Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"El artículo 438"

Capítulo 6

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
El artículo 438
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VI

En los primeros meses, María de las Angustias y Jaime se sentían inquietos y turbados. Se daban cuenta de que, a pesar de todo, el marido vivía cerca de ella, afirmando su personalidad en la casa.

Aunque el carmen perteneció a sus mayores, ahora era la casa de D. Alfredo Sánchez, a cuyo nombre iban dirigidos todos los asuntos. Hasta ella misma era ya como una propiedad suya. Angustias Lozano de Sánchez.

Lo que más hacía el hogar del marido era la hija, Pepita, que entre sus gracias infantiles sabía decir que quería a papá con los puños y los dientes apretados, para dar idea de la vehemencia, y a Jaime lo quería volado. Lo que indicaba con el gesto de pasar las palmas de la mano, una contra otra, hacia afuera, como el que arroja al viento alguna cosa.

El ama seca ponía un cuidado especial en inculcar a la niña el culto al padre ausente y la frialdad a la madre cercana. Todo lo que le prohibían se lo prohibían en nombre de ésta.

—No se puede ir de paseo, porque la mamá no quiere.

—No se come dulce, porque la mamá no quiere.

—No se juega con las muñecas, porque la mamá no quiere.

—Hay que tomar la medicina, porque la mamá lo manda.

—Hay que acostarse, porque mamá lo ha dicho,

En cambio el padre era el dispensador de todas las gracias.

—Cuando venga el papá le traerá bombones a la niña.

—Cuando venga el papá llevará a la niña a pasear en coche.

—El papá le traerá a la niña unos muñecos muy bonitos.

—El papá la llevará al teatro.

—Este traje se lo ha enviado el papá.

Así la criatura se acostumbraba a pensar en el papá como en un ser fantástico y bondadoso. Rezaba ante su retrato, lo besaba, lo acariciaba y procuraba huir de la madre, que representaba todas las severidades. En ocasiones, cuando estaba presente Jaime, sobre todo, Pepita unía los brazos al cuello de la institutriz y no0 se dejaba acariciar por la madre, envolviendo a ella y a su amante en la misma mirada hostil.

María de las Angustias sentía una amarga tristeza.

—Mi hija también me condenará—pensaba; pero ocultaba su pensamiento, temiendo molestar a Jaime y decidida a sufrir todas las injusticias, con tal de conservar su cariño, aquella ternura, que la envolvía como agua de baño y la hacía tan dichosa.

—Tengo la certeza—le dijo un día a su amante— de que mi marido lo sabe todo y finge ignorarlo.

—Yo también; y esa actitud suya es lo que mo asusta.

—No. El finge no saberlo con algún designio perverso, no hay duda; pero no le será fácil encontrar la prueba de nuestras relaciones, estando lejos. El testimonio de las criadas es de escaso valor, y de la demás gente nadie ha visto nada que nos pueda acusar. Que salgamos juntos y que vengas a casa, es natural, habiéndote dejado el encargo de que veles por mí. No existen cartas ni nada que nos condene.

—Es cierto; pero si él viniera, ¿dejaríamos de vernos?

—¡Claro que no!

—¿Dejarías que disfrutase sus derechos de marido?

—¡Ni pensarlo!

—Pues ahí tienes qué fácil le sería buscar y hallar la prueba para condenarnos.

—¿También a ti?

—También. Soy tu cómplice.

—Pero es absurdo que sea delito amarse y darse libremente. No ya sólo en este caso, sino en todos. No se puede consentir que las personas sean propiedad unas de otras por toda la vida, que lazos que crea el amor se impongan si el amor pasa.

—Claro. Tú llegas por la pasión al conocimiento de todas esas verdades; pero las gentes han legislado contra la Naturaleza, han creado intereses que la libertad ataca, y todo lo que estás diciendo asusta a los hipócritas como la cosa más inmoral del mundo.

