(Cecilia Böhl de Faber y Larrea) "Callar en vida y perdonar en muerte" Cap. 3: Un crimen
|
|
Biografía de Fernán Caballero en AlbaLearning | |
[ Descargar archivo mp3 ] | ||||
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
Callar en vida y perdonar en muerte |
<<< | Capítulo 3 | >>> |
Un crimen | ||
La curiosidad del caballero forastero, excitada por lo que había oído, hizo que volviese a los pocos días con el determinado objeto de anudar la conversación interrumpida. Después de los primeros cumplidos, dijo a la amable dueña de la casa: -Señora, extrañareis quizás mi insistencia; pero es grande mi deseo de saber algunos pormenores sobre el crimen de que me hablasteis el otro día, que tan pavoroso debe haber sido cuando no puede el tiempo, ese Saturno que hasta las piedras se traga, consumir las huellas que ha dejado. -Con la mejor voluntad os comunicaré lo que sé, que es lo que sabe todo el mundo -contestó la interrogada-. Pero es probable que la fecha, ya antigua, del hecho, así como el no haberlo presenciado, lo despoje a vuestros ojos de la activa y siniestra impresión que causó a todos los habitantes de esta ciudad. Habrá diez años que llegó aquí, y se alojó en la referida casa, un comandante con su mujer, tres hijos pequeños y su suegra. Era él todo un caballero en su porte, así como en su conducta; al cariño que demostraba a su mujer, que era muy joven y muy sencilla, se mezclaba la gravedad de un padre, y así formaban una familia tan unida como feliz. Era ella una paloma sin hiel, como dice la poética definición popular, y se hallaba tan satisfecha y dichosa en ser la escogida de aquel digno marido, como en ser la madre de los tres ángeles que sin cesar la rodeaban. Era el tipo de aquellas ejemplares mujeres que sólo existen en el estrecho círculo de sus deberes de hija, esposa y madre. En cuanto a la señora mayor, era de aquellas criaturas que denomina el mundo, para clasificarlas pronto, con el título de una infeliz. Siendo muy piadosa, pasaba su tranquila existencia en el templo rogando a Dios por los objetos de su cariño, y en el hogar doméstico alabando a los de su culto. Eran estas señoras propietarias en un pueblo pequeño, por lo que muchos las denominaban lugareñas o provincianas, como se dice ahora en francés traducido; pero yo siempre hallé en aquella casa delicada urbanidad, porque era sincera, franqueza decorosa, y una conducta austera sin gazmoñería y sin aspirar a los elogios a que es acreedora. Si es esto ser lugareña, no debe pesar el serlo. Pasaba yo en su casa muchos ratos, porque aquella paz interior, aquella felicidad modesta y sosegada, comunicaban bienestar a mi corazón; porque una simpatía grata me inclinaba hacia aquel hombre tan digno y tan estricto en el cumplimiento de sus deberes, me impelía hacia aquella suave mujer que gozaba en sus virtudes como otras en sus placeres, y me arrastraba hacia aquella anciana sencilla y amante, que no hacía más en la vida que sonreír y rezar. Puede que esta felicidad, aunque santa y modesta, fuese demasiado perfecta para ser duradera en un mundo en que, por desgracia, aun los buenos se acuerdan menos del cielo cuando la tierra les hace la vida dulce. Ello es que una mañana entró mi doncella azorada en mi cuarto; traía el rostro descompuesto y agitada la respiración. -¿Qué hay, Manuela? -le pregunté sobresaltada. -Señora, una gran desgracia, una atrocidad sin ejemplo. -Pero ¿qué es? ¿Qué ha sucedido? Explícate. -Esta noche... en la casa de junto... No os asustéis, señora. -No, no; acaba. -Ha sido muerta la señora mayor. -¡Muerta! ¿Qué dices? -Sí señora, degollada. -¡María Santísima! -exclamé horrorizada-. ¿Y cómo? ¿Han entrado ladrones? -Es de presumir; pero nada se sabe. El caso es, señor, -prosiguió la narradora-, que aquella mañana salió el asistente, que dormía en un cuarto en el zaguán, para ir a la plaza. La puerta de la calle, según afirmó, estaba cerrada, como la había dejado la noche antes. Así, era evidente que por la calle no habían entrado los asesinos. Pero cuando volvió de la plaza, extrañó hallar la puerta de en medio sólo encajada, de manera que cedió a su presión, y pudo entrar sin ser necesario que nadie le abriese; mas ¡cuál no sería su asombro al ver enrojecida el agua en la blanca mar de la fuente del patio! Aumentose éste al ver en la tersa pared de la escalera señalada con sangre una mano. ¿Hubo acaso de darle al asesino, al bajar aquellos escalones y al verse cubierto de sangre humana, un desvanecimiento que le obligó a