"El socio" |
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Música: Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 3 - 85: Broken chords |
El socio |
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En esto Cloete se equivocaba. La desolación de la señora de Harry se debía a que su esposo se había suicidado ante ella. No se le pasó y, de tal modo, luego de un año hubo necesidad de internarla en un manicomio. No estaba agitada; su estilo de locura era dulce, tranquilo. Vivió todavía largo tiempo. Y Cloete ya estaba desafiando el viento y la lluvia. Nadie en las calles. Había vuelto la tranquilidad. El patrón del café salió a buscarlo al pasillo, y le dijo: "Por aquí, no. No está en la habitación. No hemos conseguido que se acostara por más que lo intentamos. Está allí, en la sala pequeña. Le hemos encendido fuego..." "Le has dado de beber también -dijo Cloete-. Nunca habló de pagar su bebida. ¿Cuánto ha bebido?" "Dos", dijo el otro. "Bueno. Bien puedo hacer esto por un marino rescatado del naufragio." Cloete se puso a reír con una risa demoníaca: "¿Qué, ha pagado?". El cafetero guiñó el ojo... "Le ha pagado a usted en oro, ¿verdad? Vamos, hombre, hable..." "¿Pero qué? -gritó el hombre-. ¿Qué quiere decir usted? Yo le he devuelto religiosamente el cambio de su moneda de oro". "Está bien", repuso Cloete. Y se dirigió a la sala pequeña donde estaba Stafford con el cabello desordenado, vestido con una camisa, en zapatillas y con un pantalón del dueño del establecimiento, sentado junto al fuego. Al ver a Cloete bajó la mirada. -Usted no creyó que volveríamos a encontrarnos, señor Cloete -dijo Stafford lentamente, pues aquel individuo, cuando no estaba bajo los efectos de la bebida, adoptaba una actitud huraña y humilde-. Después que el capitán se suicidó, me quedé allí, sentado y repasando en mi mente todo lo sucedido -dijo-. Todo llega. Han pasado muchas cosas: complot para hundir el barco, tentativa de asesinato y el suicidio este. Señor Cloete, sé que he sido víctima de una cruel y premeditada tentativa de asesinato, como término de mil muertes previas. Y esto vale las mil libras esterlinas de las que hablamos. Una cantidad insignificante, como usted ve. El suicidio ha llegado oportunamente... Y levantó los ojos hacia Cloete, que sonrió y se acercó a la mesa. -Usted ha matado a Dunbar -murmuro. Lo miró con firmeza y le mostró los dientes: Cierto que lo he matado. Yo estuve encerrado en la cabina como un ratón en la ratonera... Encerrado y condenado a ahogarme al hundirse el barco. Claro, yo lo he matado. La sangre y la carne serán los jueces de esta acción. Yo creí que era usted, miserable asesino, que venía a terminar conmigo... Él abrió la puerta con violencia y cayó sobre mí; tenía un revólver en la mano y lo maté. Estaba loco. Mucha gente enloquece por mucho menos. Cloete lo contempló sin pestañar. ¡Ah, ah! ¿Éste es su cuento? -Y al propio tiempo que hablaba, con ansias movió un poco la mesa-. Ahora, escuche el mío. ¿Dónde está el complot? ¿Quién puede probarlo? Usted se encontraba allí robando. Usted se disponía a desvalijar la cabina. El capitán lo sorprendió en el momento en que revolvía el cajón y con su propio revólver, usted lo mató. Usted lo mató para robar, sólo para robar. Su hermano y los empleados de la oficina saben que usted se llevó a bordo sesenta libras. Sesenta libras oro en un maletín. Me dijo a mí dónde estaban guardadas. El patrón de la lancha salvavidas puede ser testigo de que todos los cajones se encontraban vacíos, sin excepción. Y usted ha sido lo suficientemente estúpido como para pagar unas copas media hora después de desembarcar, cambiando una de las monedas de oro. Escúcheme. Si no va usted pasado mañana a casa de los abogados de George Dunbar, a prestar