—¡Qué felices deben ser las naciones donde existe el divorcio!

—Se cae en otros abusos; porque no hay ley mala si los hombres son buenos, y viceversa. Pero en todo caso es mejor que entre nosotros.

—¿Por qué no puedo yo pedir la separación?

—Ya te lo he dicho: no hay pruebas.

—Vicios, malos tratos, queridas, prodigalidad.

—Nada puede probarse en el grado suficiente.

—Pero tú puedes hallar algo, tienes talento, conocimientos.

—Que sólo me sirven para ver más claramente el peligro que corres.

—Yo he oído hablar de casos en que las leyes se han doblegado por una voluntad firme.

—Esos casos sólo se han dado en favor de los hombres. Jamás en favor de la mujer.

Le contó los casos extraordinarios de que un hombre casado se hubiese vuelto a casar allá en América, contando con las leyes de aquellos países libres, que se preocupan más de la población que de la legalidad de las uniones que la producen.

Otro se había casado en Suiza, perdiendo la nacionalidad española, para acogerse a las leyes que permiten el divorcio por incompatibilidad de ideas.

—Es decir, que un hombre decidido—concluyó— puede burlar las leyes, hacer lo que le dé la gana, casarse si le parece; pero las mujeres, no. Hasta en estos casos en que ellos se han libertado, ellas siguen casadas y sometidas a su potestad.

—Eso es un absurdo.

—Pero es así. Sobre todo, para las mujeres ricas.

Le contaba casos en los que el dinero, móvil de casamientos sin amor, era el factor más importante. No era sólo Alfredo. Maridos que pasaban por serios, por respetables, que ocupaban cargos en la política y en la banca, habían aprovechado la infidelidad de sus mujeres, a veces hipócritamente provocada por ellos mismos, para deshacerse de ellas. No les convenía pedir el divorcio, al que sólo recurrían los maridos de mujeres pobres, que deseaban verse libres de su carga. No eran tampoco esa clase de maridos de mujeres ricas de los que llegan al crimen pasional, como los pobres hombres enamorados e ingenuos que se sentían traicionados cuando menos lo esperaban. Ellos se valían fríamente de la ley, para enviar las esposas a un convento, o bien para considerarlas dementes y relegarlas a un manicomio. No faltaban algunos que tendían hábilmente su red para cogerlas in ¡raganti y matarlas sin responsabilidad, después de pasar días y días en acecho, con premeditación y alevosía. A veces estaban entendidos el esposo y el amante para tender un lazo a la pobre mujer. De un modo o de otro, los esposos se quedaban dueños de los bienes y libres para vivir a su capricho.

Asustada por estos ejemplos, María de las Angustias no tenía más deseo que conservar a Alfredo lejos de ella. Quería que fuese feliz, que todo le saliera bien, que se divirtiera y amara a otras mujeres que borrasen su recuerdo.

Por eso no se atrevía a negarse a las constantes peticiones de dinero y de firmas para seguir enajenando sus propiedades.

Cada dos meses llegaba una de aquellas cartas, que María de las Angustias le ocultaba a Jaime: «Si quieres que siga haciendo el sacrificio de estar lejos de ti—le escribía—para salvar nuestra fortuna, envíame, inmediatamente y sin vacilaciones, la autorización de venta de tal o cual propiedad. Si no, me veré precisado a poner fin a esta situación y regresar a tu lado. No te quejes de lo que suceda.»

La joven leía entre las líneas de aquella carta el pensamiento de Alfredo, la amenaza envuelta, en la que le daba a entender que lo sabía todo. Comprendía que si se negaba acabaría su felicidad, y así, sugestionada, obedecía siempre a sus demandas, creyéndose segura y dueña de sí mientras no se negase a sus deseos. Era como un contrato establecido entre los dos, por el que ella le compraba su libertad y se sentía tranquila, feliz, encantada del reposo y la dulzura de aquel amor de Jaime hecho de ternura y de bondad.

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