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Henry van Dyke

"El otro rey mago"

Capítulo 5: Una perla de incalculable valor

Biografía de Henry van Dyke en Wikipedia

 
 
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Música: Brahms - Three Violin Sonata - Violin Sonata No. 3 - Op. 108
 
El otro rey mago
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Una perla de incalculable valor

 

Habían transcurrido 33 años desde el día en que Artabán inició su búsqueda. Su cabello cano y sus ojos, que antes resplandecían como el fuego, eran rescoldos entre cenizas. Fatigado y pronto a morir, había venido por última vez a Jerusalén en busca del Rey. Había visitado a menudo la Ciudad Santa, registrado sus callejas, sus tugurios y cárceles sin descubrir rastro de la familia que había huido de Belén tiempo atrás. Pero ahora le parecía que era su deber hacer un nuevo esfuerzo.

Los hijos de Israel, diseminados por las tierras más lejanas del mundo, habían regresado al Templo para asistir a la solemne Fiesta de Pascua. Los forasteros atestaban la ciudad y en este día se observaba una singular agitación. El firmamento se mostraba velado por una lobreguez portentosa, y una corriente de emoción parecía sacudir a la muchedumbre. El rumor suave y denso de millares de pies al arrastrarse por el suelo de piedra, iba y venía sin cesar a lo largo de la calle que conduce a la puerta de Damasco.

Al ver Artabán a un grupo de judíos Parthians, les preguntó a dónde se dirigían.

- Al Gólgota, a extramuros de la ciudad –le contestaron–. ¿No te has enterado? Van a crucificar a dos ladrones, y con ellos a un hombre llamado Jesús de Nazaret, quien ha obrado muchos prodigios entre el pueblo. Pero los sacerdotes y los mayores dicen que él también debe morir por haberse hecho pasar por el Hijo de Dios. Y Pilatos ha ordenado que lo crucifiquen porque dice ser el Rey de los Judíos.

¡Qué extraño efecto hicieron estas palabras en el fatigado corazón de Artabán! Había recorrido mar y tierra durante toda una vida. ¿Sería posible que se tratara de la misma persona cuyo nacimiento se anunciara con la aparición de una estrella? ¿El mismo del que habían hablado los profetas?

El corazón de Artabán latía agitado por las emociones. “Los caminos de Dios son más singulares que los pensamientos de los hombres”, pensó. “Tal vez, por fin, daré con el Rey, aunque sea en manos de sus enemigos. Y quizá llegue a tiempo para ofrecer mi perla por su rescate antes de que Él muera”.

Así pues, el anciano peregrino fue detrás de la multitud hacia la puerta de Damasco. Pero al llegar a la entrada del cuartel, vio cómo un grupo de soldados macedonios arrastraba a una joven. La muchacha distinguió su gorra blanca y el medallón que lucía en el pecho y escapándose de las manos de sus verdugos se arrojó a los pies del otro rey mago.

- ¡Apiádate de mí! –clamó la joven–. ¡Sálvame por el amor del Dios de la Pureza! Mi padre era mercader en Parthía, pero ha muerto, y me han prendido para venderme como esclava en pago de sus deudas. ¡Sálvame!

Artabán se estremeció. En su alma se desataba el mismo viejo conflicto entre la esperanza de su fe y el impulso que dictaba el amor.

Por dos veces, la ofrenda que consagrara a la religión la había dado en servicio de la humanidad: en el palmar, cerca de Babilonia, y en la choza de Belén. Esta era la tercera vez que se le ponía a prueba.

¿Sería esta su gloriosa oportunidad o su última tentación? No podía decirlo.

Solo de una cosa estaba seguro: El salvar a la muchacha sería un verdadero acto de amor. ¿Y no es acaso el amor la luz del alma? Sacó la perla que llevaba junto a su pecho; nunca le había parecido tan luminosa y la puso en la mano de la joven esclava.

- Toma, hija mía, aquí tienes tu rescate, el último de mis tesoros que guardaba para el Rey...

Mientras Artabán hablaba, la oscuridad se había hecho más densa y fuertes temblores sacudían la Tierra. Las paredes de las casas vacilaban, sus piedras caían destrozadas y nubes de polvo henchían el aire.

Los soldados aterrorizados, huyeron. Pero el mago y la muchacha permanecían, agazapados e impotentes, al pie de los muros del Pretorio.

¿Qué tenía él ya que perder? ¿Qué razón le quedaba para vivir? Se había desprendido de su postrera esperanza de encontrar al Rey. Su búsqueda había terminado, y había terminado en fracaso. Pero aún este pensamiento, que aceptaba y acogía, le traía paz. No era resignación.

Sentía que todo estaba bien, porque día a día había sido fiel a la Luz que se le había otorgado y si el fracaso era cuanto había alcanzado, sin duda era por ser éste lo mejor. Si pudiera volver a hacer su vida, no podría ser de otra suerte.

Una nueva y prolongada sacudida de la Tierra arrancó una pesada losa del techo, que golpeó al anciano en la sien. Quedó tendido y la sangre manaba de su herida. La joven se inclinó sobre él, temerosa de que hubiera muerto.

Se oyó una voz que llegó a través del crepúsculo, pero la muchacha no alcanzó a entender lo que decía.

Los labios del anciano se movieron como respondiendo, y la joven esclava le oyó decir en la lengua de Parthia:

“Pero Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer?, ¿o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? ¡Durante treinta y tres años te busqué, pero jamás he llegado a contemplar tu rostro, ni venido en tu auxilio, Rey Mío!”.

Artabán calló y aquella dulce voz se hizo oír de nuevo, muy tenue y a lo lejos. Pero, al parecer esta vez, la joven también comprendió sus palabras:

“En verdad os digo, que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”

Una expresión de radiante calma, gozo y maravilla, iluminó el semblante de Artabán. Escapó de sus labios un largo y último suspiro de alivio.

Su peregrinaje había concluido y sus ofrendas habían sido aceptadas. El Otro Rey Mago había encontrado al Rey.

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