una justa declaración sobre las causas del hundimiento del navío, lo denunciaré a la policía. Pasado mañana... ¿Y usted qué cree que pasó? Que Stafford comenzó a tirarse de los cabellos. Exactamente. Se los arrancó a manos llenas, sin decir palabra. Cloete dio un golpe a la mesa y el hombre rodó por el suelo, al ser derribada la silla donde se sentaba. Con su cuerpo dio en el guardafuego de la chimenea, al que tuvo que sujetarse... -¡Ya me conoce usted! -le dijo Cloete enojado-. Me importa un bledo lo que pueda ocurrir. Lo mataría a usted tan sólo por dos monedas. Al oír esto, el sujeto se escabulló debajo de la mesa. Cloete salió y al volver a la calle -usted debe conocer esas pequeñas casas de pescador-, en la oscuridad, lloviendo a raudales, el otro abrió la ventana y con voz llorosa le dijo: Usted es un cochino yanqui y uno de estos días me las pagará todas juntas Cloete se alejó riendo con crueldad y dijo, para su capote, que aquel hombre se había llevado lo suyo y ya estaba bien pagado, si es que sólo él lo sabía. Mi extraordinario rufián terminó la cerveza que le quedaba mientras me miraba por encima del vaso, con sus ojos negros y hundidos. -No comprendo bien. ¿Cómo es eso? -le dije. Demoró un poco y me explicó, sin demasiado empeño, que luego de la muerte del capitán Harry, la mitad del dinero del seguro del barco fue a manos de la viuda, y que sus tutores emplearon este dinero, naturalmente, en comprar fondos del Estado para asegurar así el futuro. La parte de George Dunbar, tal como Cloete lo había pensado, no bastó para lanzar el medicamento con éxito. En el negocio entraron otros capitalistas y nuestros dos hombres debieron retirarse casi arruinados. -Tengo curiosidad - dije yo - por saber cuál es el principal motivo de esta historia trágica, es decir, la especialidad farmacéutica. ¿Qué es eso? ¿Usted lo sabe? Me dio el nombre y yo silbé con respeto. Nada menos que los Parker's Lively Lumbago Pills. ¡Gran negocio! Usted lo conoce, todo el mundo lo conoce. Un hombre de cada dos lo ha ensayado en el mundo entero. -¡Cómo! -grité yo-. Dilapidaron una inmensa fortuna. -Sí, por un tiro de revólver -rezongó él. Me dijo más. Después de lo sucedido, Cloete regresó a los Estados Unidos como pasajero en un barco de Albert Dock. La víspera de la salida lo encontró paseándose por los muelles y lo invitó a su casa a tomar una copa. ¡Era un sujeto extraño ese Cloete! Estuvieron toda la noche bebiendo ponche hasta la hora de embarcar. Fue entonces cuando sin amargura, pero cansino y cansado, le contó la historia, con una franqueza inconsciente y propia de aquellos traficantes específicos, lejos de las reglas morales al uso. Cloete terminó confesándole que estaba harto del viejo continente. En cuanto a George Dunbar, lo había soltado al fin, separándose de él. Cloete estaba evidentemente desilusionado. En lo que se refiere a Stafford, había muerto en un hospital del East End como un vagabundo profesional. Al llegar su última hora reclamó la presencia de un sacerdote para confesar que su conciencia estaba perturbada por haber matado a un inocente. Tenía necesidad de que alguien le dijera que aquello estaba muy bien -gruñó mi viejo bandido con evidente desprecio-. Le dijo al sacerdote que yo conocía a Cloete, quien había querido matarlo, y por eso el sacerdote, que trabajaba entre los cargadores del muelle, me habló un día de esto. Cuando el bergante estuvo en la cabina del barco, cerca de la trampa, se golpeó la cabeza contra las paredes y comenzó a gritar pidiendo socorro... Prometió ser honrado y todo lo demás... Después se volvió loco... gritó, se tiró al suelo, se dio con la cabeza contra las paredes... ¿Usted ve ésa de aquí, eh...? Así estuvo hasta que no lo soportó más. Se calmó. Volvió a tirarse al