"El socio" |
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Música: Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 3 - 85: Broken chords |
El socio |
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¡Y qué cosa más idiota! Años y años pasan los marineros de aquí, Westport, relatando la misma mentira a los turistas, esa gente que se hace pasear en barca por un schelling con barba y preguntan puras tonterías. ¡Para pasar el rato hay que contarles algo! ¿Conoce usted algo más imbécil que hacerse pasear en una embarcación a lo largo de la playa? Es como tomar un refresco sin tener sed. No me explico qué gusto encuentran en ello. Ni siquiera se marean. Un vaso de cerveza, olvidado, estaba sobre la mesa, junto al codo del bebedor. Esto ocurría en la pequeña sala de fumar de un pequeño y respetable hotel. Mi dedicación a las amistades improvisadas explicaba el motivo de mi estancia en aquel lugar y tal compañía a aquellas horas. El hombre que hablaba poseía unas enormes, aplastadas y arrugadas mejillas, afeitadas con suma prolijidad y un mechón espeso de pelos blancos cortados en cuadro colgaba de su barbilla; su balanceo acentuaba su voz opaca. El desprecio profundo que sentía por la especie humana, por sus actividades y moralidades, era expresado por la colocación caballeresca de su sombrero blando de fieltro negro y anchas alas, que no se quitaba nunca. Su aspecto era el de un viejo aventurero, dedicado a su vida privada, luego de protagonizar innumerables aventuras en los más oscuros rincones del planeta, y no precisamente en olor de santidad. Sin embargo, yo tenía mis deducciones para pensar que nunca había salido de Inglaterra. Por una observación fortuita, hecha por alguien, pude adivinar que en otro tiempo tuvo relación con algo referente a los barcos; pero con los barcos en los muelles. Gozaba de una personalidad contundente. Fue lo primero que me llamó la atención en él. Pero no era empresa fácil juzgarlo y, antes de que transcurriera una semana de nuestro conocimiento, renuncié a su clasificación y me conformé con esta definición poco clara: "un rufián imponente y viejo". Una tarde lluviosa, en que yo estaba atravesado por un aburrimiento terrible, entré en la sala de fumar. Él estaba sentado en una absoluta e impactante inmovilidad, en posición de faquir. Pensaba, entonces, cuáles podían ser las relaciones entre un hombre tal y el ambiente, sus opiniones, sus concepciones morales y hasta quién podía ser su mujer, cuando con gran sorpresa mía, casi de repente entabló conversación conmigo, hablando entre dientes, con voz apagada. Debo aclarar que desde que le dije que me dedicaba a escribir cuentos y novelas, toda la mañana la ocupó en lanzar delante de mí, a modo de gesto de bienvenida, un vago y constante gruñido. Él era, obviamente, un taciturno. Sus sentencias fragmentarias producían un efecto de rudeza. Hubo de pasar algún tiempo para que yo descubriera que lo que quería saber él era cómo me las arreglaba yo o qué estrategias seguía para publicar cuentos y novelas en los periódicos. ¿Qué podía decirle a un hombre así? Yo me aburría mortalmente; el tiempo continuaba imposible y, aunque fuera sólo por cortesía, resolví ser amable. -¿Fabrica usted mismo esas historias? ¿Cómo demonios se le ocurren? -rugió. Yo le expliqué que generalmente se sigue una idea o sugestión, cuando se escribe un cuento. -¿Y eso qué es? -Bueno, por ejemplo -dije yo-, el otro día me hice pasear en barca hasta más allá de las rocas. El marinero me habló de un naufragio de hace más de veinte años, en esas mismas rocas. Esto puede inspirar o sugerir un cuento, una descripción sobre todo, con el título de "En la Mancha", por ejemplo. En aquel momento comenzó a burlarse de los marineros y de los turistas que escuchaban sus relatos. Sin