Fernán Caballero en AlbaLearning

Fernán Caballero

(Cecilia Böhl de Faber y Larrea)

"Callar en vida y perdonar en muerte"

Cap. 5: El alojado

Biografía de Fernán Caballero en AlbaLearning

 
 
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
Callar en vida y perdonar en muerte
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El alojado
 

Como ya hemos hecho observar, en este pueblo español rancio, cristiano viejo, tan alegre y pacíficamente alumbrado por las luces de sus altares y por las del sol, no habían penetrado las del siglo. Donde sonaban las armonías que hemos descrito, no se habían oído ni arengas políticas ni canciones patrióticas; no se tenía idea de un alistamiento voluntario para vestir casaca, ni menos del objeto con que se hacía. ¡Cuál sería, pues, el asombro de los atrasados valdepacíficos, cuando vieron una tarde un tropel semipaisano semimilitar entrar en el pueblo dando desaforados gritos de ¡Viva la libertad!

Al ver aquella banda de hombres armados y empolvados, al oír aquel grito extraño para ellos, los habitantes de Valdepaz quedaron consternados. Cundió luego la voz de que eran presos que se habían fugado de la cárcel de la capital, y que huían a la sierra vitoreando su reconquistada libertad. La consternación fue general; pero poco después se serenaron los ánimos, al oír el severo toque del tambor, y ver bajar por la cuesta, en buen orden y con paso mesurado, una columna de soldados.

Es de advertir que el pueblo tiene por los soldados que salen de su seno una simpatía profunda, en que se mezcla la lástima y la admiración: míranlos como víctimas, sí, pero víctimas consagradas a una santa causa, esto es, la de su religión, la de su rey y la de la independencia, no individual, sino la del país, como se defendía en la heroica e inmortal guerra, que por lauro y distintivo ha conservado esta denominación.

Todo, al llegar esta tropa, quedó aclarado. Decíase entonces (pero en Valdepaz no se sabía nada de eso) que existía en la sierra una partida de facciosos, y venía en su persecución una columna compuesta de voluntarios nacionales y de tropa de línea: los primeros eran los que, entrando algo estrepitosamente, habían alarmado al pueblo; pero aclarado el asunto, los ánimos se sosegaron, y sólo les quedó a los valdepacíficos el asombro, primero, de que hubiese soldados sin haber entrado en quintas; segundo, que los hubiese de menos de veinte y de más de cincuenta años; tercero, que se vitorease la libertad sin haber estado preso; y cuarto, que en la sierra hubiese facciosos.

Los voluntarios recorrieron aquellos alrededores, se hicieron vejigas en los pies, y no encontraron nada; por lo cual se volvieron por donde habían venido, y llegaron a sus casas un poco tostados del sol. Los zapateros de su pueblo hicieron una función a San Crispín.

La tropa tenía orden de permanecer en Valdepaz. Venía mandada por un capitán, que fue alojado en casa de la viuda de un rico y honrado labrador. Tenía ésta un hijo, que seguía llevando la labor tal cual había enriquecido a su padre y abuelos, y una hija de quince años, que era el sol de aquel modesto, cándido y virtuoso hogar doméstico.

El capitán, que se llamaba D. Andrés Peñalta, era un hombre de no mala presencia, pero de carácter melancólico y agriado por repetidas decepciones en su carrera, en la que, como muchos, en tiempos de trastornos y revoluciones había sido víctima de circunstancias adversas. Era esto aún más sensible para este hombre, tipo de una clase que se ha hecho harto común en nuestra época, esto es, de aquellos que se creen siempre superiores a la posicion que ocupan.

No obstante, la dulce atmósfera de aquella pacífica casa pareció influir benéficamente en el ánimo tétrico y ensimismado que había producido en él su no satisfecho orgullo. Inclinose hacia aquella niña, ídolo de su casa y gala del pueblo, que tenía el encanto de la juventud y de la inocencia, las garantías de felicidad que aseguran las virtudes, y las de bienestar que prometen los bienes de fortuna. Esto último, sobre todo, debía seducir a un hombre que tenía una ambicion por figurar y ser considerado, tanto más ansiosa, cuanto contrariada se había visto por las circunstancias.