suelo, cerró los ojos, quería orar. Por lo menos esto es lo que él dijo. Quiso pensar en alguna oración, ante una próxima muerte. Su terror llegaba a gran extremo. Se imaginó que de haber tenido un cuchillo u otra arma similar, se hubiera cortado el cuello; y todo hubiese terminado así. Lo pensó mejor. Trató de levantar la madera alrededor de la cerradura... No llevaba cuchillo... Se echó a llorar y suplicó a Dios que le pusiera al alcance una herramienta cualquiera, cuando súbitamente recordó: el hacha. Casi todos los barcos llevan un hacha de reserva, para un caso de emergencia, en el camarote del capitán, en una caja o en otra parte. Se puso de pie. Noche oscura. Empujó un cajón para buscar cerillas y mientras tanteaba con las manos, la primera cosa con que se tropezó fue el revólver del capitán Harry. Estaba cargado. Ya tenemos al hombre animoso. Puede tirar contra la cerradura y hacerla pedazos. Salvado. Es la Providencia. También encontró cajas de cerillas. "Puedo ver lo que pasa por aquí", pensó. Encendió una cerilla y en el fondo del cajón descubrió el saquito de tela. Comprendió inmediatamente lo que era y se lo escondió en el bolsillo. "¡Ah! -se dijo-, aquí hace falta más luz." Formó un montón de papel en el suelo y le prendió fuego. Comenzó a revisar, por si encontraba algo de valor. ¿Usted sabe qué le dijo al sacerdote de East Ends? Que el demonio lo había tentado... Primero la misericordia de Dios, después la obra del demonio. Por turno, cada uno. Todo pícaro que simula cambiar dice otro tanto. Estaba de tal modo ensimismado, buscando en los cajones, que lo primero que oyó fue este grito: "¡Dios mío!". Levantó la cabeza y encontró la puerta abierta. Cloete había dejado la llave en la cerradura, y el capitán estaba de pie delante de él, encima de los papeles que ardían en el suelo. Los ojos se le salían de las órbitas. "¡Robando! -gritó el capitán-. Un marino. Un oficial. ¡No! Un miserable como usted merece quedarse aquí y hundirse con el barco". Stafford dijo al sacerdote que al oír esas palabras de nuevo se puso como loco. Tomó del cajón el revólver y disparó sin apuntar. El capitán cayó rígido, provocando un ruido como el de una piedra sobre el montón de papeles en llamas, apagándolos con su propio cuerpo. Completa oscuridad y ningún ruido. Escuchó un momento, arrojó el revólver y, pesadamente, como un loco, saltó a cubierta. El viejo golpeó la mesa con su puño. Me dolía oír a esos idiotas marineros contar que el capitán se había suicidado. ¡Puach! El capitán era hombre capaz de mirar a la cara al Supremo Hacedor, por alto que estuviera y por muy bajo que fuera el lugar desde el cual lo contemplara. No era de esos que se quitan la vida. No, justamente. Era todo un hombre, de pies a cabeza. Él fue quien me facilitó mi primer negocio como arrumbador, tres días después de mi boda. Como su objetivo principal parecía ser el de justificar al capitán Harry de la acusación de suicidio, yo no le agradecí con mucho énfasis por el asunto que me había ofrecido. Además, tampoco eso merecía mucho agradecimiento. Resulta escandaloso pensar que tales cosas puedan pasar en nuestro respetable Canal de la Mancha, en pleno tráfico de lujo con vistas a Suiza y Montecarlo. Habría precisado, tal vez, para hacer creíble esta historia, trasladarla a otro sitio cualquiera, a los mares del Sur, aunque hubiera costado mucho trabajo prepararla para el uso de los lectores de magazín. La he dejado en su crudeza, por así decirlo, tal como me fue contada, pero por desgracia, desprovista del encanto sorprendente del narrador, viejo rufián, el más imponente que nunca haya habido en el oficio, ¡oh, qué poco romántico!, de arrumbador en el puerto de Londres. Octubre 1910 |
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