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Vicente Blasco Ibáñez

"El premio gordo"

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El premio gordo
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II

A los quince días nos casamos.

Y nuestro casamiento fue propio de un hombre que posee 50.000 duros.

Gran convite, chispeantes brindis, amorosos epitalamios y borracheras de champagne. De todo esto hubo en nuestra boda.

Después, Gabriela y yo partimos para París el mismo día, pues para seguir las costumbres de la moda es preciso encerrar las mejores escenas de la luna de miel en un coche de primera.

De París pasamos a Italia y allí permanecimos bastante tiempo, gastando mucho y divirtiéndonos como yo nunca había podido imaginar.

Cuando volvimos a nuestra patria, ¡qué feliz y portentoso cambio se había operado entre las muchas personas que yo conozco!

Todos me trataban como a un hombre nuevo y nadie parecía recordarse de aquel muchacho que algunos meses antes apenas si se dignaban saludar.

En esto tal vez influiría el diferente aspecto que yo presentaba. Verdaderamente debía estar desconocido.

Antes vestía miserablemente, pagaba un pupilaje de ocho reales y necesitaba valerme de mil artes para subsistir. Mientras que ahora poseía coches, seguía las modas y siempre tenía dinero dispuesto a satisfacer las necesidades de los amigos.

Comprendí, además, por ciertas manifestaciones, que mi talento había sufrido un rápido desarrollo sin darme yo cuenta de ello.

Aquellos mismos periódicos en cuyas redacciones había sufrido sonrojos mendigando la publicación de mis obras, ahora daban a luz pomposas gacetillas en las que se me llamaba eminente publicista, ilustre literato y armonioso poeta; y en los cafés, cuando, rodeado de los amigos, soltaba alguna majadería, todos aplaudían a coro y no faltaban muchos que decían por lo bajo, si bien procurando que yo les oyera:

-Este Jacinto tiene un talento asombroso.

En fin, amigo mío, que yo era otro hombre, porque mi personalidad pesaba, sin duda, más en la opinión de la gente con el aditamento de mis 50.000 duros que, dicho sea de paso, gastaba muy aprisa.

También en Gabriela habíase efectuado un cambio trascendental que noté yo solo. Mi mujer me amaba: esto lo sabía yo de una manera cierta y buena prueba de ello me había dado durante la época de nuestros galanteos. Pero, a los pocos meses de casada su cariño enfrióse bastante, y dejó muchas veces de ocuparse de mí para fijar toda su atención en las modas y esas otras materias fútiles a que tan aficionadas son las mujeres.

Gabriela, al ser rica, deseaba brillar tanto como sus nuevas amigas de alta sociedad; y esto, unido a que aquellas no vivían muy unidas a sus cónyuges, hacía que mi mujer, por espíritu de imitación propio del que está alejado de su esfera, no fuese tan apasionada conmigo como antes.

Yo deseaba una vida alegre y llena de comodidades, pero libre de las tiránicas obligaciones del gran mundo. Mi esposa, por el contrario, amaba la etiqueta y las ridículas ceremonias sociales formaban su principal encanto. Esta diferencia de aficiones producía un ligero enfriamiento en nuestro trato y era causa de que Gabriela me considerase, allá en su interior, como un hombre basto y desprovisto de toda elegancia.

Yo debía haber previsto los resultados de tal diversidad de pareceres; pero, por desgracia, no pensé en ellos y, antes al contrario, asentí a todas las peticiones que me hizo mi esposa. Y di en mi casa bailes y reuniones, a los que concurrieron la flor y nata de la elegancia, y sucedió que...

Pero no anticipemos los sucesos, como dicen los novelistas.

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