Biografía de Miguel de Cervantes Saavedra en Albalearning |
|
[ Descargar archivo mp3 ] 28:45 | ||||
Las dos doncellas |
<< | Índice | >> |
(Sección 6)Oyeron esto Leocadia y Teodosia con aquel sentimiento que si oyeran la sentencia de su muerte; mas, por no dar muestras de su dolor, le reprimieron y callaron, y Leocadia determinó de hacer lo que le pareció convenir para satisfación de su honra. Y fue que, así como se fueron los cirujanos, se entró en el aposento de Marco Antonio, y, delante del señor de la casa, de don Rafael, Teodosia y de otras personas, se llegó a la cabecera del herido, y, asiéndole de la mano, le dijo estas razones: - No estáis en tiempo, señor Marco Antonio Adorno, en que se puedan ni deban gastar con vos muchas palabras; y así, sólo querría que me oyésedes algunas que convienen, si no para la salud de vuestro cuerpo, convendrán para la de vuestra alma; y para decíroslas es menester que me deis licencia y me advirtáis si estáis con intento de escucharme; que no sería razón que, habiendo yo procurado desde el punto que os conocí no salir de vuestro gusto, en este instante, que le tengo por el postrero, seros causa de pesadumbre. A estas razones abrió Marco Antonio los ojos y los puso atentamente en Leocadia, y habiéndola casi conocido, más por el órgano de la voz que por la vista, con voz debilitada y doliente le dijo: - Decid, señor, lo que quisiéredes, que no estoy tan al cabo que no pueda escucharos, ni esa voz me es tan desagradable que me cause fastidio el oírla. Atentísima estaba a todo este coloquio Teodosia, y cada palabra que Leocadia decía era una aguda saeta que le atravesaba el corazón, y aun el alma de don Rafael, que asimismo la escuchaba. Y, prosiguiendo Leocadia, dijo: - Si el golpe de la cabeza, o, por mejor decir, el que a mí me han dado en el alma, no os ha llevado, señor Marco Antonio, de la memoria la imagen de aquella que poco tiempo ha que vos decíades ser vuestra gloria y vuestro cielo, bien os debéis acordar quién fue Leocadia, y cuál fue la palabra que le distes firmada en una cédula de vuestra mano y letra; ni se os habrá olvidado el valor de sus padres, la entereza de su recato y honestidad y la obligación en que le estáis, con haber acudido a vuestro gusto en todo lo que quisistes. Si esto no se os ha olvidado, aunque me veáis en este traje tan diferente, conoceréis con facilidad que yo soy Leocadia, que, temerosa que nuevos accidentes y nuevas ocasiones no me quitasen lo que tan justamente es mío, así como supe que de vuestro lugar os habíades partido, atropellando por infinitos inconvenientes, determiné seguiros en este hábito, con intención de buscaros por todas las partes de la tierra hasta hallaros. De lo cual no os debéis maravillar, si es que alguna vez habéis sentido hasta dónde llegan las fuerzas de un amor verdadero y la rabia de una mujer engañada. Algunos trabajos he pasado en esta mi demanda, todos los cuales los juzgo y tengo por descanso, con el descuento que han traído de veros; que, puesto que estéis de la manera que estáis, si fuere Dios servido de llevaros désta a mejor vida, con hacer lo que debéis a quien sois antes de la partida, me juzgaré por más que dichosa, prometiéndoos, como os prometo, de darme tal vida después de vuestra muerte, que bien poco tiempo se pase sin que os siga en esta última y forzosa jornada. Y así, os ruego primeramente por Dios, a quien mis deseos y intentos van encaminados, luego por vos, que debéis mucho a ser quien sois, y últimamente por mí, a quien debéis más que a otra persona del mundo, que aquí luego me recibáis por vuestra legítima esposa, no permitiendo haga la justicia lo que con tantas veras y obligaciones la razón os persuade. No dijo más Leocadia, y todos los que en la sala estaban guardaron un maravilloso silencio en tanto que estuvo hablando, y con el mismo silencio esperaban la respuesta de Marco Antonio, que fue ésta: - No puedo negar, señora, el conoceros, que vuestra voz y vuestro rostro no consentirán que lo niegue. Tampoco puedo negar lo mucho que os debo ni el gran