Peñalta, con su brillante uniforme y su porte respetuoso, según calificaban su aire altivo en el pueblo, se había captado la admiración general, pero muy particularmente la de sus patronas; así fue que el día en que pidió a Doña Mariana a su hija Rosalía, no pudo ni intentó la señora ocultar su satisfacción. La dócil niña, al ver que estaba contenta su madre, no lo estuvo menos; las comadres y vecinas hicieron coro, y sólo el hijo de la señora demostró desagrado y decidida oposición al proyectado enlace. Hizo presente a su madre que su caudal, que consistía en algunas fincas, pero principalmente en su vasta labor y numerosa ganadería, prosperaba unido; pero que si cada parte tiraba por su lado, si se dividía o se realizaba, sería en perjuicio de todos. Demostró con buenas razones que su hermana debía casarse con un vecino del pueblo, sin salir del lugar en donde se había criado, y en el que de padres a hijos todos habían vivido felices, bienquistos y considerados. Pero nada pudieron estas juiciosas observaciones sobre la ilusionada Doña Mariana, que estaba llena de entusiasmo por la brillante suerte de su hija Rosalía; y el insistir su hijo en oponerse, sólo sirvió para exasperar a su buena y limitada madre que acabó por decirle que su empeño en que no se dividiese el caudal sería por sacar él la mejor parte. A pesar de tan dura o injusta razón (que había sido sugerida a la buena señora) su hijo siguió combatiendo abiertamente el casamiento de su hermana; de suerte que, incomodada la madre con esta pertinacia, y arrastrada a ello por los extremos que tenía por su hija, declaró que nunca se separaría de ella, y sí de un hijo díscolo, y que seguiría a la primera adonde quiera que fuese.

Este proyecto de la bien acomodada viuda no podía menos de convenir y agradar al capitán, que se apresuró a acogerlo y apoyarlo.

Poco después se verificó la boda, y la nueva familia partió.

Siete años consecutivos vivieron en una paz no interrumpida, gracias al angelical carácter de la madre y de la hija, a su falta de toda pretension y exigencia, así como a la pequeñez del círculo doméstico en que se movían, puesto que la existencia de ambas se reducía a admirar al capitán, a la sazón ascendido a comandante, y a adorar a los tres niños habidos de este matrimonio. Fuera de esto, caían en la nulidad más completa, anonadadas por el prepotente orgullo del comandante Peñalta.

¡Triste mundo este, donde no se adquiere un lugar sino conquistándolo, ni se conserva sino atrincherándolo! ¡Flaca y débil humanidad, que subyuga al que modesto cede, y ataca al que insolente se encima! Esto solo basta para probarnos nuestra inferioridad humana, y hacernos ansiar aquella justicia superior, para la que no hay brillo deslumbrador ni oscuridad impenetrable.

Así fue que en aquellas mujeres, la modestia que aceptaba, la humildad que cedía, la bondad que se conformaba, lejos de ser apreciadas como las más finas y perfectas perlas entre las joyas femeninas, no sirvieron sino para hacerlas aparecer como débiles y ruines, y para robustecer y entronizar en el que acataban, el menosprecio y el despotismo.

Siendo así que D. Andrés Peñalta tenía un excesivo amor propio y un ansia desmedida por ser apreciado como hombre de virtudes, sin tenerlas (hipocresía catonesca que ha reemplazado a la religiosa), trataba a su mujer y a su suegra en presencia de extraños con gran consideración y afecto, y se hacía, como dicen los franceses, buen príncipe, esto es, que se dignaba descender benévolamente a la esfera de aquellas que ante él se inclinaban; pero en la intimidad, se desquitaba, tratándolas con suma altanería y recalcado desdén.

Las torpezas o impropiedades que solía cometer Rosalía en visita, le indignaban. Es consiguiente que la pobre joven, criada en una aldea, nada sabía de los primores y etiquetas de una ciudad populosa; ni vestirse con elegancia, ni estar tres o seis horas en su tocador; ni cantaba, ni bailaba, ni tocaba el piano; por lo cual el necio amor propio de su marido, mortificado con estas cosas, había tomado, para demostrar su encono, una muletilla con la que continuamente hería y humillaba a su pobre mujer; era ésta: «Tú no sabes nada.»

Sobre dos cosas nada puede el malévolo e injusto despotismo: sobre el hierro, que resiste siempre con igual fuerza, y sobre el junco, que al punto cede; así era que en aquella casa había una paz profunda, pues el despotismo que la regía sólo hallaba suaves y débiles juncos. Pasaba la voluntad del déspota sobre aquel interior doméstico como una ráfaga del huracán sobre un campo llano; campo no estéril ni desolado, sino cubierto de suave y fresco césped.

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