buscar un apoyo en la pared? ¿Conservó ésta la marca de la mano homicida para acusar al culpable y marcar su senda? Subió el asistente desalado, siguiendo el rastro de las gotas de sangre, que de trecho en trecho, y como dedos vengadores, le señalaban por dónde ir a descubrir el crimen. Llega a la sombría y apartada estancia que en el interior de la casa habitaba la señora mayor, aquélla que nunca quiso creer en el mal porque nunca pudo comprenderlo! ¡Hasta la puerta llegaba la laguna de sangre que iba extendiéndose en el suelo y que sus ladrillos no querían absorber! Sangre líquida, caliente, que parecía todavía conservar la vida que faltaba al lívido cadáver, que con los ojos desmesuradamente abiertos por el espanto con que terminó su vida, yacía sobre la cama, al lado de la que pendía un brazo blanco y yerto, como si fuese de cera, para testificar el abandono en que murió. El asistente, aterrado, dio gritos, y corrió a llamar a sus amos. ¡Qué espectáculo para estos desgraciados!... La pobre hija cayó al suelo como herida de un rayo. El comandante, pálido y demudado, pero más dueño de sí, mandó cerrar la puerta de la casa, pues a los gritos del asistente se reunía gente, e hizo avisar a la justicia. Pero ésta nada halló sino el mudo cadáver; vio sangrientas heridas, bocas que acusaban el crimen, pero no al criminal; y era lo extraño, que ni aun las más remotas sospechas pudieron caer sobre nadie, ni encontrarse el más leve indicio que sirviese de luz para seguir pista alguna. El asistente dormía al lado afuera del portón, en el zaguán. Esta puerta, que sólo por el lado de adentro se abría, la halló abierta al volver de la calle; lo que hace probable que el asesino se hubiese ocultado el día antes en el interior de la casa, o entrado por los tejados. Esta última versión no era probable ni casi posible, en vista de que esa casa, la de la condesa *** y la mía forman manzana. La criada había pasado aquella noche en la fiesta de una boda de una hermana suya, como atestiguaron cuantos habían concurrido a ella. El otro asistente estaba malo en el hospital, y no se había movido de su lecho. A pesar de esto, los dos primeros fueron presos; pero después de algun tiempo se les puso en libertad. Notad hasta qué punto fue aterrador y horripilante el atentado, cuando sólo la idea de que se le sospechara de haber tenido parte en él, hirió de tal suerte la imaginación del asistente, que era un honrado mallorquín, que perdió la razón, y de la cárcel fue llevado a la casa de los locos. Sobre la criada cayó tal sombra, por haber sido presa y envuelta en aquel tétrico y misterioso proceso, que no pudo hallar casa en que la quisiesen admitir de sirviente; su novio la dejó, y así, presa de la ignominia y de la miseria, arrojose a la mala vida, y se perdió. Entre tanto, la ciudad estaba aterrada. Nada pudo la justicia inquirir, ni aun sospechas que hubieran podido servirle de vislumbre en aquellas tinieblas. El crimen, con el misterio, se hace pavoroso y crece como el terror en la oscuridad de la noche. La vindicta pública, indignada, gritaba: «¡Justicia!», y los jueces, con la cuchilla alzada, no hallaban sobre quién descargar el golpe. Así, eran vanos los clamores para que se hiciese justicia, en vista de que ésta se la había Dios reservado para sí; pues, repito, que nada se supo entonces, nada se ha sabido después, ¡nada se sabrá nunca! -¿Y que fue luego del comandante y de su familia? -preguntó vivamente interesado y conmovido por la relación que había oído el forastero, para quien la casa que le había parecido una inocente paria, se iba convirtiendo en un antro misterioso y lúgubre. -Sabéis -respondió sonriéndose la señora- que los extranjeros nos echan en cara a las españolas el proceder siempre de ligero, el ceder constantemente a nuestro primer impulso, y el tener en poco aquel estricto y severo círculo de acción de sus paisanas, que está a veces lleno de delicado decoro, y a veces hinchado de frío egoísmo: las españolas, francas y ardientes de corazón, no reflexionan cuando éste las arrebata; y si por esta razón aparecen siempre tiernas, valientes y generosas, a veces son irreflexivas; esto es, como dicen los franceses, tener los defectos de sus cualidades. Consiguiente a esto, apenas salio la justicia de aquella casa, cuando me arrojé en ella para prestar auxilio y consolar a mis desgraciados amigos. No, ¡nunca olvidaré, ni se borrará de mi alma, el lastimero cuadro que presentaba! Fue tal la impresión que recibí, que costó la