"Rosarito" Capítulo 7
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo |
Rosarito |
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VII La Condesa apareció en la puerta de la estancia, donde se detuvo jadeante y sin fuerzas: — ¡Rosarito, hija mia, ven a darme el brazo!... Con la muleta apartaba el blasonado portier. Rosarito se limpió los ojos, y acudió velozmente. La noble señora apoyó la diestra blanca y temblona en el hombro de su nieta, y cobró aliento en un suspiro: — ¡Allá va camino de la rectoral ese bienaventurado de Don Benicio!... Después sus ojos buscaron al emigrado: — ¿Tú, supongo que hasta mañana no te pondrás en camino? Aquí estás seguro como no lo estarías en parte ninguna. En los labios de Don Miguel asomó una sonrisa de hermoso desdén. La boca de aquel hidalgo aventurero reproducía el gesto con que los grandes señores de otros tiempos desafiaban la muerte. Don Rodrigo Calderón debió de sonreír así sobre el cadalso. La Condesa, dejándose caer en el canapé, añadió con suave ironía: — He mandado disponer la habitación en que, según las crónicas, vivió Fray Diego de Cádiz cuando estuvo en el Pazo. Paréceme que la habitación de un Santo es la que mejor conviene a vuesa mercé... Y terminó la frase con una sonrisa. El mayorazgo se inclinó mostrando asentimiento burlón. — Santos hubo que comenzaron siendo grandes pecadores. — ¡Si Fray Diego quisiese hacer contigo un milagro! — Esperémoslo, prima. — ¡Yo lo espero! El viejo conspirador, cambiando repentinamente de talante, exclamó con cierta violencia: — ¡Diez leguas he andado por cuetos y vericuetos, y estoy más que molido, prima! Don Miguel se había puesto en pie. La Condesa le interrumpió murmurando: — ¡Válgate Dios con la vida que traes! Pues es menester recogerse y cobrar fuerzas para mañana. Después, volviéndose a su nieta, añadió: — Tú le alumbrarás y enseñarás el camino, pequeña. Rosarito asintió con la cabeza, como hacen los niños tímidos, y fue a encender uno de los candelabros que había sobre la gran consola situada enfrente del estrado. Trémula como una desposada se adelantó hasta la puerta, donde hubo de esperar a que terminase el coloquio que el mayorazgo y la Condesa sostenían en voz baja. Rosarito apenas percibía un vago murmullo. Suspirando apoyó la cabeza en la pared, y entornó los párpados. Sentíase presa de una turbación llena de palpitaciones tumultuosas y confusas. En aquella actitud de cariátide parecía figura ideal detenida en el lindar de la otra vida. Estaba tan pálida y tan triste, que no era posible contemplarla un instante sin sentir anegado el corazón por la idea de la muerte... Su abuela la llamó: — ¿Qué te pasa, pequeña? Rosarito por toda respuesta abrió los ojos, sonriendo tristemente. La anciana movió la cabeza con muestra de disgusto, y se volvió a Don Miguel: — A ti aún espero verte mañana. El capellán nos dirá la misa de alba en la capilla, y quiero que la oigas... El mayorazgo se inclinó, como pudiera hacerlo ante una reina. Después, con aquel andar altivo y soberano, que tan en consonancia estaba con la índole de su alma, atravesó la sala. Cuando el portier cayó tras él, la Condesa de Cela tuvo que enjugarse algunas lágrimas. — ¡Qué vida, Dios mío! ¡Qué vida! |
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