(Cecilia Böhl de Faber y Larrea) "Callar en vida y perdonar en muerte" Cap. 4: Valdepaz
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
Callar en vida y perdonar en muerte |
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Valdepaz | ||
Existe un pueblo que nombraremos con el pseudónimo de Valdepaz, que ha escogido por asiento un valle, colocado entre las últimas ondas que forma el suelo de una vasta cordillera. Dórale un brillante sol sus mieses, riéganle claros manantiales sus huertas, en que el copudo naranjo cubre de perlas su manto como un rey, el fino granado se adorna de corales, el suave almendro de guirnaldas de rosa, y los sencillos frutales se apresuran a ponerse su traje blanco, que es tan frágil que se desprende aun antes de partir la fugitiva primavera que se lo viste. Separan a Valdepaz del resto del mundo los montes que a su alrededor se levantan como inmensos biombos, con los que hubiese rodeado la naturaleza la cuna en que durmiese uno de sus hijos. Álzase en su centro, digna y tranquila, la no profanada iglesia; descansa honrado bajo el techo del labrador el arado que enseña el trabajo, y en premio da el pan de cada día. Los niños aprenden la doctrina, besan la mano al cura, y piden la bendición a sus padres. La ilustración del siglo novador, según se habrá notado, había retrocedido desdeñosa al ver tanto oscurantismo, había contado a Valdepaz entre las momias, borrándolo de la lista de los vivos, y, cual a otro enterrado Pompeya, le había dicho con profunda intención y grave solemnidad: ¡Séate la tierra ligera! Era una tarde de primavera después de un día de verano, pues el suave vientecillo que corría se había, como hace un sibarita, refrescado en las nieves de las altas cumbres, y perfumádose después entre las jaras que cubren sus laderas. La plácida hora del crepúsculo se anticipaba por el valle, no dorando ya los rayos del sol sino las cimas de los montes que lo rodeaban, en cuyas crestas todas parecía arder una hoguera; tal como sucedió en los montes de Asturias, en aquel famoso hecho guerrero que valió su nombre al progenitor de los Cienfuegos. No había un celaje en el cielo que pudiese servir de refugio a los últimos y rosados esplendores del sol. Oíase el alegre murmurio del agua de riego esparciéndose en cien diferentes direcciones por los huertos; dócil en seguir la senda que le traza el hombre, se veía a esta hija de las nubes y de las fuentes, ya rodear un naranjo como un ceñidor de bruñido acero, ya esparcirse sobre un cuadro recién sembrado como una cubierta de cristal, y entonces pararse incierta entre ceder a las seducciones del sol, que la atrae a sí para tejerse con ella sus velos, o a la atracción de la tierra, que la anhela para nutrir con ella las plantas tan lindas que le forman su rico vestido. Oíase el grillo, tocador del primer instrumento que hubo en el mundo, desesperado de que a pesar de su incesante reclamación no se le declare decano de la filarmonía. Oíase el balar de las ovejas, tan dulce como su índole, tan suave como su vellón, tan triste como la víctima a la cual simboliza; el prolongado mugido de la vaca que llama a su cría, el zumbido monótono del abejorro tonto y torpe, volando en derecho de sus narices sin cuidarse de tropezar con las ajenas. Veíanse los aviones surcar el aire en sus alegres desatinadas evoluciones, dando sus gozosos pitíos, lo cual, al contemplarlos, hace decir a los niños con fraternal simpatía: «Ya salieron los muchachos de la escuela.» Empezaban su silencioso vuelo los inofensivos murciélagos, pobres pájaros sin plumas que se esconden de la luz del día como pobres vergonzantes, tan feos, que llevan en las aldeas el nombre de figuritas, y tan perseguidos, que se preguntan: ¿Si considerará el hombre usurpada la existencia que les dio a ellos aquel mismo Criador que al hombre le dio la suya? Entonaban sus claras serenatas las ranas, rústicas sirenas que convidan entre sus frescos juncos a las delicias del baño. Las laboriosas abejas dejaban gruñendo su tarea, porque hallaban ya en las flores rocío mezclado a la miel. Oíase la triste y plañidera queja del mochuelo, que impele a ir a consolarlo; suena tan melancólico su canto entre la armonía de la naturaleza, como para probar que hay en ella una voz, así como en el corazón hay una cuerda, que vibra siempre melancólicamente, aunque el día haya sido brillante y sea la noche serena. Sólo la grave y misántropa lechuza, a la que chocaba este concierto general al acercarse la noche, se desprendía de la torre en que medita y censura, lanzando su enérgico ceceo como para imponer silencio. Pero entre todas estas voces campestres, tan llenas de indefinible encanto para quien sabe gozar prácticamente de la naturaleza, sobresalía la sonora, modulada, y expresiva voz del hombre, las de los trabajadores campesinos que al regresar a sus casas cantaban. ¿Quién ha enseñado a estos hombres? ¿Quién les ha infundido la elevada y aguda poesía de la letra, la encantadora y original melodía de sus cantos? El sentir, que no necesita del arte; entre tanto que sin el sentir, el arte es un cadáver, un bien formado cuerpo sin alma. Mas prestemos oído a lo que canta este airoso joven que se ha adelantado a los demás, y cuya voz ha atraído a la ventana a una linda muchacha, a quien oculta una cortina formada en la reja por la enredadera cubierta de sus flores amarillas. EL RETRATO. Tiene tu cabeza |
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