que se moviera un músculo de su rostro, lanzó con violencia la palabra "idiotas", que salió de sus profundidades. Y retomando su murmuración ronca y entrecortada: "Mirando esas imbéciles rocas, moviendo las estúpidas cabezas (los turistas, según presumo). ¿Qué creen que es un hombre, una bolsa de papel llena de aire, que revienta cuando le pegan? ¡Hermosa inspiración! Estúpido cuento del demonio. ¡Una mentira!". Hay que imaginarse a aquel imponente rufián con el fieltro negro de su sombrero como adorno, expresando aquellas palabras como un perro viejo que ladra de vez en cuando, con la cabeza erguida y los ojos fijos. -Después de todo -exclamé yo-, si es falso no deja de ser una inspiración que me permite ver las rocas, la tempestad, la cadencia de las olas de que nos hablan, etc., etc., en sus relaciones. El efecto de la lucha contra las fuerzas naturales -dije, exaltado. Me interrumpió y, aún más agresivo, preguntó: -¿La verdad es algo para usted? -No me atrevería a afirmarlo -repuse con cierta prudencia-. Lo que sé es que la verdad resulta más extraña que la ficción. -¿Quién dice eso? -vociferó enfático. -¡Oh, nadie en particular! Me volví hacia la ventana, pues el sujeto en cuestión, con su brazo inmóvil sobre la mesa, comenzaba a molestarme. Yo creo que fue mi actitud poco cortés la que lo impulsó a pronunciar un discurso relativamente largo. -¿Ha visto usted alguna vez rocas tan tontas como ésas? Parecen pasas en una porción de pudding frío. Yo miraba las rocas, un acre o más de puntos negros esparcidos entre las sombras gris acero de un mar compacto, bajo la niebla de un vaporoso gris. A un lado, la mancha clara y homogénea: la blancura velada de la bahía, desprendiéndose como un reflejo difuso y misterioso. Era un cuadro bello y a la vez singular, algo expresivo, impresionante y solitario a la vez, una sinfonía en gris y negro, un verdadero Whistler. Lo que ocurrió después, generado por aquella voz a mi espalda, me obligó a volverme. La voz rezongaba su desprecio contra toda relación posible entre las olas rugientes. Después, en tono enérgico y conciso, añadió: -¡Yo no soy tan bobo! Cuando contemplo esas rocas... me recuerdan más bien una oficina de Londres... en una de las calles perdidas que abundan detrás de la estación de Cannon Street... El hombre se expresaba deliberadamente de un modo a veces vibrante y fragmentario y otras blasfémico. -Se trata más bien de una relación lejana -aclaré. -¡Una relación! ¡Vayan al diablo sus relaciones! Eso es puro azar. -Sin embargo -dije yo aún con ganas-, una casualidad tiene relaciones con sucesos anteriores y posteriores, que de poder desarrollarse... Parecía escuchar atentamente, inmóvil. -¡Ah, sí, desarrollarse! Quizá es eso lo que usted hace, ¿no es cierto? Eso nada tiene que ver con el mar. Puede quitárselo de la cabeza, si usted desea. -Si es necesario, desde luego. A veces hay que sacarse un montón de cosas de la cabeza. Aunque debo aclararle que la historia o el cuento es lo de menos, depende de muchas cosas. Me divertía hablarle en esos términos. Él manifestaba claramente que, a su juicio, los novelistas estaban detrás del dinero, lo mismo que las demás personas que viven de su esfuerzo, y le parecía extraordinario hasta dónde llegaban los supuestos novelistas corriendo tras del dinero... o algunos de ellos. En este punto, hizo una crítica contra la vida marítima. Estúpida existencia, según él. Lejana de ocasiones, carente de experiencias y de variedad, ¡nada! Aunque admitía que la navegación había dado hombres valiosos. Hombres que están hechos para triunfar en el mundo como para volar en el aire. ¡Niños! El capitán Harry Dunbar, por ejemplo. Buen marino. Gran reputación como capitán. Gran hombre. Patillas cortas grisáceas, bello rostro y voz fuerte. Un buen muchacho, pero