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María Luisa Bombal

"La amortajada"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 
La amortajada

(Continuación)

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Pasaron años. Años en que se retrajo y se fue volviendo día a día más limitada y mezquina.

¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?

Los hombres, ellos, logran poner su pasión en otras cosas. Pero el destino de las mujeres es remover una pena de amor en una casa ordenada, ante una tapicería inconclusa.

"Sufro, sufro de ti como de una herida constantemente abierta".

Durante años se habia repetido en voz baja esta frase porque tenía el misterioso don de hacerla estallar en lágrimas. Tan solo así lograba detener unos instantes el trabajo de la aguja ardiente que le laceraba sin tregua el corazón. Durante años, hasta el agotamiento, hasta el cansancio.

"Sufro, sufro de ti...", empezaba a suspirar un día cuando, de golpe, apretó los labios y calló avergonzada. ¿A qué seguir disimulándose a si misma que, desde hacía tiempo, se forzaba para llorar?

Era verdad que sufría; pero ya no la apenaba el desamor de su marido, ya no la ablandaba la idea de su propia desdicha. Cierta irritación y un sordo rencor secaban, pervertían su sufrimiento.

Los años fueron hostigando luego esa irritación hasta la ira, convirtieron su tímido rencor en una idea bien determinada de desquite.

Y el odio vino entonces a prolongar el lazo que la unía a Antonio.

El odio, si, un odio silencioso que en lugar de consumirla la fortificaba. Un odio que la hacia madurar grandiosos proyectos, casi siempre abortados en mezquinas venganzas.

El odio, si, el odio, bajo cuya ala sombría respiraba, dormía, reía; el odio, su fin, su mejor ocupación. Un odio que las victorias no amainaban, que enardecían, como si la enfureciera encontrar tan poca resistencia.

 

 

Y ese odio la sacude aún ahora que oye acercarse al marido y lo ve arrodillarse Junto a ella.

El no la ha mirado. Casi instantáneamente hunde la cara entre las manos y desploma medio cuerpo sobre el lecho.

Largo rato así inmóvil, parece, lejos de su mujer muerta, considerar algún ayer doloroso, un mundo infinito de cosas.

Ella siente con repugnancia pesar sobre su cadera esa cabeza aborrecida, pesar alli donde habían crecido y tan dulcemente pesado sus hijos. Con ira se pone a examinar por última vez esa cuidada cabellera castaña, ese cuello, esos hombros.

Repentinamente la hiere un detalle insólito. Muy pegada a la oreja advierte una arruga, una sola, muy fina, tan fina como un hilo de telaraña, pero una arruga, una verdadera arruga, la primera.

Dios mío, ¿aquello es posible? ¿Antonio no es inviolable?

No. Antonio no es inviolable. Esa única, imperceptible arruga no tardará en descolgársele hacia la mejilla, donde se abrirá muy pronto en dos, en cuatro; marcará, por fin toda su cara. Lentamente empezará luego a corroer esa belleza que nada habia conseguido alterar, y junto con ella irá desmoronando la arrogancia, el encanto, las posibilidades de aquel ser afortunado y cruel.

Como un resorte que se quiebra, como una energía que ha perdido su objeto, ha decaído de pronto en ella el impulso que la erguía implacable y venenosa, dispuesta siempre a morder. He aquí que su odio se ha vuelto pasivo, casi indulgente.

Cuando él levanta la cabeza, ella advierte asombrada que llora. Sus lágrimas, las primeras que le ve verter resbalan por sus mejillas sin que atine a enjugarlas, sorprendido por el arrebato de su propio llanto.

¡Llora, llora al fin! o puede que sólo llore su juventud que siente ida con esa muerta, puede que solo llore fracasos cuyo recuerdo logró durante mucho tiempo aventar y que afluyen ahora inaplazables junto con el primer embate. Pero ella sabe que la primera lágrima es un cauce abierto a todas las demás, que el dolor y quizás también el remordimien­to han conseguido abrir una brecha en ese empedernido corazón, brecha por donde, en lo sucesivo se infiltrarán con la regularidad de una marea que leyes misteriosas impelen a golpear, a roer, a destruir.

De hoy en adelante, por lo menos, conocerá lo que importa llevar un muerto en el pasado. Jamás, no gozar jamás enteramente de nada. En cada goce, hasta en el más simple —una luna de invierno, una noche de fiesta— cierto vacío, cierta extraña sensación desoledad.

A medida que las lágrimas brotan, se deslizan, caen, ella siente su odio retraerse, evaporarse. No, ya no odia. ¿Puede acaso odiar a un pobre ser, como ella destinado a la vejez y a la tristeza?

No. No lo odia. Pero tampoco lo ama. Y he aquí que al dejar de amarlo y de odiarlo siente deshacerse el último nudo de su estructura vital. Nada le importa ya. Es como si no tuviera ya razón de ser ni ella ni su pasado. Un gran hastío la cerca, se siente tambalear hacia atrás. ¡Oh esta súbita rebeldía! Este deseo que la atormenta de incorporarse gimiendo: "¡Quiero vivir. Devuélvanme, devuélvanme mi odio!"

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