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José Zahonero

"Cabecita a pájaros"

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Biografía de José Zahonero en Wikipedia

 
 
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Cabecita a pájaros
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III

Algunos días Manolín se escapaba, y ¡alza! ¿para qué os quiero, piernas? Huía, no sólo de la escuela, sino de la ciudad, llevando en su cartapacio de escolar todos los instrumentos y mañerías de la caza, como liga, redes y reclamos, y así se iba a buscar a Lucas.

Fue cierta mañana a buscarle, y curándose con el gozo de la travesura emprendida del remordimiento que picaba en su corazón de escolar novillero, salió de la ciudad y emprendió el camino que conducía al Pinar de Las Gordillas, que era donde vivía Lucas, hijo del guarda de aquella dehesa.

Odisea heroica del niño: aquel arriesgo de su alma aventurera, aquella salvaje rebeldía, aquel deseo de verla y de aspirar aire purísimo, aquel gozo ante la hermosura que Dios ha vertido en los campos, suponían el ardimiento y el valor de un pajarillo. Anda que te andarás, salvó el camino; echóse por atajos; triscó por riscos, empavesados de zarzales y rebordeados de romero, tomillo, cantueso y mejorana; a brincos como vuelos pasó los arroyos, y afanado y contento, llegó al fin a los primeros picos y subió hasta la blanca y pequeña casa de la guardería.

Vibraban sus nervios, recorridos por fluídica entonación, la fuerza que impulsa el ánimo de todos los grandes emprendedores; circulaba apresuradamente la sangre por sus venas; sus ojos brillaban, y el corazón latía con fuerza, como si a su vez quisiera, oxigenado y ebrio, escapársele del pecho, que es también una estrecha jaula.

—Lucas, Lucas —gritó con voz que hubieron de ahogar las agitaciones de la fatigadora y rápida marcha.

—¡Lucaaas!—gritó después de haberse detenido un instante como para tomar aliento.

Nada, Lucas no parecía: oyóse ladrar furiosamente a un perro, y luego apareció éste amenazador y terrible por entre los jarales, y al ver al niño atenuó el ladrido, como si hubiera dicho:

—¡Vaya, eres tú..... pues me he llevado chasco!

Y humildoso y acariciador, con mucho meneo de rabo y abatimiento de orejas, el enorme perrazo fue a recibir al novillero.

Por fin Lucas se hizo ver en lo alto del cerro.

Era Lucas un muchacho colorado, con cara de hogaza triguera acentenada, y bajo, rechoncho, vestido a la campesina, de andar más lento, y menos vivo en todo que en andares y ademanes era Manolito.

—¿Has hecho novilláa?.... Pues güeno te va a poner el cuerpo el señor maestro. ¿Pa qué has venío? Padre me echa a mí las culpas y asina pago yo por el señorito. Vuélvete á casa, muchacho,—dijo Lucas.

—Sí, volverme; al instantito estoy yo volviéndome. He traído la red y mucha liga: con que anda, escúrrete y vamos a la fuente la Mojilla, que habrá verderones.

—¡De ganas!—replicó Lucas con el tono despreciativo de las personas que entienden y dominan algún arte y en él son prácticos hasta el acierto y diestros hasta la maestría.

—¿De ganas? Pues yo te pongo lo que quieras a que hay allí sinfinidá de verderones: acuérdate de la otra vez, que cogimos veintisiete.

—Pues por eso ya no hay verderones, que son endinos y burnustan la liga.

Tuvieron entre sí una larga discusión los dos camaradas cazadores, y a la postre Manolín convenció a Lucas, si no de que en la fuente referida habría verderones, de que era aquél un delicioso día para impregnar varetillas y tender las redes. Antes se detuvieron los ornitólogos en rebuscar mimbres largos, gruesos y no muy flexibles, y en apedrear a una lagartija parda de rayas grises que se había detenido a mirar con sus ojillos brillantes a los dos muchachos, asomando por la grieta de un peñasco su angulosa cabeza. Fue inútil el ataque: el bicho se escurrió como una centella.

