(Sección 1)
Cinco leguas de la ciudad de Sevilla, está un lugar que se llama Castiblanco; y, en uno de muchos mesones que tiene, a la hora que anochecía, entró un caminante sobre un hermoso cuartago extranjero. No traía criado alguno, y, sin esperar que le tuviesen el estribo, se arrojó de la silla con gran ligereza. Acudió luego el huésped, que era hombre diligente y de recato; mas no fue tan presto que no estuviese ya el caminante sentado en un poyo que en el portal había, desabrochándose muy apriesa los botones del pecho, y luego dejó caer los brazos a una y a otra parte, dando manifiesto indicio de desmayarse. La huéspeda, que era caritativa, se llegó a él, y, rociándole con agua el rostro, le hizo volver en su acuerdo, y él, dando muestras que le había pesado de que así le hubiesen visto, se volvió a abrochar, pidiendo que le diesen luego un aposento donde se recogiese, y que, si fuese posible, fuese solo. Díjole la huéspeda que no había más de uno en toda la casa, y que tenía dos camas, y que era forzoso, si algún huésped acudiese, acomodarle en la una. A lo cual respondió el caminante que él pagaría los dos lechos, viniese o no huésped alguno; y, sacando un escudo de oro, se le dio a la huéspeda, con condición que a nadie diese el lecho vacío.
No se descontentó la huéspeda de la paga; antes, se ofreció de hacer lo que le pedía, aunque el mismo deán de Sevilla llegase aquella noche a su casa. Preguntóle si quería cenar, y respondió que no; mas que sólo quería que se tuviese gran cuidado con su cuartago. Pidió la llave del aposento, y, llevando consigo unas bolsas grandes de cuero, se entró en él y cerró tras sí la puerta con llave, y aun, a lo que después pareció, arrimó a ella dos sillas.
Apenas se hubo encerrado, cuando se juntaron a consejo el huésped y la huéspeda, y el mozo que daba la cebada, y otros dos vecinos que acaso allí se hallaron; y todos trataron de la grande hermosura y gallarda disposición del nuevo huésped, concluyendo que jamás tal belleza habían visto. Tanteáronle la edad y se resolvieron que tendría de diez y seis a diez y siete años. Fueron y vinieron y dieron y tomaron, como suele decirse, sobre qué podía haber sido la causa del desmayo que le dio; pero, como no la alcanzaron, quedáronse con la admiración de su gentileza. Fuéronse los vecinos a sus casas, y el huésped a pensar el cuartago, y la huéspeda a aderezar algo de cenar por si otros huéspedes viniesen. Y no tardó mucho cuando entró otro de poca más edad que el primero y no de menos gallardía; y, apenas le hubo visto la huéspeda, cuando dijo:
-¡Válame Dios!, ¿y qué es esto? ¿Vienen, por ventura, esta noche a posar ángeles a mi casa?
-¿Por qué dice eso la señora huéspeda? -dijo el caballero.
-No lo digo por nada, señor -respondió la mesonera-; sólo digo que vuesa merced no se apee, porque no tengo cama que darle, que dos que tenía las ha tomado un caballero que está en aquel aposento, y me las ha pagado entrambas, aunque no había menester más de la una sola, porque nadie le entre en el aposento; y, es que debe de gustar de la soledad; y, en Dios y en mi ánima que no sé yo por qué, que no tiene él cara ni disposición para esconderse, sino para que todo el mundo le vea y le bendiga.
-¿Tan lindo es, señora huéspeda? -replicó el caballero.
-¡Y cómo si es lindo! -dijo ella-; y aun más que relindo.
-Ten aquí, mozo -dijo a esta sazón el caballero-; que, aunque duerma en el suelo tengo de ver hombre tan alabado; y dando el estribo a un mozo de mulas que con él venía, se apeó y hizo que le diesen luego de cenar, y así fue hecho. Y, estando cenando, entró un alguacil del pueblo (como de ordinario en los lugares pequeños se usa) y sentóse a conversación con el caballero en tanto que cenaba; y no dejó, entre razón y razón, de echar abajo tres cubiletes de vino, y de roer una pechuga y una cadera de perdiz que le dio el caballero. Y todo se lo pagó el alguacil con preguntarle nuevas de la Corte y de las guerras de Flandes y bajada del Turco, no olvidándose de los sucesos del Trasilvano, que Nuestro Señor guarde. El caballero cenaba y callaba, porque no venía de parte que le pudiese satisfacer a sus preguntas.
Ya en esto, había acabado el mesonero de dar recado al cuartago, y sentóse a hacer tercio en la conversación y a probar de su mismo vino no menos tragos que el alguacil; y a cada trago que envasaba volvía y derribaba la cabeza sobre el hombro izquierdo, y alababa el vino, que le ponía en las nubes, aunque no se atrevía a dejarle mucho en ellas porque no se aguase. De lance en lance, volvieron a las alabanzas del huésped encerrado, y contaron de su desmayo y encerramiento, y de que no había querido cenar cosa alguna. Ponderaron el aparato de las bolsas, y la bondad del cuartago y del vestido vistoso que de camino traía: todo lo cual requería no venir sin mozo que le sirviese.
Todas estas exageraciones pusieron nuevo deseo de verle, y rogó al mesonero hiciese de modo cómo él entrase a dormir en la otra cama y le daría un escudo de oro. Y, puesto que la codicia del dinero acabó con la voluntad del mesonero de dársela, halló ser imposible, a causa que estaba cerrado por de dentro y no se atrevía a despertar al que dentro dormía, y que también tenía pagados los dos lechos. Todo lo cual facilitó el alguacil diciendo:
-Lo que se podrá hacer es que yo llamaré a la puerta, diciendo que soy la justicia, que por mandado del señor alcalde traigo a aposentar a este caballero a este mesón, y que, no habiendo otra cama, se le manda dar aquélla. A lo cual ha de replicar el huésped que se le hace agravio, porque ya está alquilada y no es razón quitarla al que la tiene. Con esto quedará el mesonero disculpado y vuesa merced consiguirá su intento.
A todos les pareció bien la traza del alguacil, y por ella le dio el deseoso cuatro reales. Púsose luego por obra; y, en resolución, mostrando gran sentimiento, el primer huésped abrió a la justicia, y el segundo, pidiéndole perdón del agravio que al parecer se le había hecho, se fue a acostar en el lecho desocupado. Pero ni el otro le respondió palabra, ni menos se dejó ver el rostro, porque apenas hubo abierto cuando se fue a su cama, y, vuelta la cara a la pared, por no responder, hizo que dormía. El otro se acostó, esperando cumplir por la mañana su deseo, cuando se levantasen. |