Oscar Wilde

Oscar Wilde

"El cumpleaņos de la infanta"

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Biografía de Oscar Wilde en AlbaLearning


 
 
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El cumpleaņos de la infanta
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Pero como quiera que fuese, a los pájaros les gustaba el Enanito. Lo habían visto con frecuencia en el bosque, bailando como silfo con el remolino de hojas secas, o agachado en el hueco de algún viejo roble, compartiendo sus nueces con las ardillas. No les importaba nada que fuera feo. A la verdad, ni aun el ruiseñor, cuyo canto era tan dulce por las noches entre las arboledas de naranjos, que la luna se inclinaba para escucharle, se distinguía por su belleza; y, además, el Enano había sido amable con ellos, y durante aquel invierno, terriblemente frío, en que no había frutos en los árboles y el suelo estaba duro como el hierro y los lobos habían llegado hasta las puertas de la ciudad en busca de alimento, nunca se había olvidado de ellos, sino que les había dado migajas de su libreta de pan negro y dividía con ellos su pobre desayuno.

Así, los pájaros volaban en torno suyo, tocándole las mejillas con sus alas al pasar, y charlaban entre sí, y el Enanito estaba tan contento que no podía menos de enseñarles la linda rosa blanca y decirles que la infanta se la había dado porque lo amaba.

Ellos no entendían una palabra de lo que él les decía; pero eso no importaba, porque ladeaban la cabeza y tomaban aire serio, lo cual vale tanto como entender y es mucho más fácil.

Los lagartos también se encantaron con el Enanito, y cuando se cansó de correr y se echó a descansar sobre la hierba, jugaban y corrían sobre él y trataban de divertirlo lo mejor que podían. «No todo el mundo puede tener la belleza de los lagartos -decían-; eso sería pedir demasiado. Y, después de todo, no es tan feo el muchacho, sobre todo si uno cierra los ojos y no lo mira.» Los lagartos tenían naturaleza de filósofos, y durante horas enteras se quedaban tranquilos pensando cuando no había otra cosa que hacer o cuando el tiempo estaba demasiado lluvioso para salir a paseo.

Las flores estaban excesivamente disgustadas con la conducta de los lagartos y de los pájaros.

-Ya se ve -decían- que tanto correr y volar no puede menos que hacer vulgares a las gentes. Las gentes bien educadas se quedan siempre en un mismo lugar, como nosotras. Nadie nos ha visto salir por los paseos, ni galopar locamente a través de la hierba a caza de libélulas. Cuando queremos cambiar de aires, hacemos llamar al jardinero y él nos lleva a otro arriate. Eso es digno, y es como deben ser las cosas. Pero los pájaros y los lagartos no tienen idea del reposo, y los pájaros ni siquiera tienen residencia conocida. Son meros vagos como los gitanos y debe tratárseles exactamente del modo que a ellos.

Hicieron, pues, gestos de desdén, tomaron actitud altiva, y se pusieron contentas cuando poco rato después vieron al Enanito levantarse de entre la hierba y dirigirse al palacio a través de la terraza.

-Debería mantenérsele encerrado durante el resto de su vida -dijeron-. Mirad su joroba y sus piernas torcidas -y comenzaron a reírse.

Pero el Enanito nada sabía de esto. Le gustaban mucho los pájaros y los lagartos, y creía que las flores eran las cosas más maravillosas del mundo entero, excepto la infanta, porque ella le había dado la linda rosa blanca, y lo amaba, así es que resultaba cosa aparte. ¡Cómo le habría gustado volver a su bosque con ella! Ella lo pondría a su derecha, y le sonreiría, y él nunca la abandonaría, sino que la haría su compañera de juegos y le enseñaría toda clase de habilidades divertidas. Porque, si bien él nunca había entrado a un palacio antes de ahora, sabía muchas cosas maravillosas. Sabía hacer jaulas de junco para que los saltamontes cantaran en ellas, y convertir las largas cañas de bambú en flautas que Pan gusta de escuchar. Conocía el grito de cada pájaro, y sabía llamar a los estorninos de la copa de los árboles y a las garzas de la laguna. Conocía el rastro de cada animal, y sabía rastrear a las liebres por la leve huella de sus pies, y al oso por las hojas pisoteadas. Conocía todas las danzas del viento, la danza loca en traje rojo para el otoño, la danza ligera con sandalias azules sobre el trigo, la danza con coronas de nieve en invierno y la danza de las flores a través de los huertos en primavera. Sabía dónde construyen su nido las palomas torcaces, y una vez, cuando un cazador atrapó a una pareja que anidaba, crió a los pichones él mismo y les fabricó un palomar en un olmo desmochado. Eran muy mansos estos pichones, y comían en sus manos por la mañana. A ella le agradarían, y le agradarían los conejos que se deslizaban por entre los largos helechos, y los grajos con sus plumas aceradas y negros picos, y los puercoespines que sabían convertirse en bolas de púas, y las grandes tortugas prudentes que andaban despacio, moviendo la cabeza y mordiendo las hojas nuevas.