valor de vuestros padres, junto con vuestra incomparable honestidad y recogimiento. Ni os tengo ni os tendré en menos por lo que habéis hecho en venirme a buscar en traje tan diferente del vuestro; antes, por esto os estimo y estimaré en el mayor grado que ser pueda; pero, pues mi corta suerte me ha traído a término, como vos decís, que creo que será el postrero de mi vida, y son los semejantes trances los apurados de las verdades, quiero deciros una verdad que, si no os fuere ahora de gusto, podría ser que después os fuese de provecho. Confieso, hermosa Leocadia, que os quise bien y me quisistes, y juntamente con esto confieso que la cédula que os hice fue más por cumplir con vuestro deseo que con el mío; porque, antes que la firmase, con muchos días, tenía entregada mi voluntad y mi alma a otra doncella de mi mismo lugar, que vos bien conocéis, llamada Teodosia, hija de tan nobles padres como los vuestros; y si a vos os di cédula firmada de mi mano, a ella le di la mano firmada y acreditada con tales obras y testigos, que quedé imposibilitado de dar mi libertad a otra persona en el mundo. Los amores que con vos tuve fueron de pasatiempo, sin que dellos alcanzase otra cosa sino las flores que vos sabéis, las cuales no os ofendieron ni pueden ofender en cosa alguna. Lo que con Teodosia me pasó fue alcanzar el fruto que ella pudo darme y yo quise que me diese, con fe y seguro de ser su esposo, como lo soy. Y si a ella y a vos os dejé en un mismo tiempo, a vos suspensa y engañada, y a ella temerosa y, a su parecer, sin honra, hícelo con poco discurso y con juicio de mozo, como lo soy, creyendo que todas aquellas cosas eran de poca importancia, y que las podía hacer sin escrúpulo alguno, con otros pensamientos que entonces me vinieron y solicitaron lo que quería hacer, que fue venirme a Italia y emplear en ella algunos de los años de mi juventud, y después volver a ver lo que Dios había hecho de vos y de mi verdadera esposa. Mas, doliéndose de mí el cielo, sin duda creo que ha permitido ponerme de la manera que me veis, para que, confesando estas verdades, nacidas de mis muchas culpas, pague en esta vida lo que debo, y vos quedéis desengañada y libre para hacer lo que mejor os pareciere. Y si en algún tiempo Teodosia supiere mi muerte, sabrá de vos y de los que están presentes cómo en la muerte le cumplí la palabra que le di en la vida. Y si en el poco tiempo que de ella me queda, señora Leocadia, os puedo servir en algo, decídmelo; que, como no sea recebiros por esposa, pues no puedo, ninguna otra cosa dejaré de hacer que a mí sea posible por daros gusto. En tanto que Marco Antonio decía estas razones, tenía la cabeza sobre el codo, y en acabándolas dejó caer el brazo, dando muestras que se desmayaba. Acudió luego don Rafael y, abrazándole estrechamente, le dijo: -Volved en vos, señor mío, y abrazad a vuestro amigo y a vuestro hermano, pues vos queréis que lo sea. Conoced a don Rafael, vuestro camarada, que será el verdadero testigo de vuestra voluntad y de la merced que a su hermana queréis hacer con admitirla por vuestra. Volvió en sí Marco Antonio y al momento conoció a don Rafael, y, abrazándole estrechamente y besándole en el rostro, le dijo: -Ahora digo, hermano y señor mío, que la suma alegría que he recebido en veros no puede traer menos descuento que un pesar grandísimo; pues se dice que tras el gusto se sigue la tristeza; pero yo daré por bien empleada cualquiera que me viniere, a trueco de haber gustado del contento de veros. -Pues yo os le quiero hacer más cumplido -replicó don Rafael- con presentaros esta joya, que es vuestra amada esposa. Y, buscando a Teodosia, la halló llorando detrás de toda la gente, suspensa y atónita entre el pesar y la alegría por lo que veía y por lo que había oído decir. Asióla su hermano de la mano, y ella, sin hacer resistencia, se dejó llevar donde él quiso; que fue ante Marco Antonio, que la conoció y se abrazó con ella, llorando los dos tiernas y amorosas lágrimas. Admirados quedaron cuantos en la sala estaban, viendo tan estraño