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Juan Valera

"El pájaro verde"

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El pájaro verde
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V

Mientras acontecían, en sueño o en realidad, los poco ordinarios sucesos que quedan referidos, la princesa Venturosa, fatigada de tanto llorar, estaba durmiendo tranquilamente; y aunque eran ya las ocho de la mañana, hora en que todo el mundo solía estar levantado y aun almorzado en aquella época, la princesita, sin dar acuerdo de su persona, seguía en la cama.

Muy interesante juzgó, sin duda, su doncella favorita las nuevas que le traía, cuando se atrevió a despertarla. Entró en su alcoba, abrió la ventana y exclamó con alborozo:

-Señora, señora, despertad y alegraos, que ya hay quien os traiga nuevas del pájaro verde.

La princesa se despertó, se restregó los ojos, se incorporó y dijo:

-¿Han vuelto los siete sabios que fueron al país sabeo?

-Nada de eso -contestó la doncella-; quien trae las nuevas es una de las lavanderillas que lavan los lacrimosos pañuelos de vuestra alteza.

-Pues hazla entrar al momento.

Entró la lavanderilla, que estaba ya detrás de una puerta aguardando este permiso, y empezó a referir con gran puntualidad y despejo cuanto le había pasado.

Al oír la aparición del pájaro verde, la princesa se llenó de júbilo, y al escuchar su salida del agua convertido en hermoso príncipe, se puso encendida como la grana, una celestial y amorosa sonrisa vagó sobre sus labios y sus ojos se cerraron blandamente como para reconcentrarse ella en sí misma y ver al príncipe con los ojos del alma. Por último, al saber la mucha estima, veneración y afecto que el príncipe le tenía, y el amor y cuidado con que guardaba las tres prendas robadas en la preciosa cajita de sus entretenimientos, la princesita, a pesar de su modestia, no pudo contenerse, abrazó y besó a la lavanderilla y a la doncella e hizo otros extremos no menos disculpables, inocentes y delicados.

-Ahora sí -decía- que puedo llamarme propiamente la princesa Venturosa. Este capricho de poseer el pájaro verde no era capricho, era amor. Era y es un amor que, por oculto y no acostumbrado camino, ha penetrado en mi corazón. No he visto al príncipe, y creo que es hermoso. No le he hablado, y presumo que es discreto. No sé de los sucesos de su vida, sino que está encantado y que me tiene encantada, y doy por cierto que es valiente, generoso y leal.

-Señora -dijo la lavanderilla-, yo puedo asegurar a vuestra alteza que el príncipe, si mi visión no es un sueño vano, parece un pino de oro, y tiene una cara tan bondadosa y dulce que da gloria verla. El secretario no es mal mozo tampoco; pero al que yo, no sé por qué, le he tomado afición, es al escudero.

-Tú te casarás con el escudero -replicó la princesa-. Mi doncella, si gusta, se casará con el secretario, y ambas seréis mandarinas y damas de mi corte. Tu sueño no ha sido sueño, sino realidad. El corazón me lo dice. Lo que importa ahora es desencantar a los tres pájaros mancebos.

-¿Y cómo podremos desencantarlos? -dijo la doncella favorita.

-Yo misma -contestó la princesa- iré al palacio en que viven, y allí veremos. Tú me guiarás, lavanderilla.

Ésta, que no había terminado su narración, la terminó entonces, e hizo ver que no podía servir de guía.

La princesa la escuchó con mucha atención, estuvo meditando un rato, y dijo luego a la doncella:

-Ve a mi biblioteca y tráeme el libro de Los reyes contemporáneos y el Almanaque astronómico.

Venidos que fueron estos volúmenes, hojeó la princesa el de Los reyes, y leyó en alta voz los siguientes renglones:

«El mismo día en que murió el emperador chinesco, su único hijo, que debía heredarle, desapareció de la corte y de todo el Imperio. Sus súbditos, creyéndole muerto, han tenido que someterse al Kan de Tartaria».

-¿Qué deducís de eso, señora? -dijo la doncella.

-¿Qué he de deducir -respondió la princesa Venturosa-, sino que el Kan de Tartaria es quien tiene encantado a mi príncipe para usurparle la corona? He ahí por qué aborrezco yo tanto al príncipe tártaro. Ahora me lo explico todo.

-Pero no basta explicárselo; menester es remediarlo -dijo la lavandera.

-De ello trato -añadió la princesa-, y para ello conviene que al instante se manden hombres armados, que inspiren la mayor confianza, a todos los caminos y encrucijadas por donde puedan venir los correos que envió el príncipe tártaro al rey su padre, para consultarle sobre el caso del pájaro verde. Las cartas que trajeren les serán arrebatadas y se me entregarán. Si los mensajeros se resisten, serán muertos; si ceden, serán aprisionados e incomunicados, a fin de que nadie sepa lo que acontece. Ni el rey mi padre ha de saberlo. Todo lo dispondremos entre las tres con el mayor sigilo. Aquí tenéis dinero bastante para comprar el silencio, la fidelidad y la energía de los hombres que han de ejecutar mi proyecto.

Y, efectivamente, la princesa, que ya se había levantado y estaba de bata y en babuchas, sacó de un escaparate dos grandes bolsas llenas de oro y se las dio a sus confidentes.

Éstas partieron sin tardanza a poner en ejecución lo convenido, y la princesa Venturosa se quedó estudiando profundamente el Almanaque astronómic.

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