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José Zorrilla

"La leyenda de Don Juan Tenorio"

XIII

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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.1 (Andante espressivo)
 
La leyenda de Don Juan Tenorio
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   Buen plan el de don Luis era
y fuera infalible plan
a dar en su ejecución
con una mujer vulgar.
   Por consejo de don César,
de sosegarse incapaz,
don Diego ir a visitarla
debía: era natural:
   su madrastra no podía
su visita rehusar,
pues siempre cortés con ella
fue él y respetuoso; mas
don Diego era aún un mozo
imberbe, casi un rapaz,
y aunque de gran desarrollo
y gran fuerza corporal,
sencillo, dócil y apenas
entrado en la pubertad,
de ninguna observación
se le podía encargar.
Sus tíos, ya sus tutores,
tienen empeño formal
en que no se contamine
con la atmósfera letal
de los odios de familia,
que es joven para afrontar,
y en que conserve cerrados
ojos y alma a la maldad
en la cual viven envueltos,
por razones que aún no están
al alcance de un mancebo
que aún no las debe alcanzar.
   Los tres, en fin, siendo célibes
aunque aún a viejos no van,
sólo en don Diego esperanzas
fundan de posteridad.
Ponerle, pues, en contacto
con Beatriz era errar;
mas en su pasión don César
en tales errores da.
Don César quería, sólo
por puro afán personal,
enviar cerca de ella a alguno;
como si de ella al tornar
ver pudiera algo en él de ella
cual de un espejo en el haz;
acercar a alguien, en fin,
a quien no puede él llegar.
E iba a arriesgar de don Diego
la candidez virginal
en manos de una hembra que,
siendo de todo capaz,
en vez de soltar ante él
prenda alguna, o luz de dar,
había en que las sacase
de él gran probabilidad.
Pero aunque era una torpeza
cuando menos paso tal,
insistió en él de su espíritu
por febril necesidad.
De ser recibido el mozo
el favor al demandar,
le obtuvo inmediatamente
con acogida cordial.
Doña Beatriz recibióle
de una ancha mesa detrás,
cargada de objetos raros
muy largos de enumerar,
extraños y heterogéneos,
apto empero cada cual
para una labor o un arte
de las que a la vista están
trabajos ya adelantados
y en tren de finalizar,
a los que la noble dama
se dedica con afán.
   Era la hora de vísperas;
Beatriz al aceptar
la visita de don Diego,
entre uno y otro brazal
de su ancho sillón sumida,
la cabeza echada atrás,
fatigada o perezosa
parecía dormitar.
Del balcón los cortinajes
entoldados a mitad,
la brillantez de la luz
y el calor para templar,
de la amplia y lujosa cámara
mantienen la claridad
en una suave penumbra
que de la dama a la faz
y a los dorados objetos
de aquel ostentoso ajuar
templadas tintas, misterio,
calma y poesía dan.
Don Diego anduvo discreto
en su visita y formal;
doña Beatriz, ni risueña
ni melancólica asaz,
mostróle, digna y graciosa,
noble familiaridad,
no tocando delicada
punto de cuestión actual.
Tratóle, en fin, cortesana,
cual mozo cuasi hombre ya,
sin cariño intempestivo,
con franca afabilidad;
y en conversación ni grave
ni voluble por demás,
discreta, oportuna y diestra,
hechizó al mozo leal.

Al despedirse don Diego
le dio su mano a besar,
y entregándole un escrito
cerrado, le dijo: «Dad
a vuestros tíos, don Diego,
ese escrito, por el cual
espero que regulada
mi posición quedará.»
Y enviándole una sonrisa
hechicera, celestial,
y una mirada lumínea...,
calló... y le dejó marchar.

