Carmen de Burgos y Seguí "Colombine" Capítulo 4
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
El artículo 438 |
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IV | ||
Cuando salió, él no estaba allí. Se detuvo un momento para tomar el agua, como si esperase que viniera a dársela, y dejó el templo con el corazón triste y oprimido. Lo buscó con la mirada en la calle, y durante el trayecto que la separaba de su casa volvió varias veces la cabeza. —No está...No está...—pensó con dolor, y añadió, queriendo engañarse a sí misma:—¿Qué me debe importar esto? Tiene que suceder. Cuando entró en su casa fue al tocador, se quitó la mantilla y preguntó a la doncella: —¿Y la niña? —Está en el comedor, con el señorito. Se sorprendió un poco de la rápida vuelta de su esposo, y aunque no dijo nada, la doncella debió adivinarlo, porque añadió: —Ha venido con un señor que ha convidado a comer. —¿Quién es? —No lo conozco. Entró en el comedor y tuvo que contener una exclamación de sorpresa. Él estaba allí. Lo presentó su marido: —Mi amigo Jaime González, un antiguo compañero, al que quiero fraternalmente y que no sabía que estuviese en Granada. Te ruego que lo trates como de la familia. Ella tendió la mano y sus decios se tocaron tan levemente como cuando le ofrecía el agua bendita. Por fortuna la niña le alargaba los bracitos y María de las Angustias pudo esconder su rostro entre los vestiditos blanco y rosa. Se sentaron a la mesa y Jaime habló con un reposo, con una naturalidad que le comunicó serenidad. Él era granadino. Sus padres, labradores ricos, lo habían enviado a estudiar a Madrid, con ese empeño de los labriegos andaluces de librar a sus hijos de la esclavitud de la tierra. Había vuelto a Granada después de quince años de ausencia, y no sabía aún si marcharse de nuevo o si quedar allí. —Debes quedarte—dijo Alfredo con apresuramiento—. Yo me pienso marchar a Inglaterra y me iría más tranquilo si tú estuvieses aquí para velar por María de las Angustias y la niña. Cuando sirvieron el café, Alfredo miró al reloj. —Necesito marcharme. Tengo una cita... ¡Cuánto lo siento!... Pero tú, Jaime, puedes quedarte acompañando a María de las Angustias. Quiero que os tratéis como hermanos. —Es para mí un honor—dijo Jaime, poniéndose de pie—, y te lo agradezco infinito; pero esta noche tengo yo también una ocupación urgente..., y ya iba a pedir permiso a esta señora para retirarme. Se despidió y salió antes de que Alfredo pudiera detenerlo. Él se volvió hacia su mujer. —¿Has pensado en nuestro asunto? —Sí. —¿Estás dispuesta a darme esa firma? —Todo lo contrario. —¿Cómo? —No quiero que te vayas de mi lado ahora. Le lanzó una mirada altiva, desdeñosa, y él, a pesar de su cinismo, no se atrevió a insistir. Se veía descubierto en la intención que le había hecho llevar a Jaime a su casa. No era ya la primera vez que presentaba a su mujer amigos que pudiesen interesarla. Le estorbaban su pureza, su dignidad, el buen concepto social de que disfrutaba, para imponerle mejor su capricho y dominarla más. Si delinquiera estaría completamente a merced suya. —Entonces se han acabado las contemplaciones—dijo con brutalidad—. Mañana mismo llevaré la niña al colegio. Nos iremos la semana que viene. Ella lloraba, pero estaba resuelta a sufrirlo todo. Sentía que le interesaba Jaime; que si se quedaba sola al lado suyo no tendría fuerzas para dominar su pasión, y se asustaba de que llegase un día en que, cediendo a una sugestión cualquiera, pudiese perder aquella fuerza moral, en la que se refugiaba y se escondía, dentro de su propio corazón, como un consuelo supremo. Sentía, además, un desencanto al ver a Jaime en su casa, amigo de su marido, tal vez igual a él en carácter y en costumbres. ¿Para qué había ido? ¿Pensaba que era una mujer vulgar en cuya casa podía introducirse para seducirla? ¿Era una nueva acechanza de Alfredo? De un modo o de otro, ella debía huir de aquel peligro. Era preciso seguir a Alfredo, ser la esclava de él. —Déjame llevar con nosotros la niña—suplicó. El tuvo una sonrisa. Conocía que el amor de madre la haría más fuerte, y contestó con acritud: —De ninguna manera. María de las Angustias no pudo contener su dolor y cayó sobre la mecedora sollozando convulsivamente. Estaba hermosa en su agitación, con el desorden de sus ropas y los cabellos sueltos. Él tuvo una idea diabólica. Se acercó a su mujer, le separó cariñosamente las manos de la cara, la sujetó y comenzó a besarle apasionadamente los hombros, el escote, la garganta, buscando con los suyos sus labios y sus ojos. Ella se debatía, loca de terror, jadeante, forcejeando por escapar a las caricias y suplicando: —No, no... Déjame, déjame. Pero él la seguía oprimiendo de un modo brutal. —¿Dejarte? Eres muy hermosa. Me gustas... Eres mi mujer. Me perteneces... Tienes que ser mía... Es tu obligación. —No... No... Trataba de escapar, arañando y mordiendo las manos de su marido. El la dejó un momento, y ella empezó a limpiarse con el pañuelo la cara y la garganta, como si quisiera borrar los besos. —¿Tanto te repugno? Guardó silencio. —Lo deploro, porque me siento enamorado de nuevo de ti. Reanudaremos la luna de miel. Se acercaba a ella con un gesto apasionado. María de las Angustias retrocedió. Había comprendido. Alfredo le iba a imponer la mayor de las torturas. Era mejor acceder a sus deseos de firmar la venta del cortijo. Que se fuera, que la dejase en paz, pasase lo que pasase; todo, menos aguantar aquellas caricias. —No, Alfredo... Es imposible... Tú lo sabes.. Yo no te amo. —Yo te amo a ti... Me gustas... Eres mi mujer... Tengo derecho. —Escucha, Alfredo. Tú deseas irte a Londres... Quieres mi firma para vender el cortijo de la Vega... Estoy pronta a dártela..., si me dejas en paz. Él tuvo una sonrisa de satisfacción, y cambiando de aspecto, dijo: —Bien. Como tú quieras. Pero ya ves que yo había desistido. Eres tú quien me arroja de tu lado. |
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