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María Luisa Bombal

"La amortajada"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 
La amortajada

(Continuación)

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El día quema horas, minutos, segundos.

Muy entrada la tarde, llega, por fin, el hombre que ella esperaba.

El vacío que hacen alrededor de su cama le previene que se encuentra en la casa y que espera tal vez en la habitación contigua.

Durante un espacio de tiempo que le parece interminable, nada altera el silencio.

Apoyado contra el quicio de la puerta, adivina, de pronto, a su marido.

Lo han dejado solo, dueño y señor de aquella muerte. Y allí está inmóvil, concentrando fuerzas para poder afrontarla con dignidad.

Ella empieza entonces a remover cenizas, retrocediendo entremedio hasta un tiempo muy lejano, hasta una ciudad inmensa, callada y triste, hasta una casa donde llegó cierta noche.

¿A qué hora? No sabría decirlo.

Ya en el tren, extenuada por el largo viaje, había reclinado la cabeza sobre el hombro de Antonio. El ramo de azahares prendido a su manguito alentaba una azucarada fragancia que la mareaba ligeramente y le impedía prestar atención a cuanto le murmuraba su joven marido.

Pero ¿importaba? ¿No repetía acaso lo que le contó ya una, dos y muchas veces?

"... Que ella tejía, no hacía sino tejer en la veranda de cristales que abría sobre el jardín... y que la suerte había querido que el fundo de él, aquella negra selva inculta, no dispusiera de un solo camino transitable; que así, de paso por un camino prestado, pudo admirarla, tarde a tarde, durante un año... que un pesado nudo de trenzas negras doblegaba hacia atrás su cabeza, su pequeña y pálida frente. Aquella primavera, como para tocar su mejilla, un árbol entraba al aposento, sus ramas cargadas de flores y de abejas... y era fácil para él acecharla entonces; no necesitaba tan siquiera bajarse del caballo... que apenas el invierno acortó los días, cobró audacia y fue a apoyar la frente contra los vidrios, y que, largo rato, desde la oscuridad de la noche, solía abismarse en la contemplación de la lámpara, del fuego en la chimenea y de aquella muchacha silenciosa que tejía extendida en una larga mecedora de paja. A menudo, como si lo presintiera allí agazapado tras la oscuridad, ella levantaba los ojos y sonreía distraídamente, al azar. Sus pupilas tenían el color de la miel y despedían siempre la misma mirada perezosa y dulce. La nieve aleteó una vez sobre sus espaldas de intruso; en vano pesaba sobre el ala de sus sombrero, y se le adhería a las pestañas. Enamorado ya, perdidamente, continuó a pesar de todo, gozando de esa sonrisa que no iba dirigida a él...".

El ramo de azahares prendido a su manguito, su malsano aroma que la adormecía, le quitaba fuerzas para reaccionar violentamente y gritarle: "Te equivocas. Era engañosa mi indolencia. Si solamente hubieras tirado del hilo de mi lana, si hubieras, malla por malla, deshecho mi tejido... a cada una se enredaba un borrascoso pensamiento y un nombre que no olvidaré".

 

En aquella fría alcoba nupcial, cuántas veces, al volver del primer sueño, intentó traspasar el espeso velo de oscuridad que se le pegaba a los ojos.

Su corazón latía azorado. Era tan profunda aquella oscuridad. ¿No estaría ciega?

Estiraba los brazos, palpaba nerviosamente a su alrededor, se aprestaba sofocada a saltar del lecho, cuando una mano de fuego se le posaba sobre el seno, la tumbaba nuevamente hacia atrás. Y como si viniera a tocarle una herida, el gesto de aquella mano imperiosa la tornaba débil y gimiente, cada vez.

Recuerda que permanecía inmóvil, anhelando primero detener, luego desalentar con su pasividad el asalto amoroso; y permanecía inmóvil hasta durante el último, el definitivo beso.

Pero cierta noche sobrevino aquello, aquello que ella ignoraba.

Fue como si del centro de sus entrañas naciera un hirviente y lento escalofrío que junto con una caricia empezara a subir, acrecer, a envolverla en anillos hasta la raíz de los cabellos, hasta empuñarla por la garganta, cortarle la respiración y sacudirla para arrojarla finalmente, exhausta y desembriagada, contra el lecho revuelto.

¡El placer! ¡Con que era éso el placer! ¡Ese estre­mecimiento, ese inmenso aletazo y ese recaer unidos en la misma vergüenza!

¡Pobre Antonio, qué extrañeza la suya ante el rechazo casi inmediato! Nunca, nunca supo hasta qué punto lo odiaba todas las noches en aquel momento.

Nunca supo que noche trás noche, la enloquecida niña que estrechaba en sus brazos, apretando los dientes con ira intentaba conjurar el urgente escalofrío. Que ya no luchaba sólo contra las caricias sino contra el temblor que noche a nochehacían brotar, inexorables, en su carne.

 

 

Amanece, había pensado ella, cuando la criada abrió las persianas a su primera mañana de casada, tan escasa era la luz que penetró en la fría estancia.

Sin embargo, su marido la requería desde fuera. "Levántate".

Recuerda como si fuera hoy el jardín estrecho y sin flores, tapizado de musgo sombrío y el estanque de tinta sobre cuya superficie se recortó su propia imagen envuelta en el largo peinador blanco.

