiosos. ¡Ya no lo haría más, nunca más!

María del Rosario advirtió ese mismo día que a Lichito le había humillado el castigo. ¡Tan orgullosito, el tesoro! Advirtió también que algunos compañeros se burlaban de él porque había sido castigado. Pero ella no impidió esas burlas, que serían benéficas. Y así ocurrió, en efecto. Lichito, al principio, negaba que le hubieran castigado. "Es una mentira, es una gran mentira", afirmaba, con energía. María del Rosario observaba sonriente y feliz. Distraída con los chicos, embobada en Lichito, la maestra no advertía que aquella clase ya no era clase, y que podía aparecer la directora y decirle: "Ha faltado a su deber, señorita". Pero, cómo pensar en otra cosa oyendo hablar a Lichito, oyéndolo protestar, viéndolo furioso, con su piquito estirado, los ojos llorosos de rabia y las manitas amenazadoras? ¿Y cuando se levantó de su pupitre y atropello al vecinito, y lo sopapeó, hecho un energúmeno? ¡Daba una risa! ¡Y qué ricura de chico, qué tesoro de gracia! ¿Por qué, Señor, te llevaste a aquel otro, que alguna vez, en otra escuela y otra clase, podría sopapear a su vecinito con la misma gracia, con el mismo encanto de enojo y de furiecita?

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