con la maldad de un niño de pecho para luchar contra la infamia humana. -¿Habla usted del capitán del "Sagamore"? -dije yo, enardecido. Después de un despectivo "Sí, señor", miró fijamente la pared, como si delante estuviera la oficina de Cannon Street Station. Mientras, gruñendo, me echaba otra de sus descripciones fragmentarias, levantando de vez en cuando la barbilla, como si dominara su cólera. A juzgar por su descripción, se trataba de un modesto despacho, nada sombrío, algo apartado en una pequeña calle reconstruida casi por completo. La tercera puerta, después del café del Cheshire Cat, bajo el puente del ferrocarril. "Yo tenía la costumbre de almorzar allí cuando mis negocios se concentraban en la City. Cloete iba a tomar un bocado y a bromear con la camarera. Bromear era lo de menos para él. Sólo la forma en que se colocaba sus anteojos, cómo parpadeaba o el movimiento de su enorme boca bastaba para hacer reír antes de comenzar el relato de sus bromas. ¡Gracioso hombre! Cloete, C-l-o-e-t-e, Cloete". -¿Qué era? ¿Holandés? -pregunté. No veía por ningún lado la relación entre aquello y los marinos de Westport, y menos los turistas de Westport, ni por qué el viejo e irritable infame los tildaba de locos y embusteros. ¡Sólo el diablo lo sabe! -gruñó con los ojos fijos en la pared, como si esta vez estuviera viendo una cinta cinematográfica de la cual no quería perderse detalle alguno-. Hablaba sólo inglés. La primera vez que lo vi fue en el muelle, al salir de un barco que acababa de llegar de los Estados Unidos. Era un barco de pasajeros. Me preguntó si conocía un hotel pequeño por aquí cerca. Necesitaba un sitio tranquilo, ya que tenía trabajo para quince días. Lo llevé a un hotel de unos amigos míos... Retorné a la City. "¡Oh!, es usted muy amable -dijo-, lo convido a una copa". Se me puso a hablar efusivamente de sí mismo y de los años que había pasado en los Estados Unidos. De toda clase de asuntos repartidos aquí y allá. Con comerciantes en determinadas especialidades y en productos farmacéuticos. ¡Viajes! Redactó anuncios y todos sus derivados. Me contó cosas muy divertidas. Un tipo bien posicionado, distinguido. Cabellos negros erizados como la cerda de un cepillo, una cara larga, largos brazos, largas piernas, con una manera estúpida de hablar en voz baja... ¿Ve usted esto? Yo asentí, pero él casi no lo advirtió. -Nunca he reído tanto en mi vida. Aquel rufián le hubiera hecho reír aun contando cómo había despedazado a su propio padre. Por otra parte, era capaz de hacerlo. Un hombre entendido en especialidades farmacéuticas es capaz de todo; desde arriesgarlo todo a cara o cruz hasta el crimen con premeditación. Aquí tiene usted una verdad que debe aprovechar. Ellos se burlaban de todo, creían que podían apoderarse de lo que les diera la gana y encontrar así una justificación para lo más repudiable. El mundo era su presa. En el fondo, Cloete era un hombre de negocios. De pronto, juntó unos cientos de libras. Buscó trabajo tranquilo. "Nada hay más valioso o que valga tanto, al fin de cuentas, como la vieja patria", me decía un día. Y se fue, dejándome rodeado de las mismas copas que de costumbre. Al cabo de un tiempo, unos seis meses creo, me tropecé con él en la oficina de George Dunbar. Sí, en aquella oficina. Era raro que yo... Sin embargo, en un barco había una partida a su cargo en el muelle, y por ese asunto necesitaba hablar con mister George. De pronto, veo a Cloete que salía de una habitación del fondo, con papeles en la mano... Asociado. ¿Comprende usted? -¡Ah, sí! -dije yo-. Los centenares de libras. -Y también su lengua -gruñó-. No olvide usted su lengua. Algunas de sus charlas debieron aclarar en la mente de George Dunbar su concepto de los negocios. -Era un muchacho persuasivo -sugerí yo. -¡Hum! Usted