Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"El artículo 438"

Capítulo 5

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
El artículo 438
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V

La noche de luna iluminaba dulcemente el bosque de la Alhambra. María de las Angustias y Jaime habían entrado en él por la Puerta de las Granadas, subiendo la cuesta de Gomeles, y se habían internado por avenidas que conducen al Generalife.

Se apoyaba ella en su brazo y andaba con paso perezoso, la cabeza sobre su hombro, ofreciéndole los labios, mientras caminaban bajo los altos robles, tan espesos y tan altos que parecían clavar en el cielo sus copas bañadas en la plata de la luna.

El agua de la Alhambra, ese agua que hilaron los árabes en los hilillos de millones de surtidores, formaban la sonata de una orquesta de xilofones, cristalinos y límpidos, al golpear la linfa contra las picaras y las ramas, en un acorde maravilloso.

Abajo, en el fondo de la bóveda de los árboles, la obscuridad era tan profunda que no se distinguían unas a otras las parejas que cruzaban, buscando el encanto y la soledad de la noche de la Alhambra, escudados por la seguridad de que se gozaba en la ciudad dichosa y honrada, donde se podían cruzar a media noche aquellos senderos solitarios sin peligro de un mal encuentro.

Los primeros días de la partida de Alfredo, los dos amantes habían evitado encontrarse. Luego, el deseo, más fuerte que su voluntad, les había obligado a buscarse, y desde el primer momento había mediado entre ellos una explicación franca, leal. Habían caído el uno en los brazos del otro de un modo natural, como esposos enamorados que se encuentran después de una larga separación.

Desde aquel día la vida se convirtió para María de las Angustias en un ensueño de felicidad. No sentía remordimiento alguno por entregarse a aquella pasión, moralmente desobligada de su marido. Se sentía alegre, tranquila, confiada, satisfecha de su felicidad y del amor profundo y honrado de que la rodeaba Jaime.

Un banco, en el claro de luna, los invitó al reposo. Se sentaron y ella le rodeó con los brazos el cuello, mientras él la enlazaba por la cintura. La blancura de la luna le daba una palidez de estatua, y sus ojos pardos brillaban como aguas marinas.

—¡Qué hermosa estás, María de las Angustias! —exclamó él—¡Si vieras qué miedo tengo de ser tan feliz! .

Ella desplegó una sonrisa húmeda y luminosa,

—No pienses más que en nuestro amor, Jaime.

—Por él es por lo que tiemblo. Si ese hombre volviese...

—Me separaría de él. Soy sólo tuya... Te juro que no le daría ni un apretón de manos.

—Te creo, porque te conozco. Lo que no me explico es cómo pudiste amar un día a ese hombre

—No digas eso. Me creía amar, pero era sólo el amor lo que yo amaba. He pagado bien cara mi equivocación. ¡He sufrido tanto!

—No me lo cuentes. Yo he adivinado tus padecimientos, las exigencias de ese miserable..., sus malos tratos..., sus groserías. ¡Pobre alma mía! Quisiera poder amarte más para resarcirte de todo eso.

—Ya me has resarcido bastante. Lo he olvidado todo, como un mal sueño. En mi pasado, en mi presente, en mi porvenir, no existen nada más que tú... y mi hija.

—¿Y no ves cuánto hay en tu hija de su padre? A pesar de ser tan pequeña, manifiesta hacia mí y hacia ti misma una hostilidad peligrosa.

—Son las criadas, que le inspiran celos de mi cariño hacia ti. Ya ves que no es justo... Yo la adoro..., la adoro como si fuera hija tuya..., y io es en realidad, porque era tuyo el ensueño de mi amor aun antes de conocerte.

—Y yo la quiero como una hija también, María de las Angustias; pero me asusta ver a lo que te expongo por mi culpa.

—¿Y por qué yo, que he sido víctima de una equivocación, que la he expiado con mis sufrimientos, no puedo formar un nuevo hogar feliz contigo, con el que amo, con el que me comprende y me hace dichosa?

—Es imposible, porque nuestras leyes no aceptan el divorcio.

—Pero si al menos pudiéramos lograr la separación... Yo no quiero el engaño. Sería incapaz de acariciar a mi marido y venderlo por la espalda. No le amo, y no lo oculto.

—Haces mal. Estamos en un mundo en que la lealtad se considera cinismo, impudicia.

—Y, sin embargo, la verdadera moral es la nuestra.

—¿Quién lo duda?

— ¿Y no puedo yo pedir la separación?

—No, porque no hay pruebas y testigos de los malos tratos y de los vicios de tu marido.

—Pero tú sabes, todo el mundo lo sabe, que se emborracha, que me martiriza, que me arruina.

—No es bastante para probar la sevicia.

—Tiene una querida.

—No vive con ella.

—Está siempre con mujeres.

—Eso lo hacen.todos los hombres, según dicen ellos.

—¿Y no es motivo el que yo te ame?

—Sería motivo para que él procediera en contra tuya. Te podría llevar al convento o al manicomio, que en los tiempos modernos ha venido a substituirle.

—Pero tú me defenderías.

—No lo dudes: te defendería hasta morir o matar por ti... Con la ley no podría defenderte.

—¿Por qué?

—Porque la ley la hicieron los hombres y es toda contraria a las mujeres; aunque en algún caso como éste sea yo, hombre, la primera víctima.

—¿De modo?

—Que tu marido es un inocente y un hombre honrado contra el que nada puedes intentar, a pesar de arruinarte, envilecerte y maltratarte, pasando la vida entre borracheras y mujeres de todas clases.

—¡Es terrible!

—Y en cambio tú tienes el desprecio de la sociedad, porque rechazas a un hombre indigno y correspondes a un amor honrado. Estás a merced dei capricho de tu marido, que puede hacerte condenar por adúltera, llevarte a un manicomio, arrancarte tu hija y tu fortuna, y hasta matarte, sin responsabilidad, acogiéndose al artículo 438 del Código Penal, que absuelve a los asesinos de sus esposas si ellas les son infieles.

Ella sintió un calofrío de terror; pero reponiéndose en el acto, se apretó, en un arranque de pasión, contra el pecho de Jaime, exclamando:

—Maridito, maridito mío: guárdame tú escondidita dentro de tu corazón, y no tendré miedo de nada.

La campana de la Vela, con su sonido lento y evocactor, hacía estremecer el silencio del bosque, e interrumpía el martilleo rumoroso y cristalino del agua, avisándoles la hora del regreso. Por si esto no fuese bastante, una ráfaga de viento pasó como una ola invisible, haciendo balancearse los árboles con un rumor de papel de seda.

María de las Angustias se distrajo de su impresión, y, levantándose para regresar a su carmen, exclamó:

—¡Pobres ruiseñores! Siempre que hay una noche de viento en la Alhambra tengo la impresión de que va a amanecer el bosque cubierto de pajarillos, que caen de los árboles, como caen las hojas de estos olmos, en las que hay más ruiseñores que hojas. Tengo intención de rezar por los pobres pájaros, como se reza por los caminantes en noches de tempestad.

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