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María Luisa Bombal

"La amortajada"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 
La amortajada

(Continuación)

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Un día, al fin, como si despertara de su embriaguez de amor, su marido la habia mirado largamente; una mirada inquisidora, tierna.

—"Ana María, dime, ¿alguna vez llegarás a quererme como yo te quiero?"

¡Dios mío, aquella humildad tan digna! A ella se le habían agolpado las lágrimas a los ojos.

—"Yo te quiero, Antonio, pero estoy triste".

Entonces él habia continuado con el mismo tono razonable y dulce.

—"¿Qué debo hacer para que no estés triste? Si la casa no te gusta la transformaré a tu antojo. Si te aburres, sola conmigo, desde mañana veremos gente. Daremos una gran fiesta; tengo muchos amigos aquí".

Pero ella movía de un lado a otro la cabeza murmurando:

—"No, no..."

Ahora le era odioso el tono de Antonio, ahora una sorda aflicción remontaba en ella. ¿Qué le estaba proponiendo? ¿Organizar toda una existencia allí, en ese fondo de mar, sin familia, entre amigos flamantes y servidores desconocidos?

—"Tal vez extrañes ciertas diversiones. Haré venir del fundo un par de alazanes e iremos al Parque, por las mañanas. Ana María, habla, di: ¿qué quieres?"

Se había aferrado al brazo de su marido deseando hablar, explicar, y fue aquí donde su pánico, rebelde, saltó por sobre todo argumento.

—"Quiero irme".

Él la miró intensamente. Nunca habia visto ella palidecer a nadie. Desde ese momento supo lo que era: una blancura insólita afilando el pómulo, una cara inmóvil donde sólo viven los ojos, brillantes y fijos.

Y fue así como Antonio la devolvió a su padre, por un tiempo.

Ay, no se duerme impunemente tantas noches al lado de un hombre joven y enamorado.

Un desaliento se había apoderado de ella al reanudar su antigua existencia. Parecíale estar repitiendo gestos que hubiera agotado ayer de todo interés.

Erraba del bosque a la casa, de la casa al aserradero, sorprendida de no encontrar ya razón de ser a una vida que se le antojaba completa. ¡Es posible que en algunas semanas nuestros sueños y nuestras costumbres, cuanto parecía formar parte de nosotros mismos pueda volvérsenos ajeno! Bajo el tul del mosquitero su cama le parecía ahora estrecha, fría; estúpido,—de un mal gusto que la humillaba— el papel salpicado de nomeolvides que tapizaba el cuarto. ¿Cómo pudo vivir allí tanto tiempo sin cobrarle odio?

Cierta noche soñó que amaba a su marido. De un amor que era un sentimiento extrañamente, desesperadamente dulce, una ternura desgarradora que le llenaba el pecho de suspiros y a la que se entregaba lacia y ardorosa.

Despertó llorando. Contra  la almohada, en  la oscuridad,  llamó, entonces despacito:    "¡Antonio!"

Si en aquel instante hubiera tenido el valor de no pronunciar ese nombre,  otro fuera tal vez su destino.

Pero llamó: Antonio, yen ella se habia hecho la singular revelación.

"No se duerme impunemente tantas noches al lado de un hombre joven y enamorado". Necesitaba su calor, su abrazo, todo el hostigoso amor que habia repudiado.

Recordó un lecho amplio, desordenado y tibio.

Añoró el momento en qué aferrado a sus trenzas como para retenerla, Antonio se aprestaba a dormir. Unas sacudidas muy leves contra su cadera venían a anunciarle, entonces, que su marido se desprendía poco a poco de la vida, resbalaba en la inconsciencia. Luego, aquella sien abandonada sobre su hombro de mala esposa empezaba a latir fuertemente, como si toda la sensibilidad de ese cuerpo afluyera yfuera a golpear ahí.

Una gran emoción, un gran respeto la conmovían ahora al pensar con qué generosidad sin limites él le entregaba su sueño.

Y anheló besar esa sien confiada de Antonio, que era de noche la parte más vulnerable de ser.

 

Mes a mes, la ausencia —él tardó en acudir al persistente llamado de la familia; reclamaba tiempo para su herida—fue acrecentando el arrepentimiento, la sed amorosa.

Caía el otoño, en la casa de la abuela ardían los primeros braseros cuando Antonio se dignó venir.

Recuerda. Llegaba exhausta del fundo y no atinó tan siquiera a arreglar sus trenzas deshechas, su tez fatigada. Entró directamente al sombrío escritorio donde su marido la esperaba fumando.