lo soluciona a su modo. ¡Bueno! Socio. George Dunbar se caló su alto sombrero y me pidió que esperase un poco... George tenía el aspecto del hombre que gana miles al año. Él y el capitán Harry salieron juntos. Tenían un asunto que resolver con un abogado de allí cerca. El capitán Harry, cuando estaba en Inglaterra, acostumbraba ir con frecuencia al despacho de su hermano, alrededor de las dos. Se sentaba en un rincón como un buen muchacho y se ponía a leer los periódicos, fumando su pipa. Dos hermanos modelos. ¡Dos pichones! "Yo me ocupaba de las partidas de frutos en conserva", me confesó Cloete. Conmigo entabló una conversación acerca de esa especialidad. Después, a continuación: "¿Qué suerte de vejestorio es el tal 'Sagamore'? El barco más hermoso que ha existido, ¿eh? Naturalmente, todos los barcos son buenos para usted. ¡Vive usted de ellos! En cuanto a mí, preferiría esconder mi dinero en un calcetín viejo". El hombre tomó aliento y en un momento observé que su mano, que había permanecido hasta entonces reclinada sobre la mesa, se cerró despacio. Esto, en un hombre inmutable como aquél, era de mal agüero: algo así como el gesto del Comendador. -Así, pues, observe usted que ya en esta época... -rezongó. -Pero, dígame -interrumpí-, el "Sagamore" pertenecía a Mundy y Rogers, según me han dicho. Resopló con desaire: -¡Vayan al diablo; los marinos no saben nada! Llevaba la bandera de la casa. Es diferente. Es un favor. Esto es todo. Al morir el viejo Dunbar, el capitán Harry capitaneaba ya un vapor de la casa; George dejó el Banco donde trabajaba para seguir su vida con lo que le había dejado el viejo. George era un hombre lúcido e ingenioso. Comenzó primero por dedicarse al almacenaje; comerció con dos o tres cosas al mismo tiempo: pulpa de madera, frutas en conserva y otros productos parecidos. Y el capitán le confió su parte para que el negocio marchase... "Con mi barco tengo todo lo necesario -dijo él-. Pero justamente Mundy y Rogers vendieron todos sus navíos a los extranjeros y se dedicaron a la navegación de vapor". El capitán Harry se molestó bastante con esto: perder su mando, abandonar un barco que quería con toda su alma. Se descorazonó. He aquí que ante esa ocasión, los dos hermanos recolectaron un poco de dinero, que les dejó una vieja que murió, o cosa por el estilo. Una pequeña hucha. Y así fue como el pequeño George propuso: -Ahora los dos tenemos con qué comprar el "Sagamore". -Pero vas a necesitar más dinero para tu negocio -gritó el capitán Harry. El otro lanzó una carcajada y dijo: -Mi asunto marcha muy bien. Puedo salir y juntar un puñado de monedas de oro de a veinte chelines en el tiempo que tú tardas en fumar una pipa, querido... En esta oportunidad, Mundy y Rogers se mostraron muy amables: Desde luego, mi capitán, y si usted desea, nosotros trabajaremos por su cuenta como si el barco fuera nuestro. En esas condiciones, puede usted deducir que comprar el barco era un buen negocio. ¡Ya lo creo que lo era en aquel tiempo! El modo que tenía aquel viejo de volver la cabeza hacia mí, en otro hombre hubiera significado un gesto iracundo. -Todo eso, como usted puede deducir, ocurrió antes de que apareciera Cloete -murmuró. -Sí, ya comprendo -contesté-. Nosotros decimos generalmente: "Pasaron algunos años..." El tiempo pasa pronto. Me contempló en silencio como inmerso en el recuerdo de aquellos años de excelentes negocios. Se trataba de sus años y de los años (no muy numerosos), en que Cloete entró en escena. Al retomar la conversación advertí claramente su intención de demostrarme, en la forma oscura y enfática que le era característico, la influencia que había ejercido sobre George Dunbar. El mismo Dunbar, más tarde, había constituido una dilatada sociedad con la moral fácil y poco convincente de Cloete, hombre