   Aquel escrito decía:
«Cuñados míos: de hoy más
no hay parentesco ni deudo
ni lazo ni afinidad
entre nosotros. Vosotros
con injusticia sin par,
por sandia torpeza y odio
inmotivado y tenaz,
el derecho os abrogasteis
tiránico e ilegal
de vejarme, so pretexto
la honra de Gil de velar.
Mientras vivió os he sufrido
con la esperanza falaz
de hacerle ver a su vuelta
conducta tan desleal.
Pero muerto Gil, cuya alma
nunca quise acibarar,
quiero que quién es su viuda,
para que no erréis, sepáis.
Mi padre con Gil casóme
por tirana autoridad
y yo, como hija sumisa,
resignada fui al altar.
Mas como a Gil no amé nunca,
ni plugo a Dios, por su mal
y por mi bien, descendencia
a nuestra unión otorgar,
como con él con vosotros
todo lazo temporal
rompe la muerte, dejándonos
a todos en libertad.
Nada acepto de su herencia:
que don Diego en mi lugar
reciba cuanto su padre
me lega; doyle además
cuantas joyas y preseas
me dio en vida, liberal,
y renuncio hasta al derecho
en su casa de habitar.
Rica soy: rico es mi padre:
con los Tenorios no está
mi corazón: nada de ellos
quiero haber ni conservar.
Aunque me curo muy poco
de cómo de mí podrá
juzgar el vulgo villano
a los que nos quieren mal,
continuaré en vuestra casa
ajena al mundo social,
de enfermedad so pretexto,
en mi aislada soledad
hasta que vivienda propia
en donde irme a aposentar
tenga fuera de Sevilla,
y de Castilla quizás.
Pero como me habéis puesto
con villanía vulgar
en derredor cien espías
de criados en lugar,
he dado al juez una carta
para mi tío el guardián
del monasterio vecino,
el cual con celeridad
me agenciará un mayordomo
y una dueña que vendrán
tal vez hoy mismo, en los cuales
me podré al menos fiar;
con quienes, como quien soy,
decoro y seguridad
tendré en mi interior, y a quienes
haréis hasta mí llegar.
He aquí lo que llamar puedo
proposiciones de paz;
pero si queréis la guerra
como hasta aquí continuar
no tenéis más que atreveros
a trasponer el umbral
de mis cuartos y veréis
de lo que soy yo capaz.»
   Los Tenorios se pusieron
con asombro a comentar
cartel tan extraordinario,
reto tan claro y audaz;
pero por más que le dieron
vueltas a solas, por más
que buscaron sutilezas
contra quien razones da,
no tuvo al fin más remedio
su prevención suspicaz
que convenir en que libre
de su autoridad está
doña Beatriz; y si es
lo que cree el odio voraz
y celoso de don César,
no hay más que hacer que esperar.

   Cuando dueña y mayordomo
con la carta del guardián
se presentaron, dejáronles
sin inconveniente entrar.

No pudo verles don César
desde su lecho: al zaguán
salió don Luis para verlos
por mera curiosidad.
No son ni viejos ni mozos,
no parecen bien ni mal:
de beata hay algo en ella
y algo en él de sacristán.
Hicieron a don Luis ambos
sin altivez ni humildad
un saludo, y un «Dios guarde
a vuesarced» al pasar
le dijeron; respondióles
don Luis: «Y a todos; entrad,»
y les mostró con el dedo
la escalera principal.
    Cuando les sintió en las cámaras
de la dama penetrar,
dijo entre sí: «Dos lechuzas
de las que anidan detrás
del altar de San Francisco.
Nunca tuvo ni tendrá
buena sombra ese convento
para esta casa; y a par
uno de otra mal se tienen
y hacen mala vecindad.
¡Pájaros de mal agüero
se me figuran! Jamás
los Tenorios y los frailes
amasaron juntos pan
en tiempo alguno y... ¡por Dios,
que es bastante original
que agencie la servidumbre
de una mujer su guardián!
Si ella intenta en la partida
hacer los frailes entrar....
no va a quedar más remedio
que meter a Satanás
por los Tenorios. -¡Malditas
desde la mujer de Adán
todas ellas! Creo que ésta
nos va el juicio a trastornar
como a César y daremos
en locos tras él. Mas ¡bah!,
no hay que ver visiones. De ella
la loca excentricidad
del carácter es lo que
nos hace desatinar.»
    Don Luis era hombre de seso,
pero empezaba en verdad
a caer bajo el influjo.
de aquella hembra singular.

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