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Miguel de Unamuno

"Una historia de amor"

Capítulo 5

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Música: Schumann Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie"
 
Una historia de amor
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V

Pasaron días; Ricardo y Liduvina esperaban las consecuencias de su aventura. Y pasaron meses. Al principio se cruzaron algunas cartas de forzadas ternezas, de recriminaciones, de quejas. Las de ella eran más recias, más concluyentes.

«No tienes que explicarme, Ricardo mío, lo que te pasa, porque lo adivino. No me engaña tu retórica. Tú, en rigor, no me quieres ya; creo que nunca me has querido, por lo menos no como yo te quería y aun te quiero, y buscas medio de deshacerte del que crees es un compromiso de honor, más que de cariño. Pero, mira, déjate de eso del honor, que a tal respecto estoy, aunque te parezca mentira, muy tranquila. Si no ha de ser para quererme, para quererme como yo te quiero, con toda mi alma y todo mi cuerpo, no te cases conmigo, aun habiendo pasado lo que pasó. No quiero sacrificios de esa clase. Sigue tu vocación, que yo ya veré lo que he de hacer. Pero desde ahora te juro que o he de ser tuya o de nadie. Aunque hubiese alguno tan bueno o tan tonto como para solicitarme después de lo ocurrido, de aquella chiquillada, le regazaría, fuese el que fuese. Piensa bien lo que has de hacer».

El alma de Ricardo era, en tanto, un lago en tormenta. No dormía, no descansaba, no vivía. Volvió a sus lecturas de mística y de ascética, a sus estudios apologética católica. Redobló y aumentó sus devociones, y dió en algunas supersticiones. Otras veces antojábasele que, al dar la última campanada de las eis, al llegar al crucero que hacían dos calles, se moriría de repente.

Preocupábale el problema de su destino. Todo aquel largo cortejo de amorío, aquella escapada ridícula, había sido obra del demonio para estorbar el cumplimento del destino que Dios mismo, por el azar del Evangelio abierto, le había prescrito. Pero ¿y Liduvina? ¿No había ya otro destino ligado al suyo? ¿No estaban ya sus dos vidas indisolublemente unidas? ¿Y no está escrito que no desate el hombre lo que Dios mismo atara? Pero ... ¿no había acaso otras almas ligadas ab aeterno con la suya, otras almas cuya salud suprema dependía de que él fuese a predicar por los pueblos la buena nueva? ¿O es que no podía predicarla llevándose consigo a ella, a Liduvina? ¿Es que el mandamiento implicaba necesariamente que renunciase a reparar lo que debía por ley de honor ser reparado? Por otra parte, casarse sin cariño... Aunque éste dicen que baja luego; el trato, la convivencia, la necesidad, el querer quererse... Pero ¡no, no! La experiencia de aquellos dos días, en la ciudad casi extranjera, bastaba. Y Ricardo creía ver a la pobre anciana de enorme vientre tembloroso que recorría de rodillas el vía-crucis. Y el destino de ella, de Liduvina ¿no quedaría de todos modos ligado al suyo? ¿No fue aquella fuga, que preparó el demonio, aprovechada por Dios para mostrar a uno y otro, a él y a ella, cuáles eran sus sendos verdaderos destinos?

Lo que menos podía soportar Ricardo era la actitud que su padre adoptó para con él después de la aventura.

— ¡Majadero! ¡Más que majadero! — le decía— . Me has puesto en ridículo; sí, en ridículo. Y te has puesto en ridículo tú. ¿Tenías más que haberme dicho lo que pensabais? Ahora creerán que soy yo un padre tirano, que contrariaba los amores de mi hijo ... ¡Majadero, más que majadero! ¿Que no la dejaba su madre? ¿Tenías más que haberla depositado? Me has puesto en ridículo y os habéis puesto en él.

Y, en efecto, tanto sentía Ricardo que aquella fuga habíale puesto en ridículo, que acabó por ausentarse de su ciudad natal, a otra lejana, a casa de unos tíos. Y en esta ciudad, una ciudad murada, donde el alma tenía que crecer hacia el cielo, se hundió más y más en su misticismo. Las horas se le pasaban en el soto de piedra del misterioso ábside de la catedral.

Y allí se soñaba apóstol, profeta de una nueva edad de fe y de heroísmos; otro Pablo, otro Agustín, otro Bernardo, otro Vicente, arrastrando tras de sí a las muchedumbres sedientas de adoración y de consuelo, muchedumbres de hombres y de mujeres, y entre éstas a Liduvina. Se soñaba en los altares, y leía de antemano la piadosa leyenda que de su vida escribiría algún estático varón y el papel que en ella había de hacer su Liduvina.

La correspondencia con ella proseguía, sólo que ahora las cartas de Ricardo eran más sermones que misivas de amor o de remordimiento.

«Mira, Ricardo mío, no me prediques tanto — le contestaba ella — ; no soy tan tonta que necesite de tantas y tan revueltas palabras para entender qué es lo que quieres. Por centésima vez te diré que no quiero ser estorbo al cumplimiento del que crees ser tu destino. Yo, por mi parte, sé ya lo que hacer en cada caso, y te diré una vez más que o tuya o de ningún otro hombre».

 

Terribles desgarrones del alma le costó a Ricardo escribir a Liduvina la carta de despedida; pero creyendo hacerse fuerte y sobreponerse a sí mismo, una mañana, después de haberse devotamente comulgado, se la escribió. Y fue luego tan cobarde, tan vil, que no atreviéndose a leer la contestación de ella, la quemó sin abrirla. Ante las cenizas le palpitaba furiosamente el corazón. Quería restaurar la carta quemada, leer las quejas de la esposa; la esposa, sí, éste era el nombre verdadero; de la esposa sacrificada. Pero estaba hecho; había quemado las naves. Ya aquello, gracias a Dios, no tenía remedio. Y así era mejor, mucho mejor para ambos. Entre ellos subsistiría siempre, aun cuando no se viesen; aun cuando no volviesen a cruzarse ni la mirada, ni la palabra, ni el escrito, aun cuando no volvieran a saber el uno del otro, un matrimonio espiritual. Ella sería la Beatriz de su apostolado.

Cayó de rodillas, y a solas, en su cuarto, mojó con sus lágrimas el Evangelio del agüero.

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