Sí; la infanta debería venirse al bosque y jugar con él. Él le daría su propio lecho, y velaría afuera, junto a la ventana, hasta la aurora, para que los ganados salvajes no le hicieran daño ni los flacos lobos se acercaran demasiado a la cabaña. Y a la aurora tocaría en el postigo y la despertaría, y saldrían juntos y bailarían todo el día. No se echaba de menos a nadie en el bosque. A veces pasaba un obispo sobre su mula blanca, leyendo en un libro con imágenes. A veces, con sus gorros de terciopelo verde y sus justillos de piel de ciervo, pasaban los halconeros, con halcones encapuchados en la mano. En tiempos de vendimia venían los lagareros con manos y pies de púrpura, coronados de lustrosa yedra y cargando chorreantes cueros de vino; y los carboneros se sentaban durante la noche en torno a sus hornos, mirando los leños secos que se carbonizaban lentamente y asando castañas en las cenizas, y los bandidos salían de sus cuevas y se solazaban con ellos. Una vez, además, había visto una admirable procesión que hormigueaba en la larga y polvorienta ruta de Toledo. Los monjes iban delante cantando suavemente y llevando estandartes de colores y cruces de oro, y luego con armaduras de plata, con arcabuces y picas, iban los soldados y, en medio de ellos, tres hombres descalzos, con extrañas vestiduras amarillas llenas de maravillosas figuras pintadas y con velas encendidas en las manos.

Ciertamente había mucho que ver en el bosque, y cuando la infanta se fatigara encontraría mullidos lechos en el musgo, o él la llevaría en brazos, porque era muy vigoroso, aunque sabía que no era alto. Le haría un collar de rojos frutos de brionia, que serían tan hermosos como los frutos blancos que llevaba en su traje, y cuando se cansara de ellos, él le buscaría otros. Le traería bellotas y anémonas mojadas de rocío, y diminutos gusanos de luz para que fueran como estrellas en el oro pálido de sus cabellos.

-Pero ¿dónde estaba la infanta? -le preguntó a la rosa blanca, que no le respondió.

Todo el palacio parecía dormido y hasta donde las maderas de puertas y ventanas no se habían cerrado, se habían bajado grandes cortinas para evitar el reflejo del sol, Vagó por todos lados buscando entrada y al fin encontró una puertecita abierta. Se escurrió por ella y se encontró en una espléndida sala, mucho más espléndida, pensó con temor, que el bosque; todo estaba mucho más dorado y hasta el piso estaba hecho de grandes piedras de colores que formaban una especie de dibujo geométrico. Pero la infantita no estaba allí; sólo vio unas prodigiosas estatuas blancas que lo miraban desde sus pedestales de jaspe con ojos ciegos y labios que sonreían extrañamente.

En el extremo del salón había una cortina de terciopelo negro, ricamente bordada, con soles y estrellas, divisas favoritas del rey, en los colores que él prefería. ¿Tal vez ella se escondía allí? La buscaría, al menos.

Se acercó suavemente y entreabrió la cortina. No; lo que había detrás era sólo otra sala, pero le pareció más hermosa que la anterior. Colgaba de los muros tapicería verde de Arras, tejida con aguja, con muchas figuras, que representaba una cacería, obra de artistas flamencos que emplearon más de siete años en ella. Había sido en otro tiempo la cámara de Jean le Fou, aquel rey loco tan enamorado de la caza, que a menudo en su delirio trataba de montar sobre los enormes caballos encabritados y arrancar de la pintura al ciervo, sobre el cual saltaban los grandes perros, tocando el cuerno y apuñalando con su daga el pálido animal fugitivo. La habitación se usaba ahora como sala de Consejo, y en la mesa del centro estaban las rojas carteras de los ministros, donde se veían estampados los tulipanes áureos de España y las armas y emblemas de la casa de Habsburgo.

El Enanito miró en derredor con asombro y no sin temor. Los extraños jinetes silenciosos que galopaban con velocidad a través de los claros del bosque sin hacer ruido, parecíanle los terribles fantasmas de que habla oído hablar a los carboneros: los Comprachos, que sólo cazan de noche, y que, si encuentran a un hombre, lo convierten en cierva y lo persiguen. Pero pensó en la infantita y recobró el valor. Quería encontrarla sola y decirle que él también la amaba. Tal vez estaría en la sala contigua.