—Hamos, tú, señoritingo—decía brutalmente Lucas,— camina, camina y vamos a la Salera, que por el arroyo hay pájaros en grande.

Lucas era muy abrutado y zafiote: lo que Manolín había tomado de frescura y de color, de agilidad y de gracia en los campos, como asemejándose en brillo y movilidad al arroyo, a las florecillas, a los pájaros y al mismo cielo, Lucas tenía de la dureza y pesantez de las rocas, de la tosquedad de los troncos, del estático arraigo y mudo reposo de los bosques.

Al fin, y no sin embadurnar de moras las caras, parándose a buscarlas en las zarzuelas picudas y detenerse a apedrear a un gigantesco peral cargado de sazonados frutos, llegaron al arroyo: allí dispusieron astutamente las varetillas, y luego, ocultos en un escondite tras unos arbustos, guardando silencio y avivando por el acecho sus ojos, esperaron.

Ya sobre una rama se posó un pajarillo: miró abajo, miró al cielo, cautela de quien, como todas las criaturas menuditas y libres, ha de temer la artería del lobo o la acometida fiera de las águilas tiranas; lanzó dos o tres píos, adelgazó y esponjó su cuerpo, ajustándose a él sus plumas, y abriéndolas después hizo una viva sacudida de cabeza, y extendiendo de pronto sus alas se tiró al arroyo...

—¡Ay! ¡ay! Ya cayó uno,—dijo a media voz, pero enloquecido de contento, el ferviente Manolín, comido de impaciencia.

—Cállate o te pego una trompá,—le dijo Lucas.

—¿Tú a mí? Vamos, mejor es que te calles.

—El que se ha de callar eres tú, conchis: no arreparas que si nos oyen no baja ni uno más; levántate con cuidio y recoge ese, que ya no se va.

Manolín asi lo hizo, y tornó al escondite llevando en su mano al agitado pajarillo, que en los ojos expresaba una medrosa tristeza. Y así, porque uno llegaba sin que se le hubiese visto llegar; porque otro, sin más recelo, descendía como un rayo al traidor arroyo, o bien porque algunos otros pajarillos miraban y remiraban desde una piedra, un árbol o un arbusto las márgenes y aquellas sospechosas varillas, cayeron muchos verderones, pardillos, jilgueros, moñudos y otros pájaros.

Manolín admiraba a Lucas: éste era un maestro, y Lucas trataba a Manolín como a un mal ayudante; ya entre aquellos chicuelos se daban esas marcadas diferencias de carácter que son los más sólidos lazos de las amistades y voluntarias asociaciones humanas.

En tanto que Lucas miraba fríamente el provecho de la caza y la preparaba y realizaba sin entusiasmos, poniendo en ello sus malicias y su fría y socarrona astucia de campesino, Manolín era vehementísimo en deseos, entusiasta por la caza misma, durante la cual, compadeciendo al pajarillo, se apoderaba de él con mucha alegría; Lucas cazaba pensando en la cazuela, Manolín pensando en la jaula; el uno quería los pájaros para saborearlos, el otro para contemplarlos; lo que en Lucas era apetito, en Manolín era ¡quién sabe! un gozo, un placer extraño, un gusto de admirar aquella gracia viviente de sus preciosos prisioneros, a quienes luego cuidaba y amaba.

A la caída de la tarde volvióse Manolín a la ciudad: los montes se habían sombreado; la franja zodiacal servía de fondo a los recortados, picudos y curvos perfiles de la tierra; el arroyo seguía aportando al valle el nutrimento calizo robado a las rocas lentamente, modos de ahorro natural; subía en vapores lo que volvería en lluvia o rocío; la naturaleza trabajaba, y tal vez en aquel trabajo hubiese dejado algo del germen creador en el ánimo sutil e impresionable del atrevido novillero Cabecita a pájaros.


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