acontecimiento. Mirábanse unos a otros sin hablar palabra, esperando en qué habían de parar aquellas cosas. Mas la desengañada y sin ventura Leocadia, que vio por sus ojos lo que Marco Antonio hacía, y vio al que pensaba ser hermano de don Rafael en brazos del que tenía por su esposo, viendo junto con esto burlados sus deseos y perdidas sus esperanzas, se hurtó de los ojos de todos (que atentos estaban mirando lo que el enfermo hacía con el paje que abrazado tenía) y se salió de la sala o aposento , y en un instante se puso en la calle, con intención de irse desesperada por el mundo o adonde gentes no la viesen; mas, apenas había llegado a la calle, cuando don Rafael la echó menos, y, como si le faltara el alma, preguntó por ella, y nadie le supo dar razón dónde se había ido. Y así, sin esperar más, desesperado salió a buscarla, y acudió adonde le dijeron que posaba Calvete, por si había ido allá a procurar alguna cabalgadura en que irse; y, no hallándola allí, andaba como loco por las calles buscándola y de unas partes a otras; y, pensando si por ventura se había vuelto a las galeras, llegó a la marina, y un poco antes que llegase oyó que a grandes voces llamaban desde tierra el esquife de la capitana, y conoció que quien las daba era la hermosa Leocadia, la cual, recelosa de algún desmán, sintiendo pasos a sus espaldas, empuñó la espada y esperó apercebida que llegase don Rafael, a quien ella luego conoció, y le pesó de que la hubiese hallado, y más en parte tan sola, que ya ella había entendido, por más de una muestra que don Rafael le había dado, que no la quería mal, sino tan bien que tomara por buen partido que Marco Antonio la quisiera otro tanto. ¿Con qué razones podré yo decir ahora las que don Rafael dijo a Leocadia, declarándole su alma, que fueron tantas y tales que no me atrevo a escribirlas? Mas, pues es forzoso decir algunas, las que entre otras le dijo fueron éstas: -Si con la ventura que me falta me faltase ahora, ¡oh hermosa Leocadia!, el atrevimiento de descubriros los secretos de mi alma, quedaría enterrada en los senos del perpetuo olvido la más enamorada y honesta voluntad que ha nacido ni puede nacer en un enamorado pecho. Pero, por no hacer este agravio a mi justo deseo (véngame lo que viniere), quiero, señora, que advirtáis, si es que os da lugar vuestro arrebatado pensamiento, que en ninguna cosa se me aventaja Marco Antonio, si no es en el bien de ser de vos querido. Mi linaje es tan bueno como el suyo, y en los bienes que llaman de fortuna no me hace mucha ventaja; en los de naturaleza no conviene que me alabe, y más si a los ojos vuestros no son de estima. Todo esto digo, apasionada señora, porque toméis el remedio y el medio que la suerte os ofrece en el extremo de vuestra desgracia. Ya veis que Marco Antonio no puede ser vuestro porque el cielo le hizo de mi hermana, y el mismo cielo, que hoy os ha quitado a Marco Antonio, os quiere hacer recompensa conmigo, que no deseo otro bien en esta vida que entregarme por esposo vuestro. Mirad que el buen suceso está llamando a las puertas del malo que hasta ahora habéis tenido, y no penséis que el atrevimiento que habéis mostrado en buscar a Marco Antonio ha de ser parte para que no os estime y tenga en lo que mereciérades, si nunca le hubiérades tenido, que en la hora que quiero y determino igualarme con vos, eligiéndoos por perpetua señora mía, en aquella misma se me ha de olvidar, y ya se me ha olvidado, todo cuanto en esto he sabido y visto; que bien sé que las fuerzas que a mí me han forzado a que tan de rondón y a rienda suelta me disponga a adoraros y a entregarme por vuestro, estas mismas os han traído a vos al estado en que estáis, y así no habrá necesidad de buscar disculpa donde no ha habido yerro alguno. Callando estuvo Leocadia a todo cuanto don Rafael le dijo, sino que de cuando en cuando daba unos profundos suspiros, salidos de lo íntimo de sus entrañas. Tuvo atrevimiento don Rafael de tomarle una mano, y ella no tuvo esfuerzo para estorbárselo; y así, besándosela muchas veces, le decía: -Acabad, señora de mi