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Pedro Antonio de Alarcón

"El ángel de la guarda"

Capítulo 4

Biografía de Pedro Antonio de Alarcón en AlbaLearning

 
 
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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

El ángel de la guarda

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-Ahí... -prosiguió Manuel señalando al río-, en esas ondas que tanta sangre han arrastrado durante cinco años, yace, señor cura, un mártir de la independencia española, muerto a los quince meses de nacer..., y a quien, sin embargo, deben la vida y la felicidad estos dos corazones que ha unido usted para siempre. De la madre de Clara no hablo, porque si bien le debe también la vida a aquel santo niño, más le valiera haber perecido con él. ¡Ya ve usted cómo se encuentra la desgraciada!

¡Se asombra usted, padre mío, de que a los quince meses de edad pueda una inocente criatura hacer tanto bien a su familia! Lo comprendo... ¡Yo también, no sólo me asombro, sino que me muero de vergüenza! Pero ¡ya ve usted cómo quedé aquella noche!

Así diciendo, mostró Manuel al párroco la mano izquierda, horriblemente desfigurada por una larga y profunda cicatriz.

-¡A los quince meses, sí!... Murió a los quince meses, y su vida no fue estéril, no fue inútil! ¡Muchos viven largos años sin hacer tanto bien al mundo! ¡Dios lo tendrá, sin duda alguna, no al lado de los ángeles, sino de los mártires y de los héroes!

Ya sabe usted cuán triste fue para Tarragona el día 28 de junio de 1811. Sin embargo, usted se hallaba prisionero desde el asalto del 4 de mayo, y no vio todo el horror de la toma de la ciudad. ¡No vio morir a cinco mil españoles en diez horas; no vio incendiar casas y templos; no vio asesinar inermes ancianos y flacas mujeres; no vio atropellado el pudor de las vírgenes, la majestad de las madres, el voto de las religiosas!... ¡No vio el robo y la embriaguez confundidos con el amor y la matanza! ¡No vio, en fin, una de las mayores proezas del vencedor del mundo, del héroe de nuestro siglo, del semidiós Napoleón!

¡Yo lo vi todo! ¡Yo vi a los enfermos salir del lecho de agonía, arrastrando las sábanas como un sudario, y perecer a manos del soldado extranjero, sobre el umbral de la misma alcoba en que penetró el día antes el Viático! ¡Yo vi tendida en esta calle a una mujer degollada, y a su lado el tierno infante, que mamaba todavía del pecho de la madre muerta! ¡Yo vi al esposo maniatado presenciar la profanación del lecho nupcial, y a los niños que lloraban en torno de tanto horror, y a la desesperación y a la inocencia apelando al suicidio, y a la impiedad escarneciendo los cadáveres! ¡Ah! ¡Malditas sean las armas extranjeras!

Mi padre y mis hermanos murieron aquel día de tristísima memoria... ¡Felices ellos!

Herido yo gravísimamente, inútil para la lid, refugiéme en casa de Clara.

Ésta, llena de angustia y miedo, hallábase al balcón, temiendo por mi vida, y arriesgando la suya con tal de verme, si pasaba por la calle.

Entré; pero los que me perseguían... la vieron... Y ¡era tan hermosa!

Un rugido de salvaje alborozo y una brutal carcajada saludaron a la beldad. Un minuto después, el hacha y el fuego derribaban nuestra puerta. ¡Estábamos perdidos!

La madre de Clara llevando en sus brazos al desventurado niño que yace bajo esas ondas, se encerró con nosotros en la cisterna o aljibe de la casa, que era profundísimo y estaba seco a causa de no haber llovido hacía muchos meses. Aquella cisterna, cuyo suelo mediría ocho varas cuadradas, y a la que se bajaba por largas rampas subterráneas, se angostaba arriba, formando como un cañón de pozo, que iba a dar al promedio del patio, donde tenía su brocal, con garrucha pendiente de un arco de hierro, a fin de sacar desde allí agua por medio de dos acetres...

El mencionado niño, llamado Miguel, era hermano de Clara, o sea el hijo menor de la infeliz a quien los franceses acababan de dejar viuda.

Dentro del aljibe podíamos salvarnos los cuatro, o, mejor dicho, nos habíamos salvado ya. ¡Nadie imaginaría que estuviésemos en aquel sitio, ni que tal sitio existiese! Desde arriba, la cisterna parecía un simple pozo. Los franceses creerían que habíamos huido por los tejados de la casa...

Pronto lo dijeron así, entre horrorosos juramentos, mientras descansaban en aquel fresco patio, en medio del cual estaba la cisterna.

Sí..., ¡nos habíamos salvado! Clara me vendaba la herida; su madre daba el pecho a Miguel, y yo, aunque temblaba con el frío de la calentura, considerábame feliz y sonreía...

En esto comprendimos que los franceses, devorados de sed, trataban de sacar agua del pozo en que nos hallábamos...

¡Figúrese usted toda nuestra agonía en aquel instante...!

Nos hicimos a un lado, y dejamos bajar el acetre hasta dar en el suelo.

Ni respirábamos siquiera.

El acetre volvió a subir...

-¡Está seco! -dijeron los franceses.

-¡Arriba habrá agua! -exclamó uno.

¡Se marchan!, pensamos Clara, su madre y yo.

-¿Si estarán aquí dentro? -exclamó una voz en catalán...

¡Era un afrancesado..., señor cura! ¡Era un español quien nos perdía!

-¡Qué disparate! -respondió el francés-. ¡No hubieran podido descolgarse tan pronto!

-Es verdad... -repuso el afrancesado.

Ignoraban ellos que a la cisterna se bajaba por la citada mina, cuya puerta o trampa, bien disimulada en el suelo de oscura bodega algo distante, era muy difícil descubrir. ¡En cambio, habíamos cometido la imprudencia de cerrar con llave la verja de hierro que cortaba la comunicación entre la cisterna y la mina, y no podíamos abrirla sin hacer mucho ruido!...

Figúrese usted, pues, la cruel alternativa de esperanza y de miedo con que oiríamos aquel diálogo, sostenido por los malhechores en el mismo brocal del pozo... ¡Desde los rincones en que estábamos replegados veíamos moverse la sombra de sus cabezas en el redondel de luz cenital pintado en el fondo del seco aljibe!... Cada segundo nos parecía un siglo...

En esto..., ¡echóse a llorar Miguel!...

Pero no bien había lanzado el primer gemido, cuando su madre sofocó aquella voz que nos vendía, estrechando contra su pecho la cara del tierno infante.

-¿Habéis oído? -gritaron arriba.

-¡Yo no! -respondió otro.

-Escuchemos -dijo el afrancesado.

Pasaron tres horribles minutos...

Miguel pugnaba por llorar..., y cuanto más lo sofocaba su madre, más se enfurecía y se retorcía entre sus brazos...

Pero no se oyó ni el más ligero suspiro.

-Será el eco... -exclamaron los franceses, alejándose.

-¡Eso será! -añadió el afrancesado.

Y todos se fueron, y el ruido de sus pisadas y de sus sables se apagó lentamente a todo lo largo del patio, con dirección al portal.

¡Había cesado el peligro!

Pero ¡ay!..., ¡tardía felicidad la nuestra!

Miguel no lloraba, ni luchaba ya...

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