Pobre Antonio. ¿Qué gritaba? "Es un espejo, un espejo grande para que desde el balcón te peines las trenzas".

¡Ah, peinarse eternamente las trenzas a esa desolada luz del amanecer!

Miró afligida el paisaje que se reflejaba invertido a sus pies. Unos muros muy altos. Una casa de piedra verdosa. Ella y su marido como suspendidos entre dos abismos: el cielo, y el cielo en el agua.

—"Lindo ¿verdad? Mira, lo rompes y se vuelve a armar..."

Riendo siempre, Antonio agitó el brazo para lanzar con violencia un guijarro que allá abajo fue a herir a su desposada en plena frente.

Miles de culebras fosforescentes estallaron en el estanque y el paisaje que había dentro se retorció, y se rompió.

Recuerda. Asiéndose de la balaustrada de hierro forjado, había cerrado los ojos, conmovida por un miedo pueril.

—"El fin del mundo. Así ha de ser. Lo he visto".

Aquella casa incómoda y suntuosa donde habían muerto los padres de Antonio y donde él mismo había nacido, su nueva casa, recuerda haberla odiado desde el instante en que franqueó la puerta de entrada.

¡Qué distinta del pabellón de madera fragante cuyo luminoso interior invitaba a espiar por los cristales!

Tal vez tuviera algún parecido con la vieja casa de su abuela en la ciudad de provincia donde pasó su primera infancia, donde residió durante el invierno y se presentó en sociedad.

Pero ¿dónde están la sala de billar, el costurero, el jardín con olor a toronjil?

Aquí, ni una sola chimenea —y ¡horror! el espejo del vestíbulo trizado de arriba abajo—; largos salones cuyos muebles parecían definitivamente enfundados de brin.

Recuerda que erraba de cuarto en cuarto buscando en vano un rincón a su gusto. Se perdía en los corredores. En las escaleras espléndidamente alfombradas, su pie chocaba contra la varilla de bronce de cada escalón.

No lograba orientarse, no lograba adaptarse.

Invariablemente, a la caída de la tarde, Antonio instalaba a su mujer en el fondo del cupé, le cubría las rodillas con una piel y se recostaba a su lado,

Jamás llegaron, sin embargo, hasta la casa de la madrina paralítica que dormitaba pegada al brasero de plata. Y la vieja sobreviviente de esa familia extinguida los esperó, en vano, tarde a tarde, junto al té servido — y bajó a reposar con los suyos sin conocer a la que iba a continuar su raza.

—"Iremos mañana" —suspiraba el enamorado marido apenas el coche franqueaba el portal,— "Hoy déjame mirarte, déjame quererte". Y vagaban al azar.

Así, recién casada, trabó conocimiento con aquella ciudad inmensa, callada y triste.

Al final de sus estrechas calles, divisaban siempre las escarpadas montañas. La población estaba cercada de granito, como sumida en un pozo de la alta cordillera, aislada hasta del viento.

Y ella, acostumbrada al eterno susurrar de los trigos, de los bosques, al chasquido del río golpeando las piedras erguidas contra la corriente, había empezado a sentir miedo de ese silencio absoluto y total que solía despertarla durante las noches.

La perseguía la imagen del mundo que vio destrozarse el primer día en el estanque. Aquel silencio se le antojaba el presagio de una catástrofe.

Tal vez un volcán ignorado de todos acechaba, muy cerca, el momento de aniquilar.

 

 

Había anhelado entonces refugiarse en algo que le fuera familiar; en un gesto, en un recuerdo.

Extrañaba su cuerpo disfrazado de vestidos nuevos, sus cabellos mal peinados. Pero Zoila, ¿por qué la habría criado tan haragana? ¿Por qué no le habría enseñado a apretar su pesada cabellera?

Día a día aplazaba el deseo de abrir sus maletas para buscar, retratos, objetos, una prenda cordial. El frío, un frío insólito la estaba volviendo cobarde, sin iniciativa, y sus dedos transidos no atinaban ni a anudar un lazo de cinta.

Trataba de pensar en cuánto había dejado hacia tan sólo un par de meses. Entornaba los ojos procurando evocar un cuarto tibio, y no lo veía sino revuelto por la precipitación de la partida; el gran salón de fiestas donde temblaban las lágrimas de cristal de las arañas y donde, con las trenzas recogidas por primera vez, bailó cierta noche locamente hasta el amanecer, y no lo encontraba sino en aquella tarde gris en que su padre le había dicho: "Chiquilla, abraza a tu novio".

Entonces ella se había acercado obediente a ese hombre tan arrogante... y tan rico, se había empinado para besar su mejilla.

Recordaba que al apartarse, la habían impresionado el rostro grave de la abuela y las manos temblorosas de su padre. Recordaba haber pensado en Zoila y en las primas que presentía con el oído pegado a la puerta. Y haber sentido asimismo la solicitud con que la habían rodeado durante tantos años.

Y no; ya no era capaz sino de evocar el temor que se había apoderado de ella a partir de ese instante, la angustia que crecía con los días y el obstinado silencio de Ricardo.

Pero ¿cómo volver sobre una mentira? ¿Cómo decir que se había casado por despecho?

Si Antonio... Pero Antonio no era el tirano ni el ser anodino que hubiera deseado por marido. Era el hombre enamorado, pero enérgico y discreto a quien no podía despreciar.

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