alma, de serlo del todo a vista destos estrellados cielos que nos cubren, y deste sosegado mar que nos escucha, y destas bañadas arenas que nos sustentan. Dadme ya el sí, que sin duda conviene tanto a vuestra honra como a mi contento. Vuélvoos a decir que soy caballero, como vos sabéis, y rico, y que os quiero bien (que es lo que más habéis de estimar), y que en cambio de hallaros sola y en traje que desdice mucho del de vuestra honra, lejos de la casa de vuestros padres y parientes, sin persona que os acuda a lo que menester hubiéredes y sin esperanza de alcanzar lo que buscábades, podéis volver a vuestra patria en vuestro propio, honrado y verdadero traje, acompañada de tan buen esposo como el que vos supistes escogeros; rica, contenta, estimada y servida, y aun loada de todos aquellos a cuya noticia llegaren los sucesos de vuestra historia. Si esto es así, como lo es, no sé en qué estáis dudando; acabad (que otra vez os lo digo) de levantarme del suelo de mi miseria al cielo de mereceros, que en ello haréis por vos misma, y cumpliréis con las leyes de la cortesía y del buen conocimiento, mostrándoos en un mismo punto agradecida y discreta. -Ea, pues -dijo a esta sazón la dudosa Leocadia-, pues así lo ha ordenado el cielo, y no es en mi mano ni en la de viviente alguno oponerse a lo que él determinado tiene, hágase lo que él quiere y vos queréis, señor mío; y sabe el mismo cielo con la vergüenza que vengo a condescender con vuestra voluntad, no porque no entienda lo mucho que en obedeceros gano, sino porque temo que, en cumpliendo vuestro gusto, me habéis de mirar con otros ojos de los que quizá hasta agora, mirándome, os han engañado. Mas sea como fuere, que, en fin, el nombre de ser mujer legítima de don Rafael de Villavicencio no se podía perder, y con este título solo viviré contenta. Y si las costumbres que en mí viéredes, después de ser vuestra, fueren parte para que me estiméis en algo, daré al cielo las gracias de haberme traído por tan extraños rodeos y por tantos males a los bienes de ser vuestra. Dadme, señor, la mano de ser mío, y veis aquí os la doy de ser vuestra, y sirvan de testigos los que vos decís: el cielo, la mar, las arenas y este silencio, sólo interrumpido de mis suspiros y de vuestros ruegos. Diciendo esto, se dejó abrazar y le dio la mano, y don Rafael le dio la suya, celebrando el nocturno y nuevo desposorio solas las lágrimas que el contento, a pesar de la pasada tristeza, sacaba de sus ojos. Luego se volvieron a casa del caballero, que estaba con grandísima pena de su falta; y lo mismo tenían Marco Antonio y Teodosia, los cuales ya por mano de clérigo estaban desposados, que a persuasión de Teodosia (temerosa que algún contrario acidente no le turbase el bien que había hallado), el caballero envió luego por quien los desposase; de modo que, cuando don Rafael y Leocadia entraron y don Rafael contó lo que con Leocadia le había sucedido, así les aumentó el gozo como si ellos fueran sus cercanos parientes, que es condición natural y propia de la nobleza catalana saber ser amigos y favorecer a los extranjeros que dellos tienen necesidad alguna. El sacerdote, que presente estaba, ordenó que Leocadia mudase el hábito y se vistiese en el suyo; y el caballero acudió a ello con presteza, vistiendo a las dos de dos ricos vestidos de su mujer, que era una principal señora, del linaje de los Granolleques, famoso y antiguo en aquel reino. Avisó al cirujano, quien por caridad se dolía del herido, como hablaba mucho y no le dejaban solo, el cual vino y ordenó lo que primero: que fue que le dejasen en silencio. Pero Dios, que así lo tenía ordenado, tomando por medio e instrumento de sus obras (cuando a nuestros ojos quiere hacer alguna maravilla) lo que la misma naturaleza no alcanza, ordenó que el alegría y poco silencio que Marco Antonio había guardado fuese parte para mejorarle, de manera que otro día, cuando le curaron, le hallaron fuera de peligro; y de allí a catorce se levantó tan sano que, sin temor alguno, se pudo poner en camino. |
||
<< | Índice Obra | >> |
|