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Marco Tulio Cicerón

"Sobre la amistad"

Cap. 7

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Música: Galuppi - Keyboard Sonata no.2 in C major, I. Allegro
 
Sobre la amistad
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La conveniencia de juzgar bien a las amistades

En resumidas cuentas, frente a todos estos defectos e inconvenientes existe una única medida de seguridad y control: que ni los amigos empiecen a gustarte rápido ni que sean indignos. Son dignos de ser amigos aquellos en los que en su propio carácter se halle la causa por la que son apreciados. Una rara especie, rara, desde luego, como todo lo ilustre y nada hay más difícil que encontrar aquello que en todo su conjunto es perfecto entre su especie. Pero la mayoría de personas no conocen otro bien en las relaciones humanas más que la rentabilidad, y eligen a sus amigos sobre todo como rebaños, de los que esperan extraer los máximos beneficios. Así ellos carecen de aquella bellísima y esencialmente natural amistad cuya razón de ser es ella misma y se la busca por esto mismo, y no pueden aprender de su propia experiencia ni cuál es la fuerza de la amistad ni cómo de grande: todos nos amamos a nosotros mismos, no para sacar un beneficio de nuestra propia autoestima, sino porque nos tenemos aprecio a nosotros mismos. Si no transferimos este sentimiento a la amistad, nunca seremos capaces de encontrar un verdadero amigo: aquel que es como un otro yo. ¡Pero si hasta podemos ver en las bestias, en los pájaros, en los peces, salvajes, domesticadas o fieras que primero ellas piensan en sí mismas —al igual que todo ser vivo—, pero que después buscan y prefieren unirse a otras de su mismo género, cosa que hacen con un deseo que se asemeja al amor humano! ¡Hasta qué punto no se hallará en mayor grado este impulso natural en los hombres! El ser humano no solo se aprecia a sí mismo sino que también busca a quienes con cuyo espíritu pueda combinar el suyo de tal manera que casi salga uno de donde había dos.

La mayoría de hombres, sin embargo, desean tener un amigo de este tipo de una manera irracional —por no decir desvergonzada— cuando ellos mismos no pueden serlo, puesto que desean de sus amigos todo aquello que ellos mismos no les ofrecen: es tan importante ser un buen hombre como buscar a otro que se nos asemeje. En tales asuntos, esta estabilidad —de la que hace poco hemos hablado— de la amistad puede reafirmarse, cuando dos hombres, unidos por su benevolencia, primero controlen esos deseos que a los demás esclavizan y, después, disfruten con la equidad y la justicia, se defiendan el uno al otro en todo, no se pidan favores más que aquellos honrados y correctos y no solo cultiven su relación y se aprecien sino también que se respeten. Pues quien priva a la amistad del respeto, elimina su mayor ornamento. En consecuencia, yerran de manera perniciosa quienes consideran que en la amistad se permite todo tipo de caprichos y vicios: la amistad nos ha sido entregada por la naturaleza como una ayuda para las virtudes, no como una compañera en los defectos, de tal manera que la virtud, puesto que a solas no puede alcanzar las cotas más elevadas, acompañada y asociada a otra pueda alcanzarlas. Si este pacto tiene, tuvo o tendrá lugar, debe considerarse su compañía como la mejor y más feliz para aspirar a los más altos bienes de la naturaleza. Este pacto, decía, es en el que radica todo cuanto los hombres consideran que es menester perseguir: honradez, buena fama, calma y felicidad, hasta tal punto que, cuando se han conseguido estos objetivos, la vida es dichosa, pero sin ellos no puede serlo. Dado que este es el mejor objetivo y el más noble, si lo queremos alcanzar, hemos de prestar atención a nuestra virtud, sin la cual no podemos alcanzar ni la amistad ni cualquiera de estos objetivos que vale la pena perseguir. Si la dejamos de lado, quienes creen que tienen amigos al final notarán que se habían equivocado, cuando alguna imponente desgracia los obligue a ponerlos a prueba.

Por todos estos motivos —es necesario recordarlo una vez más—, conviene que, una vez los hayas juzgado, tus amigos te agraden, pero no que los juzgues una vez ya te hayan gustado. Pero al igual que sucede en muchos otros temas, donde nuestra negligencia nos domina, así especialmente ocurre a la hora de elegir y cultivar las amistades: nos servimos de opiniones desfasadas y, tal y como ese antiguo refrán desaconseja, actuamos acabada la función, pues rompemos de repente las amistades a mitad de trayecto por alguna ofensa cuando ya estamos ligados por el trato cotidiano o incluso algunos favores. Es más, deberíamos incluso criticar más tan gran descuido en un asunto tan fundamental: solamente la amistad es lo único cuya utilidad nadie discute. Muchos desprecian hasta la virtud y consideran que es una especie de arrogancia y boato; otros tantos miran por encima del hombre las riquezas, a los cuales, satisfechos con poco, una vida y una vestimenta austera les deleita; a los cargos políticos, por su parte, por cuya ambición algunos se inflaman, otros los desprecian hasta tal punto que creen que no existe nada más vano y superfluo. Y así sucede con el resto de cosas, que a algunos les parecen dignas de admiración y, en cambio, hay muchos más que consideran que no sirven de nada... Sin embargo, todos opinan lo mismo respecto a la amistad, tanto aquellos que se entregan a la política como quienes se deleitan en el conocimiento y ciencia, como los que dirigen sus negocios libres de cargas públicas como incluso aquellos que se han entregado en su totalidad a sus caprichos: todos creen que sin la amistad no hay vida alguna, si al menos desean vivirla de alguna manera con gusto.

La amistad, no sé de qué forma, se desliza en la vida de todos los hombres y no hay forma de vida que tolere su ausencia. De hecho, incluso si alguien tuviera un modo de vida tan salvaje e inhumano que rechazara todo contacto con el resto de hombres y lo rehuyera, tal y como nos cuenta la tradición que hizo un tal Timón en Atenas, no podría, sin embargo, aguantar sin buscar a alguien con quien expulsar esa ponzoña de su alma agriada. Y esto podría juzgarse con mayor acierto si pudiera suceder lo siguiente: que un dios nos sacara de este trato continuo con los hombres y nos colocara en algún lugar remoto y solitario y allí, disponiendo en cantidad y abundancia de todo aquello cuanto nuestra naturaleza desea, nos eliminara la posibilidad de entrar en contacto con hombre alguno. ¿Quién tendría un carácter tan férreo como para poder soportar esa vida, al cual esa soledad no le quitara el placer de disfrutar de sus deseos? Es, por tanto, verdad aquello que nuestros ancianos suelen recordar que decían los ancianos de su época, algo que dijo, según creo, el tarentino Arquitas: “si alguien subiera a los cielos y contemplara la naturaleza del mundo y la belleza de las estrellas, la admiración que sentiría le parecería desagradable, pero sería en cambio la más placentera si tuviera a alguien a quien contárselo”. La naturaleza no ama la soledad y siempre busca algo en lo que apoyarse: no hay apoyo más agradable que el de un gran amigo.

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