Cap. 8
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Biografía de Marco Tulio Cicerón en Wikipedia | |
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Música: Galuppi - Keyboard Sonata no.2 in C major, I. Allegro |
Sobre la amistad |
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Una auténtica amistad se basa en la verdad, no en la adulación |
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Sin embargo, a pesar de que la naturaleza nos señale tantas veces qué desea, qué busca y qué quiere, no sé cómo le prestamos, no obstante, oídos sordos y no oímos sus consejos. Las experiencias con una amistad son muchas y muy variadas y dará pie a muchas causas para sospechar de nuestros amigos y sentirnos ofendidos, cosa que es de sabios tanto evitar como aliviar como soportar. Pero hay una ofensa en concreto que no se debe tomar excesivamente en serio, para que tanto el beneficio como la confianza se mantenga en una amistad: pues es frecuente tener que aconsejar y amonestar a los amigos, críticas que hay que aceptar amigablemente, siempre y cuando se hagan con benevolencia. Y sin embargo, no sé muy bien cómo, es verdad aquello que dice mi gran amigo [Terencio] en su comedia “Andria”: “La adulación engendra amigos; la verdad, odio.” La verdad resulta molesta, si desde luego de ella nace el odio, que es veneno para una amistad, pero la adulación es mucho más molesta, porque en su indulgencia permite que nuestro amigo se arroje de cabeza a sus vicios; mas la máxima culpa recae en aquel que rechaza la verdad y por esa adulación es empujado hacia su ruina. Cualquier persona debe tener en estos asuntos capacidad de razonar y actuar con rapidez, primero para que el consejo carezca de acritud, y después para que las críticas no añadan injurias. Ante los aduladores, por seguir utilizando con libertad el término de Terencio, que haya una cierta afabilidad, pero que queden bien lejos los halagos, una ayuda para nuestros defectos, que no son dignos ya no de un amigo, sino ni siquiera de un hombre libre; de otra manera, viviremos a veces con un amigo, a veces con un tirano. No obstante, cuando las orejas de alguien están tan cerradas a la verdad que no puede ni oírla en labios de un amigo, poca esperanza nos deja de salvarlo. Todos sabemos aquella opinión de Catón, como tantas otras: “algunos se merecen amigos de lengua afilada antes que otros que parezcan suaves: aquellos suelen decir la verdad, estos nunca”. Y resulta absurdo el hecho de que aquellos que reciben los consejos no se enojan por lo que deben sino por lo que no deberían: no les angustia el haberse equivocado pero soportan a duras penas las críticas; al contrario, deberían dolerse de sus fechorías y alegrarse con las rectificaciones. Por tanto, al igual que aconsejar y ser aconsejado es propio de una verdadera amistad, dando los consejos con tacto y no con aspereza y recibiéndolos con paciencia y no con repugnancia, también debemos considerar que no hay peor peste para un amistad que la adulación, los halagos, la zalamería... en efecto, hay muchas formas de denominar este defecto, propio de hombres débiles y engañosos que lo dicen todo para gustar y nunca por la verdad. De la misma forma que el fingimiento es en cualquier asunto una estafa —pues altera y adultera nuestra capacidad de juzgar la verdad—, también esta conducta repulsa especialmente a la amistad: elimina a la verdad, sin la cual las leyes de la amistad no tienen validez. Pues si la fuerza de la amistad reside en que de varios espíritus se consigue casi uno, ¿cómo se podría lograr esto si ni siquiera una sola persona tiene siempre el mismo carácter, sino que es variable, mutable y voluble? ¿Qué puede ser tan maleable, tan inconstante como el carácter de aquel que se transforma no solo según los sentimientos y los placeres de otros, sino incluso según su apariencia física y su aprobación? “Que dice que no, digo que no; que sí, digo que sí; en fin, que yo mismo me ordené a mí estar de acuerdo en todo...” ....como dice el mismo Terencio, pero en boca del personaje de Cnatón, porque es señal de poco fuste tener un amigo de esa clase. Mas al haber muchos imitadores de Cnatón con mayor clase, fortuna o prestigio, su adulación resulta especialmente molesta cuando se