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Tristán el sepulturero |
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I La luz agonizante de Ia tarde apenas si lograba disipar las espesas tinieblas que invadían la tabema deI tio Corneja, maese carrilludo, panzudo y decidor, que, según la pública opinión, gozaba de la amistad de todos los perdidos de la villa que acudían a su establecimiento con preferencia a otros de la misma especie. A dicha hora, el interior de la tal taberna presentaba un aspecto digno de ser descrito. Arrimados a la pared y perdiéndose en la sombra como deformes cuerpos de gigantes, se veían algunos toneles alineados tras un mugriento mostradorcillo, y en el resto de la estancia, unidas en caprichosos grupos, estaban un sinnúmero de mesas y sillas lesionadas en diferentes partes. Añadiendo a todo esto un pavimento de baldosas frías, húmedas y resbaladizas y un techo abovedado tan bajo, que en más de una ocasión le rozaban los penachos que ornaban los chambergos de los parroquianos, podrá formarse el lector una idea de tal establecimiento. A través de las espesas sombras se distinguían en el momento en que comenzamos la narración, sentados en derredor de una mesita situada en uno de los extremos de la taberna, dos hombres de mala catadura, tan diferentes en trajes como en aspectos. A pesar de la semioscuridad que los envolvía, podía adivinarse en uno de ellos a un valentón de aquellos tan comunes en el siglo XVII con sus mostachos erizados, su espada de colosal cazoleta, y el rostro cruzado por honga cicatriz, adquirida, según afirmación propia, en los campos de Flandes, y según ajena, en alguna contienda acaecida en taberna o lupanar. En cuanto al otro, a pesar de su aspecto repulsivo y acanallado, tenía cierto aire digno y noble, que le hacía simpático a los ojos del observador. Era joven y su rostro no estaba exento de hermosura; antes al contrario, sus ojos miraban de una manera dulce y melancóhca, y su frente era espaciosa y altiva, si bien surcada por algunas amrgas que denotaban grandes pesares e inmensas amarguras. Vestía una ropilla y calzas negras, aunque con ese colorcillo amarillento que delata el mucho uso y el no menor roce, y sus luengos cabellos los cubría un fieltro de forma algo indefinible y recubierto en más de una parte por reluciente capa de grasa. El primero de los dos hombres, o sea el de aspecto rufianesco, era un perdonavidas conocido por todos con el nombre de Puñiferro, a causa de su terrible fuerza, y el segundo era Tristán el sepulturero de la villa de... (el nombre no importa), y el cual es el héroe de Ia presente narración. En el momento que comenzamos ésta, los dos hombres se ocupaban en vaciar un descomunal jarro de vino, sin que 1a menor palabra saliese de sus labios. Puñiferro de vez en cuando miraba a su compañero, como esperando que este le dirigiera la palabra, mas, viendo que no lograba su deseo, se entretenía golpeando con los dedos sobre la mesa el acompañamiento de una marcha guerrera. -¡Por los cuernos del diablo! -gritó de pronto el valen!ón-. ¿Sabes, camarada Tristán, que tienes un vino bastante triste? El aludido, al escuchar esto, ievantó la cabeza, y después de contemplar algunos instantes al rufián, murmuró: -Mis pensamientos me ponen triste, que no el vino. -Hablas muy bien. Este vino es superior y hace el elogio del aprecio que nos profesa el buen tío Corneja. ¿Pero en qué piensas? Sepámoslo. -Pienso en lo que soy y en io que fui. -Eres un sepulturero, oficio que es tan honrado como otro cualquiera. ¡Pues ahí es nada que digamos el que todos los vecinos de esta villa tengan que pasar necesariamente por tus manos y deberte el último favor! -Por lo mismo, todos me miran con repugnancia. -Porque te temen, lo mismo que a mí. ¿No ves que los dos somos ayudantes de la muerte? Tú entierras y yo mato. -Y pensar que no hace muchos años yo era... -¿Qué eras tú? Un hidalgüelo de escueta bolsa, que se pasaba Ios días componiendo versos a su amada y las noches cantando al pie de sus rejas. -Era un hombre estimado y respetado por todos cuantos me conocían, y que podía ostentar el linaje noble y honrado de mis antepasados. -Y ahora eres un sepulturero que cuentas con la amistad de hombres de mi prosapia. -¡Ah! Entonces vivía.... -Te comprendo. Entonces vivía ella; más claro, tu amada; mejor dicho, tu Laura. ¿Crees, acaso, que yo desconozco algunos detalies de tu antigua vida? -¿Qué es lo que tú sabes? -Muy poco. Solo ha llegado a mis oídos que tú amabas a una tal Laura; que esta se murió, y que tú, desde aquel día, para estar más cerca de ella, te hiciste sepulturero. Y a propósito: ¿esto último es verdad? -Y tanto. -Pues no veo el motivo de semejante disparate. ¿Cómo diablos has de estar cerca de ella, si tu Laura estará ya hecha poivo y perdida entre la tierra del cementerio? Tristán, al escuchar esto, sonrió compasivamente y murrnuró con acento firme, casi al oído de Puñiferro. -Laura me visita todas las noches. -¡Ja, ia,ja! ¿Crees, amigo Tristán, que hablas con alguna vieja de esas que toman por verdad todo aquello que tiene algo de sobrenatural? -Lo que te he dicho es cierto. -No me basta con que tú io asegures para creerlo. -Pues acompáñame esta noche al cementerio y te convencerás. -¿Quién, yo? ¡Estaría bueno! ponme en este instante una docena de hombres ante mí, y no temblaré un momento. pero no me digas que en una noche de Ánimas como esta te acompañe al cementerio, que me espeluzno. Eso queda para ti, que eres amigo de los muertos, pues te deben el favor de enterrarlos; mientras que, a mí, algunos de ellos solo me conocen por la punta de mi espada. -Pues, entonces, déjame que te cuente mi historia, que solo conoces en muy pequeña parte, y en ese caso tal vez te convenzas. -Eso es diferente. Cuenta cuanto quieras, que aqui estaré yo escuchándote hasta el día del juicio. -Pues disponte a oír, sin que te pasme mi relato. -Tengo el corazón algo duro para que me espante nada. Pero ante todo rocíate la garganta y después empieza. |
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