de talento, persuasivo, sin vergüenzas, y de tendencias desordenadas y aventureras. Él deseaba que yo insistiese acerca de aquel asunto y le aseguré que ello dependía de mí. También deseaba que yo entendiera que el negocio de George tenía sus altibajos y sus quiebras; durante ese tiempo, el otro hermano viajaba de un lado para otro como si nada, al extremo que a veces faltaba el dinero, lo cual le preocupaba mucho, pues se había casado con una mujer aficionada al despilfarro. En términos generales, Cloete vivía con cierta ansiedad respecto de este asunto. Y justamente iba a la City en busca de un hombre que trabajaba en específicos (el antiguo tráfico de aquel rufián), con éxito. Con un capital de varias veintenas de miles, capaz de gastarlas a manos llenas en anuncios, su negocio podía haberse convertido en una mina de oro. Cloete se deslumbró ante las ganancias de aquel negocio en el que era un técnico. Me explicó que el socio de George se entusiasmaría ante la idea y sería, sin dudas, una ocasión única. Todos los días, alrededor de las once, aparecía en la oficina de George, abrumándolo con el mismo asunto, hasta que a George le rechinaban los dientes de rabia. -¡Basta! ¿De qué nos sirve eso? ¡No hay dinero! ¡Si casi no hay ni con qué continuar! No se deben gastar millares en publicidad. En verdad, no se atrevía a proponer a su hermano que vendiera el barco. Su hermano no quería ni pensar en ello. Esta idea lo obsesionaba. Pensar en tal cosa significaba el fin del mundo. ¡Y para un negocio de ese género...! -¿Cree usted que eso sería una estafa? -preguntó Cloete retorciendo la boca. George contestaba que no. Un burro podrá creerlo sólo después de la experiencia que tenía en los negocios. Cloete lo miraba con dureza. Jamás pensó en vender el navío. Con los años, la vieja cáscara de nuez que tenía no valdría en venta la mitad del valor del seguro. A George esto lo ponía fuera de sí. ¿Qué significaban, pues, aquellas bromas idiotas desde hacía tres semanas con respecto al cargamento del buque? ¡Estaba ya harto! Y se enfadaba hasta arrojar baba por la boca. Cloete no se conmovía por ello. Yo tampoco soy ningún burro -dijo lentamente-. No hay necesidad de vender nuestro viejo "Sagamore". Este viejo cacharro sólo necesita el tomahawak (al parecer, el nombre "Sagamore" quiere decir jefe indio o algo parecido. La figura de proa era un salvaje medio desnudo, con plumas en las orejas y un hacha en el cinto). Un golpe de tomahawak -dijo. -¿Qué quiere decir usted? -preguntó George. Hacerlo naufragar; esto puede arreglarse sin riesgos -continuó Cloete-. Su hermano tendrá su porcentaje en el seguro. No hay necesidad de decirle nada. Él cree que usted es el hombre de negocios más listo que existió jamás. En esta ocasión, usted labra la fortuna suya gracias a sus recursos de hombre lúcido en negocios... George, con rabia, puso sus manos crispadas sobre la mesa. -¿Cree usted que mi hermano es hombre capaz de hacer naufragar su barco adrede? No me atrevería a decir semejante cosa en el mismo lugar en que él se encontrase: es el hombre más bueno del mundo... No haga usted tanto escándalo -dijo Cloete-. Lo van a oír desde fuera. Y yo le dije que su hermano era el reflejo de todas las virtudes, pero que hiciera que se quedase en tierra un viaje. Un permiso, un descanso, ¿por qué no? En fin, ya tengo elegido a un especialista en estos asuntos -reclamó Cloete. George casi se sofocó de indignación. -¿Así, pues, usted cree que yo pertenezco a esa clase de hombres capaces de tales asuntos? ¡Me cree capaz de tal acción! ¿Por quién me ha tomado usted...? Casi perdió la cordura. Sin embargo, Cloete no se inmutaba. Sólo palideció un poco en la parte del rostro que rodeaba sus narices. -Yo le he tomado por un hombre que, en la miseria, dentro de