—"¡Antonio!"

—"¿Cómo estás?"—replicó una voz tranquila, desconocida.

Muy poca cosa consigue resucitar de aquella entrevista que ahora sabe definitiva.

Reconsidera y nota que de su vida quedan, como signos de identificación, la inflexión de una voz o el gesto de una mano que hila en el espacio la oscura voluntad del destino.

Qué absurda, qué lejana debió parecerle a Antonio, en aquel momento, la pasión que abrigó, por la muchacha ahora despeinada y flaca que sollozaba a sus pies y le rodeaba la cintura con los brazos.

La cara hundida en la chaqueta de un hombre indiferente, ella buscaba el olor, la tibieza del fervoroso marido de ayer.

Recuerda y siente aún sobre la nuca una mano perdonadora que la apartaba, sin embargo, dulcemente...

Y así fue luego y siempre, siempre.

Vivieron en el fundo que ella indicó, el que le había dado su padre por dote. Pero Antonio guardó su selva negra, conservó su casa y sus intereses en la ciudad.                                                        

Un tono fácil, amable, pero jamás en él la alusión, el gesto que la permitieran rehabilitarse. Sin esfuerzo se habia desprendido del pasado que a ella la había hecho esclava. Y de noche su abrazo era fuerte aún, tierno, sí, pero distante.

Entonces habia conocida la peor de las soledades; la que en un amplio lecho se apodera de la carne estrechamente unida a otra carne adorada y distraída.

Su primogénito no consiguió devolverle el amor ni el espíritu de Antonio.

La enfermedad y la muerte tampoco crearon entre ellos la amarra del dolor.

Pero ella había aprendido a refugiarse en una familia, en una pena, a combatir la angustia rodeándose de hijos, de quehaceres.

Y eso acaso la salvó de nuevas y funestas pasiones. ¿Eso? No.

Fue que, a pesar de todo, durante su juventud entera no terminó de agotar los celos, el amor y la tristeza de la pasión que Antonio le habia inspirado.

¡Él, en cambio, la engañó tantas veces!

Su vida galante subía hasta ella en una ola de anónimos y delaciones. Hubo un tiempo en que desdeñosa, aunque dolorida, rehuía las confidencias, amparada en su categoría de mujer legítima, segura de que ello representaba una elección, un puesto de honor definitivo en el corazón distante de su marido.

Hasta el día aquel...

Fue una mañana. Retrasada a causa de sus largos cabellos, desde el cuarto de baño consideraba a través de la puerta medio abierta, el dormitorio en desorden, cuando Antonio entró inesperadamente de vuelta de la caza. Creyéndose solo, mantenía el sombrero echado sobre la oreja y masticaba una ramita de boj. Segundos después, al acercarse al velador para depositar la cartuchera, su bota tropezó con una chinela de cuero azul.

Y  entonces, oh entonces —ella vio y nunca pudo olvidarlo— brutalmente, con rabia, casi, la arrojó lejos de si de un puntapié.

Y  en un segundo, en ese breve segundo se produjo en ella el brusco despertar a una verdad, verdad que llevó tal vez adentro desde mucho y esquivaba mirar de frente. Comprendió que ella no era, no habia sido sino una de las muchas pasiones de Antonio, una pasión que las circunstancias habían encadenado a su vida. La toleraba nada más; la aceptaba, tascando el freno, como la consecuencia de un gesto irremediable.

Recuerda. Se había echado despacito hacia atrás, anhelando furiosamente pasar inadvertida. Atisbó un suspiro, luego el crujir del lecho bajo el peso del cuerpo de Antonio.

Era una mañana de sol y el día se anunciaba esplendoroso.  Contra los vidrios  empavonados  de la ventana golpeaban en multitudes las libélulas. Del jardín subían los gritos de los niños persiguiéndose con la manguera de regar.

Todo un día de calor por delante, Tener que peinarse, que hablar, ordenar y sonreír. "¿La señora está triste con un tiempo tan lindo?" "Mamá, ven a jugar con nosotros"... "¿Qué te pasa? ¿Por qué estás siempre de mal humor, Ana María?"

Tener que peinarse, que hablar, ordenar y sonreír. Tener que cumplir el túnel de un largo verano con ese puntapié en medio del corazón. Se habia apoyado contra la pared, de golpe: horriblemente fatigada.

Sus ojos se habían llenado de lágrimas que enjugó en seguida pero ya, silenciosas, afluían otras, y otras, y otras... No recuerda haber llorado nunca tanto.

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