existencia al último hijo que Dios me destinaba. El cadáver, que aún permanecía en el cuarto en que se halló, no se veía, pero se sentía! Enfriaba aquella atmósfera: ¡la casa olía a sangre! El agua que llenaba la mar de la fuente permanecía roja, como si el líquido y corriente hilo que constantemente la renueva pasase por en medio como yerto témpano, sin querer mezclarse con ella, o como si una gota de inocente sangre vertida bastase a enturbiar para siempre una fuente, así como basta a manchar para siempre una conciencia. Mi pobre amiga, que tanto amaba a su madre, se estremecía en convulsiones. Al verme, pudo gritar, llorar y desahogar su comprimido dolor. Su marido estaba aterrado; el asombro parecía haber parado la circulación de su sangre. ¡Tal era la lívida palidez que cubría su rostro, y la inmovilidad de sus labios, comprimidos por el horror! Me traje a su infeliz mujer a mi casa, y a poco tiempo, habiendo su marido logrado una permuta, pasaron a una lejana provincia, porque les era imposible permanecer en el lugar en que había acontecido tan horrorosa catástrofe. -Pero ¿con qué objeto se cometió ese asesinato? -preguntó el caballero. -Se infirió que por robar a la víctima, -contestó la señora-. Aquella mañana, según dijo su hija, había recibido su madre una crecida suma de dinero por manos de un escribano; sobre él recayeron violentas sospechas, y aunque nada se le ha podido probar, ha quedado completamente desacreditado. Las sospechas que llegan a hacerse unánimes y estables desacreditan a veces más que un hecho probado y ventilado, en cuyo caso el interesado, aunque culpable, ha podido emitir descargos, alegar disculpas, y sobre todo demostrar arrepentimiento y obtener así el perdón, que el Dios de las misericordias no guardó sólo para sí, sino que con su divino destello puso en el corazón del hombre, y al que elevó a precepto en su santo Evangelio. -Vuestra observación es justa -repuso el caballero-. La sociedad, que es y debe ser clemente, después de castigado el delito, es inexorable con el crimen impune. Eso es lógico. ¿Y habéis vuelto a saber de vuestros pobres vecinos? -He sabido varias veces de ellos, hasta que últimamente los he perdido de vista. Les fue muy bien en el pueblo a que se trasladaron. El marido se retiró del servicio militar, se afincó y tuvo mucha suerte en cuanto emprendió: así sucede que es hoy uno de los hombres más considerados de aquel pueblo, una notabilidad, según el estilo moderno. Ha sido alcalde y diputado provincial, y qué se yo cuántas cosas más en el innumerable plantel constitucional de autoridades. En cuanto a ella, vivía siempre contenta en su vida doméstica y retirada. -Por lo visto -dijo el forastero con una sonrisa agria y amarga-, la casa conserva la impresión que se ha borrado en los corazones! -La casa ha conservado la impresión del crimen: en los corazones se ha amortiguado la del dolor. El dolor no puede ser eterno en este mundo; así lo ha dispuesto Aquél que sabe lo que nos conviene. Cada día un nuevo sol hace olvidar el que desapareció la víspera; cada flor que abre su seno aleja la vista de la que se marchita. La ausencia es un velo poco trasparente. Lo venidero absorbe lo actual, y su ardiente excitación debilita las impresiones, como los rayos del sol desvanecen la viveza de los colores. Y no motejéis al olvido, ese bálsamo, esa panacea, ese dulce elixir de vida que Dios envía a las criaturas, como a las plantas envía su refrigerante rocío. Sin él, ¿qué sería de nosotros? -No sé -repuso el caballero- si clasificar lo que decís de sublime filosofía, o de divisa del vulgar ¿qué se me da a mí? -Ni tan alto ni tan bajo: es una verdad sencilla y práctica; una de las muchas disposiciones de la naturaleza, contra las que se rebela en vano el orgullo del hombre. Pero decidme, ¿queréis habitar la casa? Mucho me alegraría que la presencia de una buena y amable familia disipase la sombra de esa fúnebre morada, como la sonrisa de la aurora ahuyenta el ceño de la noche. -Gracias, señora. No la viviré yo. Aunque hijo de este siglo despreocupado, no ha podido el carácter del positivismo que le preside ahogar las impresiones del espíritu que reina, en alta esfera; y puesto que aquella casa es la depositaria del misterioso y horrendo atentado, la única que conoce los impunes criminales, huyan de ella los buenos y quédese sola con su secreto, como deberían estarlo todos los que llevan la conciencia manchada con algun delito. |
||
<<< | Capítulo 3 | >>> |
Índice de la obra | ||
|