poco, no tendrá ni un cuarto. ¿Por qué se indigna usted? ¿Es que yo le propongo que robemos a la viuda y al huérfano? ¡Ah, amigo mío! El Lloyd es una corporación, y esto no matará a nadie de hambre. Son cuarenta, al menos, los que han asegurado el estúpido barco. Nadie sentirá frío ni calor. Ellos tienen en cuenta todos los riesgos. Todos, fíjese bien, todos... Una conversación acerca de esto. ¡Esto! George, totalmente desconcertado, ante cada contestación agitaba los brazos. Pero de pronto, ¿comprende usted?, el otro, con la espalda vuelta hacia la chimenea para recibir calor, continuó hablando: -El negocio de la pulpa de madera estaba a dos dedos de quebrar. El negocio de las frutas en conserva a punto de terminar en desgracia... Usted tiene miedo. La ley se ha hecho sólo para los imbéciles... Y le explicó cómo el barco podría hundirse lejos y con toda seguridad, y cómo sería pagado el seguro. No habría ni la menor sospecha. Luego, asunto terminado. El barco tenía que acabar alguna vez. -No tengo miedo, sino que estoy indignado -contestó George Dunbar. En el fondo, Cloete hervía de rabia. Se trataba de la ocasión que había esperado toda la vida, de su única ocasión. Después continuó: Su mujer se indignará mucho más cuando usted le informe que tiene que abandonar su bonita casa para adaptarse en unas habitaciones que dan a un patio. Tal vez los hijos también... George no tenía hijos. Casado hacía unos dos años, deseaba con ansias tener un hijo o dos. Se desconcertó más aún. Argumentó la necesidad de conservar un nombre honrado para ellos cuando vinieran al mundo, y de otras cosas parecidas. Cloete respondió entre dientes: Dese usted prisa antes de que lleguen y así tendrán un padre rico, y nadie podrá decir nada en su contra. Esto es lo interesante del caso. George casi se largó a llorar. Tengo para mí que lloraba a ratos perdidos. Pasaron varias semanas. Imposible enfadarse con Cloete. No pudo reembolsarles aquel puñado de dinero y, además, estaba acostumbrado a llevar un buen puñado de monedas encima. George era un débil y Cloete generoso... No se preocupe usted de mi pequeña cantidad. Naturalmente se perderá. En cuanto se vea usted obligado a cerrar la tienda, peor que peor -dijo. Después habló de la joven esposa de George. Cuando Cloete comía en su casa, el animal vestía de etiqueta, porque así le gustaba a la mujercita. El señor Cloete, el socio de mi marido: un hombre inteligente, un hombre de mundo, hombre divertido... Cuando la mujercita se encontraba a solas con Cloete: ¡Oh, señor Cloete, me gustaría que George asegurase nuestro futuro! ¡Nuestra posición es muy insegura...! Y Cloete sonreía, sin asombrarse. Era él mismo quien había inculcado esas ideas en aquella cabecita sin seso. Es su marido el que tiene necesidad de un poco más de iniciativa y audacia. Señora Dunbar, debiera usted animarlo. Era una pequeña persona extravagante y tonta. Había obligado a George a tomar una casa en Noorwood. Gastaban mucho más que otras personas que gozaban de una posición superior a la suya. Yo la vi una vez vestida de seda, preciosos zapatos, plumas, perfumes, cara rosácea, todo ello más adecuado para pasear por la Alhambra que para un hogar honrado, a mi modo de ver. Pero hay mujeres que tienen el arte diabólico de dominar a los hombres. -Cierto, aun cuando ese hombre sea el marido -respondí yo. -Mi mujer- me declaró entonces en tono solemne y extraordinariamente grave- hubiera podido enrollarme alrededor de su dedo meñique. Cuando murió, me di cuenta de ello. ¡Ay! Pero era una mujer de buen sentido, mientras que esa pícara hubiera servido para hacer la carrera. Es cuanto puedo decir. Puede imaginársela, pues usted conoce bien el paño. -Descuídese, que ya me la imagino -le dije. |
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