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Manuel Gálvez

"Una santa criatura"

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Biografía de Manuel Gálvez en Wikipedia

 
 
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Una santa criatura
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IV

Una mañana, María del Rosario enseñaba a sumar. De pronto los números bailaron en su cabeza. No supo cuánto eran tres y dos. No supo nada. Se hubiera sentado, porque no podía permanecer de pie. Pero allí, en la puerta, estaba la directora, fría y solemne como siempre, con sus solemnes anteojos como siempre y con su cara rígida de siempre, que parecía ir diciendo solemnemente por toda la escuela: "Hay que cumplir con el deber".

¿Qué pasaba? Era que la directora traía un niño y lo hacía entrar en la clase, y que ese niño, ese niño era el chiquito de María del Rosario. Esto creyó ella al verle. Pero su hijito estaba muerto, completamente muerto. ¿Y entonces?

Eran iguales. El chiquito que había entrado y que ya ocupaba un asiento en la primera fila de bancos, era, ni más ni menos, como María del Rosario imaginó al suyo. Tal cual. La misma carita, la misma seriedad, los mismos ojos grandes y asombrados. El chiquito que había entrado era rubio como el de ella. Sólo había una diferencia: el trajecito. Al Nene, María del Rosario lo vio siempre bien vestido y muy limpio, pero este otro era además muy elegante. Sus padres serían personas de fortuna. Y ella, María del Rosario, era pobre. Por eso su imaginación se quedó en un trajecito modesto. La imaginación de los pobres es así: pobre, lo mismo que ellos. Y la imaginación de María del Rosario era también tímida, como ella. No se hubiera atrevido aquella imaginación a pensar en un trajecito lujoso.

María del Rosario continuó su clase. Pero aquello ya no fue una clase. Fue una sucesión de palabras y de movimientos, sin orden unos ni otros. La maestra pasaba de la alegría a la tristeza, sin motivo aparente. Todo su ser, sus ojos, sus sentidos, su alma, su corazón, estaban allí, frente al chiquito, al lado del chiquito, rodeando al chiquito. Un poco más que el pebete abriera sus ojazos, una palabra que dijese, un gesto de sus manitas, y ya la maestra reía de contento o lloraba de contento. ¡Era tan rico su Nene, el que estaba allí! Pero luego pensaba que no era su Nene, que el suyo estaba muerto, completamente muerto, y entonces todo aquel contento se volvía honda tristeza.

Al acabarse la clase apartóse con él. Quedó sola con él en el aula, mientras los demás chiquitos salían al patio. Allí lo besó, precipitadamente de míedo que pudieran verla. Lo besó en los ojazos, en la cabecita enrulada y rubia, en sus manos gorditas. Él protestaba. Quería ir al recreo.

Ella le preguntó su nombre. Él, atufado, no contestaba. La maestra insistía, y él, sin duda para verse libre, dijo su nombre: Lichito.

— ¿Licho? Licho ¿qué? No. Lichito te dicen, pero ese no es un nombre, tesoro. Tu nombre será...

María del Rosario no se animaba a pronunciar aquel nombre. Al padre del Nene, a aquel que la engañó y al que tanto ella quiso, le decían también así. ¿Sería su nombre el nombre del tesoro que estaba allí, enojadísimo, en la prisión de sus brazos? Sí, los dos tenían el mismo nombre y los dos se parecían de una manera increíble. Y lo que era peor, los dos tenían el mismo apellido. Lichito se lo dijo, forcejeando para escaparse y huyendo al patio.

La pobre María del Rosario cayó sentada en uno de los pupitres infantiles. Unas enormes ganas de llorar iban juntándose allá dentro, en la raíz de su alma. Aquello subía, subía, subía... Ahora, ¿por qué esas ganas de llorar? ¿No tenía motivo más bien para ponerse contenta? Porque la verdad, tener a ese chiquito allí, a su lado, ¿no era como tener al Nene? ¿Pero de quién sería hijo ese chiquito? El mismo nombre, el mismo apellido que él... ¿Sería hijo suyo, Señor? ¡Qué tonta es una en preocuparse de cosas que no deben importarle, de cosas que apenas si afectan al pasado! Sí, era una tonta en querer llorar. Pero no lloró porque era fuerte. Y sobre todo porque vio a su lado, en la imaginación, la cara siempre fría y solemne de la directora, con sus anteojos solemnes, con aquella cara rígida que iba ordenando solemnemente por todos los rincones de la escuela: "Hay que cumplir con el deber, señorita".

María del Rosario se levantó y salió al patio. Allí vio a Lichito que jugaba con otros. Parecía imponérseles a los demás, mandar. Ella lo miraba, y su sonrisa era más ancha y más triste.

Recostada en la pared permaneció así un instante. Una maestra que cruzó el patio quedó asombrada al ver la actitud y la expresión de María del Rosario. Parecía ausente, parecía enferma. Ella la había saludado. Pero María del Rosario, distraída, no la contestó.

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