Corrió sobre las mullidas alfombras moriscas y abrió la puerta. ¡No! Tampoco estaba allí. El salón estaba vacío.

Era el salón del Trono donde se recibía a los embajadores extranjeros, cuando el rey -cosa poco frecuente entonces- consentía en darles audiencia personal; el salón en donde tiempos atrás se había recibido a los enviados de Inglaterra para concertar el matrimonio de la reina inglesa -uno de los soberanos católicos de la Europa de aquellos días- con el hijo mayor del emperador. Las colgaduras eran de cuero de Córdoba, dorado, y del techo blanco y negro pendía un pesado candelabro áureo con brazos para 300 bujías. Bajo un gran dosel de paño tejido con oro, donde estaban bordados en aljófar los leones y las torres de Castilla, se hallaba el Trono, cubierto con rico palio de terciopelo negro tachonado de tulipanes de plata y primorosamente ribeteado de plata y perlas. En el segundo escalón del Trono se hallaba el reclinatorio de la infanta, con su cojín de tela tejida de plata, y debajo, fuera ya del lugar que cubría el dosel, la silla del nuncio papal, único que tenía el derecho de sentarse en presencia del rey en las ceremonias públicas: su capelo cardenalicio, con sus entretejidas borlas de escarlata, descansaba sobre un taburete purpúreo, enfrente. En el muro, frente al Trono, se veía el retrato de Carlos V, de tamaño natural, en traje de caza, con un gran mastín al lado; el retrato de Felipe II, recibiendo el homenaje de los Países Bajos, ocupaba el centro de otro muro. Entre las ventanas estaba colocado un bargueño negro de ébano, con incrustaciones de marfil, en las que se veían grabadas las figuras de la Danza de la Muerte, de Holbein, obra, se decía, de la mano del famoso maestro.

Pero al Enanito nada le importaba tanta magnificencia. No hubiera dado su rosa por todas las perlas del dosel, ni un solo pétalo de la rosa por el Trono. Lo que quería era ver a la infanta antes de que volviera a bajar al pabellón, y pedirle que se fuera con él al bosque cuando terminara el baile. Aquí, en el palacio, el aire era pesado, pero en el bosque corría con libertad el viento, y la luz del sol, con vagabunda mano de oro, apartaba las hojas trémulas. Había flores también en el bosque, no tan espléndidas quizás como las flores del jardín, pero más perfumadas; los jacintos, al comenzar la primavera, inundaban de púrpura ondulante las frescas cañadas y los herbosos altozanos; las prímulas amarillas anidaban en pelotones alrededor de las retorcidas raíces de los robles; y crecían celidonias de color vivo y verónicas azules y lirios de oro y lila. Había amentos grises sobre los avellanos, y digitales que desmayaban al peso de sus abigarradas corolas, frecuentadas por las abejas. El castaño lucía sus espiras de estrellas blancas, y el oxiacanto sus hermosas lunas blancas. Sí; la infanta vendría si él lograba encontrarla. Vendría con él al hermoso bosque, y todo el día bailaría él para ella, de puro deleite. Una sonrisa iluminó sus ojos al pensarlo, y pasó a la habitación siguiente.

De todas las salas era ésta la más luminosa y la más bella. Los muros estaban cubiertos de damasco de Lucca con flores rosadas, salpicado de pájaros y moteado de florecillas de plata; los muebles eran de plata maciza, festoneada con guirnaldas floridas y Cupidos colgantes; enfrente de las dos amplias chimeneas había grandes biombos en que aparecían bordados loros y pavos reales; y el piso, que era de ónix verdemar, parecía extenderse indefinidamente y perderse en la distancia. No estaba solo ahora. En pie, bajo la sombra de la puerta, al extremo opuesto del salón, vio una figurilla que lo miraba. Le tembló el corazón, salió de sus labios un grito de alegría y se acercó al centro de la sala, iluminado por el sol. Al hacerlo, la figurilla se movió también, y pudo verla claramente.

¿La infanta?... Era un monstruo, el monstruo más grotesco que había visto nunca. No tenía formas normales, las de todo el mundo, sino que tenía joroba, y era torcido de miembros, y la cabeza era enorme, oscilante, con crin negra. El Enanito frunció el ceño, y el monstruo lo frunció también. Se rió, y la figurita se rió con él, y se llevó las manos al costado como él. Le hizo un saludo burlesco, y respondió con igual cortesía. Se dirigió hacia ella, y ella vino a su encuentro, copiando cada uno de sus pasos y deteniéndose cuando él se detenía. Gritó, lleno de risa, y corrió hacia adelante, y extendió la mano, y el monstruo lo hizo también con igual prisa. Trató de seguir adelante, pero una superficie lisa y dura lo detuvo. La cara del monstruo estaba muy cerca de la suya, y parecía llena de terror. Apartó el cabello que le caía sobre los ojos. La figurilla lo imitó. La atacó, y ella le devolvió golpe por golpe. Le tuvo odio y le hizo gestos de horror. Se echó hacia atrás, y el monstruo se retiró a su vez.