le suma su poder a su vacuidad. Si se utiliza la inteligencia, tan fácil es reconocer y separar a un amigo adulador de uno verdadero como distinguir los actos fingidos y simulados de los sinceros y verdaderos. Una asamblea pública, que está formada por los más ignorantes, suele reconocer sin problemas las diferencias entre un populista, es decir, un ciudadano adulador e inconstante, y uno grave, sereno y serio. ¡Con qué halagos Gayo Papirio intentó influenciar hace poco a los asistentes de la asamblea, cuando propuso aquella ley sobre la reelección de los tribunos de la plebe! Nosotros los disuadimos, pero no diré nada de mí, sino que prefiero hablar de Escipión ¡Qué serenidad que demostró, oh dioses, qué discurso tan majestuoso! Con qué facilidad lo reconocerías no como un amigo del pueblo sino como su líder. Pero vosotros estabais allí y las copias de su discurso circulan de mano en mano. Así se tumbó aquella ley popular sobre el sufragio del pueblo. Pero, volviendo a hablar de mí, recordáis qué populista parecía aquella ley sobre el sacerdocio de Gayo Licinio Craso cuando eran cónsules Quinto Máximo, el hermano de Escipión, y Lucio Mancino. Se transfería al pueblo la posibilidad de elegir a los sacerdotes —por cierto, él fue el primero en iniciar la costumbre de dirigirse al pueblo en el foro—. Sin embargo, con mi defensa, la veneración a los dioses inmortales venció con facilidad a aquella propuesta tan populista. Y esto se hizo cuando yo era pretor, cinco años de ser elegido cónsul: así pues, esta causa se defendió más por su propia importancia que por la alta autoridad de algún implicado. Pero si en un acontecimiento público, es decir, en una asamblea, donde suele haber mucho espacio para el fingimiento y la manipulación, a pesar de todo la verdad tiene valor, siempre que sea de manera abierta y clara, ¿qué debería suceder en una amistad, la cual depende de una sinceridad total? En ella, a no ser que, como suele decirse, veas el corazón del otro y enseñes el tuyo, no puedes tener nada de confianza, ni siquiera amar o ser amado si ignoras lo que realmente sucede. En efecto, esta adulación, si bien resulta perjudicial, no puede dañar a nadie más que a aquel que la acepte y se deleite en ella. Así sucede que el que más se adula a sí mismo y más narcisista es, mayor atención presta a las adulaciones. La virtud siempre se ama a sí misma: ella es la única que mejor se conoce y sabe hasta qué punto se le puede querer. No estoy hablando ahora de la virtud, sino sobre la imagen de virtud: muchos prefieren parecer tener la auténtica virtud que realmente tenerla. A estos individuos les gusta la adulación, cuando se les regala un falso elogio que se ajuste a lo que deseen oír, creen que ese vacuo discurso testimonia sus virtudes. En estos casos, cuando el uno no quiere oír la verdad y el otro está preparado para mentirle, no existe amistad alguna. Y no nos resultaría cómica la adulación de los parásitos en las comedias si no fuera por la existencia de los soldados fanfarrones: "¿Me da Thais muchas gracias?" Bastaba con responder “muchas”, pero le responde “infinidad”. El adulador siempre aumenta aquello que el otro, al gusto del cual se habla, quiere que sea grande. Por esto mismo, aunque esa dulzona vacuidad tenga su valor junto a aquellos que la alientan y favorecen, es menester advertir incluso a los más serios y serenos que tengan cuidado de aceptar esos hábiles halagos: no hay nadie que no vea venir a un adulador público, a no ser que sea estúpido; pero para que no nos aceche aquel que sea astuto y sigiloso debemos andarnos con mucho cuidado, pues tampoco se les puede reconocer con gran facilidad dado que muchas veces halagan incluso llevando la contraria, adulan mientras fingen oposición y al final se rinden y soportan su derrota para que el engañado tenga la impresión de haber sido mejor. ¿Pero qué hay más innoble que ser engañado? Para que esto no suceda, hay que andarse con mucha cautela. “Hoy, delante de todos estos viejos estúpidos de comedia me has puesto del revés y has hecho de mi engaño la mejor de sus diversiones” Pues incluso en los cuentos el personaje más estúpido de todos es el del viejo crédulo y corto de miras. |
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