¿Qué era aquello? Se quedó pensando breve rato, y miró alrededor de la sala. Era cosa extraña: todo parecía duplicarse en aquel muro invisible de agua clara. Sí; cada uno de los cuadros se repetía en la otra sala impenetrable, y cada uno de los asientos. El Fauno dormido que yacía en la alcoba junto a la puerta, tenía un hermano gemelo que dormitaba, y la Venus de plata que relucía a la luz del sol extendía sus brazos a otra Venus no menos hermosa.

¿Sería Eco? Había llamado una vez a la ninfa en el valle, y le respondió palabra por palabra. ¿Sabía Eco engañar los ojos, como engañaba los oídos? ¿Sabía crear un mundo ficticio semejante al mundo real? Las sombras de las cosas ¿podían tener color y vida y movimiento? ¿Podía ser que?...

Sobresaltado se quitó del pecho la linda rosa blanca, miró de frente al espejó y la besó. ¡El monstruo tenía otra rosa igual a la suya, pétalo por pétalo! La besaba con iguales besos y la apretaba contra su corazón con gestos horribles.

Cuando la verdad surgió en su cabeza, dio un grito loco de desesperación y cayó sollozante al suelo. Era él, pues, el deforme jorobado, horrible y grotesco. Él era el monstruo y de él se reían todos los niños, y la princesita que él creía que lo amaba.... no había hecho sino reírse de su fealdad y burlarse de sus miembros torcidos. ¿Por qué no lo habían dejado en el bosque, donde no había espejo para decirle cuán feo era? ¿Por qué no lo había matado su padre antes que venderlo para su vergüenza? Cálidas lágrimas rodaban a borbotones por sus mejillas. Hizo pedazos la rosa blanca y el monstruo hizo igual cosa y esparció los pétalos por el aire. Se revolcó por el suelo y cuando el Enanito lo miraba, correspondía a su mirada con cara de dolor. Se alejó del espejo para no verlo y se cubrió los ojos con la mano. Se arrastró, como animal herido, hacia la sombra y allí se quedó gimiendo.

En aquel momento la infanta entró con sus compañeras por la puerta abierta y cuando vieron al feo Enanito yacer en el suelo y golpear el piso con el puño cerrado, de manera extravagante y fantástica, estallaron en carcajadas alegres y se pusieron a observarlo.

-Su baile era divertido -dijo la infanta-; pero sus acciones son más divertidas todavía. En verdad, es casi tan bueno como los títeres; pero claro está, sus gestos no son tan naturales.

Y agitó su gran abanico y aplaudió.

Pero el Enanito no la miró y sus sollozos fueron cada vez más apagados; de pronto dio un suspiro extraño y se llevó la mano al costado. Luego se dejó caer y se quedó inmóvil.

-Admirable -dijo la infanta después de una pausa-; pero ahora quiero que bailes para mí.

-Sí -exclamaron todos los niños-, levántate y baila, porque eres tan inteligente como los monos de Berbería y haces reír mucho más.

Pero el Enanito no respondió.

Y la infanta golpeó el suelo con el pie y llamó a su tío, que paseaba por la terraza con el chambelán, leyendo despachos recién llegados de Méjico, donde acababa de establecerse el Santo Oficio.

-Mi Enanito tiene murria -le dijo-, reanímalo y dile que baile para mí.

Se sonrieron y entraron los tres al salón, y don Pedro se inclinó y tocó al Enanito en la mejilla con su guante bordado.

-Tienes que bailar -le dijo-, petit monstre. Tienes que bailar. La infanta de España y de las Indias quiere divertirse.

Pero el Enanito no se movió.

-Hay que llamar a un azotador -dijo don Pedro con fastidio, y se volvió a la terraza.

Pero el chambelán tomó aspecto grave y se arrodilló junto al Enanito y le tocó el corazón. Después de breves momentos se encogió de hombros, se levantó, y, haciendo reverencia a la infanta, le dijo:

-Mi bella princesa,vuestro divertido Enanito no volverá a bailar más. Es lástima, porque es tan feo, que pudo haber hecho sonreír al rey.

Pero ¿por qué no ha de bailar más? -preguntó la infanta riendo.

-Porque se le ha roto el corazón -respondió el chambelán.

Y la infanta frunció el ceño, y sus finos labios de rosa se plegaron con desdén.

-En adelante, que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón -exclamó.

Y salió corriendo hacia el jardín.

 

 

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